El macrismo utilizó el sistema del “palo y zanahoria” para relacionarse con diversos actores sociales, judiciales y políticos. El empleo de esa táctica es muy antiguo y forma parte de la práctica política habitual.
A comienzos del siglo pasado, la oligarquía argentina utilizó esa estrategia para abordar la “cuestión social”. Así se alternaron medidas de corte “integracionistas” (creación del Departamento Nacional del Trabajo, reconocimiento de algunos derechos laborales) y represivas (Estado de sitio, limitaciones al derecho de reunión, cierre de locales partidarios opositores, incendio de las sedes donde se imprimían los célebres periódicos La Protesta y La Vanguardia, encarcelamiento y deportación de activistas).
En el tramo inicial de su gestión, el macrismo también alternó prácticas negociadoras (por ejemplo, acuerdos con organizaciones sociales, transferencia de fondos a obras sociales sindicales) y represivas (Cresta Roja, municipales platenses, protocolo antipiquetes). El uso del látigo y la chequera reportó buenos dividendos al oficialismo. Por caso, la complacencia de importantes sectores sindicales facilitó la adopción de medidas impopulares. Esa conducta fue satirizada por la Revista Barcelona cuando tituló “Habla la CGT: Es impresionante la cantidad de paros que no estamos anunciando juntos”. Sin perjuicio de eso, la conflictividad social-sindical aumentó en los últimos meses. Ese cambio de clima decretó el ocaso del triunvirato de la CGT.
Por su parte, el gobierno acentuó la respuesta represiva. La criminalización de la protesta social viene en ascenso. El accionar policial en la movilización contra la reforma previsional, en la Plaza de los Dos Congresos, simbolizó un punto de inflexión en esta materia.
El investigador del Centro Cultural de la Cooperación (CCC), el politólogo Andrés Tzeiman escribió, en “Radiografía de un modelo de país”, publicado en Revista Acción (segunda quincena de febrero de 2018), que “hubo un viraje del gobierno. Me animaría a decir que fue la primera vez, en el contexto de una movilización de masas, que hizo un uso descarnado del ejercicio de represión. Hubo antecedentes, pero fue la primera vez en el gobierno de Macri que se vio, de forma completamente abierta, un avance represivo para disuadir una manifestación”.
En esa línea, el último reporte de Amnistía Internacional (“La situación de los derechos humanos en el mundo 2017/18”) denuncia que “manifestaciones a lo largo del año registraron picos de violencia inusitada. En la marcha de diciembre contra la reforma previsional hubo más de 120 detenidos, cientos de heridos y al menos cinco personas aún permanecen detenidas arbitrariamente”.
Los cientistas políticos suelen decir que, para conservar la hegemonía política, se requiere un uso equilibrado del consenso y la coerción. Lo que está claro es que la “utilidad” del recurso represivo es de corto alcance. El peligro de excederse en ese camino es terminar en una crisis de autoridad. Antonio Gramsci explicaba que “si la clase dominante ha perdido el consenso, entonces no es más “dirigente”, sino únicamente dominante, detentadora de la pura fuerza coercitiva. La crisis consiste justamente en que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer, y en ese terreno se verifican los fenómenos morbosos más diversos”.
@diegorubinzal