“Vamos hacia un arte sin trabas, hacia el auténtico arte puro, pasando por el arte revolucionario primero y el arte proletario después”. Así prologaba nuestro Raúl González Tuñón su inmortal La rosa blindada. Esta fue siempre su estética, la de un hombre de su arte y de su tiempo. Acababa de regresar de la convulsionada España, había pasado todo el año 1935 en Madrid, se había encontrado con Federico García Lorca, con Rafael Alberti, con Miguel Hernández, con Pedro Salinas, con Gerardo Diego… Había leído en el Ateneo, en un acto organizado por León Felipe, los poemas inspirados por la insurrección minera de Asturias; publicado en Caballo verde, la revista del Cónsul de Chile en Madrid, Pablo Neruda; discutido con aquellos amigos sobre la función social de la poesía. Y hasta los había convencido.
Vuelve y parte. Va a otros países de América, de Europa, de Asia. Escribe siempre. Y anda, incansablemente, como aquel Juancito Caminador que ha inventado en su segundo libro, Miércoles de ceniza (1928) (el primero, El violín del diablo, fue de 1926), que desapareció en La calle del agujero en la media (1930), que saludaba desde el pórtico de El otro lado de la estrella (1934) y alcanzaba su definitiva estatura en Todos bailan (1935), hasta una inolvidable “Canción que compuso Juancito Caminador para la supuesta muerte de Juancito Caminador”: “… murió en un lejano puerto/ el prestidigitador./ Poca cosa deja el muerto./ Terminada su función/ -canción, paloma y baraja-/ todo cabe en una caja./ Todo menos la canción”. Ejerce también el periodismo, la política, la lucha cultural, la formación de los más jóvenes. Todo ello en voz baja, con una sabia modestia, nada exenta de firmeza y convicción.
El resto, es un poco más reciente historia. Alienta a los muchachos del grupo “El pan duro” en sus disidencias y aventuras; prologa consagratoriamente el primer libro de Juan Gelman (Violín y otras cuestiones, 1956); es recuperado por los jóvenes sesentistas y antidogmáticos de izquierda de la revista La rosa blindada; es extendido a una vasta popularidad cuando Juan “Tata” Cedrón pone música a sus bellísimos poemas (“Los ladrones”, “Tarjeta de cartón”, “La fogata de San Juan”…) y cuando Adolfo Nigro lo incorpora definitivamente a la plástica. Justamente, en aquel evocado prólogo de su libro clave, expresaba una poética que mantendría toda la vida: “El poeta se dirige a la masa. Si la masa no entiende totalmente es porque, desde luego, debe ser elevada al poeta. No se trata de nivelar a todos, por la revolución, en el hambre y la incultura sino en la comodidad y la cultura”.
En 1928, y poco antes de embarcarse rumbo a Europa, publicó Miércoles de ceniza. Ya en París, escribió uno de sus libros fundamentales: La calle del agujero en la media, publicado en 1930. Poco más tarde, en 1936, publica otro libro clave, La rosa blindada, inspirado en la rebelión de Asturias de 1934. Esta obra fue de gran importancia, ya que Tuñón, con esos versos, fue “el primero en blindar la rosa” (palabras de Pablo Neruda). Su obra se enmarca dentro de las llamadas vanguardias de principios del Siglo XX, y además ejerce firme influencia en los poetas de la Guerra Civil española (muy en particular en Miguel Hernández, uno de los más representativos). Afiliado al Partido Comunista de la Argentina, Tuñón permaneció siempre fiel a sus credos estéticos. Esto lo llevó a arduas polémicas dentro de la organización, con otros artistas o módicos funcionarios; quedaron registradas en los emblemáticos Cuadernos de Cultura del PCA. En líneas generales, no compartió muchas vulgarizaciones formuladas en nombre de la izquierda. Esto explica su situación “a medio camino” entre las dos “capillas” fundantes de la moderna literatura argentina: Florida (homologada a la vanguardia) y Boedo (al realismo). No comulgaba del todo con los cánones artísticos impuestos por el comunismo, pero estaba fuertemente alineado en su defensa de principios y políticas.
Sus poemas aludían a viajes, barrios de París y de Buenos Aires, pueblos de la Cordillera de los Andes, personajes de circo, lugares lejanos, tugurios extraños, marineros, hampones o contrabandistas; denotan influencias tan disímiles como François Villon, Rainer María Rilke, Evaristo Carriego, o payadores como José Betinotti y Gabino Ezeiza. Juancito Caminador, personaje inspirado en un artista de circo y en una marca de whisky (Johnny Walker), se convirtió en un alter ego literario del autor. El escritor Pedro Orgambide lo describió como un “Amigo de las gentes, de las mujeres amantes y del vino, una suerte de François Villon criollo, cantor de las tabernas, las grandes fiestas y duelos e insurrecciones populares”.
Es al mismo tiempo uno de los precursores de la poesía social y combativa en la Argentina: sus “poemas civiles”, referidos a acontecimientos políticos y sociales, influyeron en la generación de los ‘60. Fue un intelectual políticamente comprometido, y en más de una oportunidad asistió a eventos internacionales que convocaban a artistas de los cinco continentes, ya fuera por la lucha contra el fascismo o en pos del socialismo, cuya causa abrazó. A partir de su lamentado fallecimiento, en agosto de 1974, es cada día más reconocido como uno de los máximos poetas que nos dio el siglo XX. Como diverso, popular, profundo. Como alguien que supo tocar todas las notas, cantar todos los tonos. En versos de lucha, de victoria, y de dolor y derrota, y también en canciones poco menos que infantiles y graciosas, universales, americanas, argentinas. Y, claro está, porteñas.
“En la calle enfarolada/ el piberío viene y va/ alrededor de la fogata/ porque es la noche de San Juan”. Entre aquellos chicos está él mismo, saliendo ansioso de esa humilde casona natal. Más tarde, Juancito Caminador recorrerá otros barrios del mundo, desde París a Pekín, llevando los de su amada ciudad a cuestas, y se detendrá a espiar el cementerio de tranvías en Loria y Carlos Calvo, los sugestivos lances y entreveros en el salón de bailes “La Argentina”, de Rodríguez Peña, o en los danzantes de la Asociación Mariano Moreno, de Constitución. La casa de la esquina de San Juan y Oruro, la de Carabobo al 800, la calesita de Floresta, el cine que se llamaba “Radium”, las sombras del Parque Lezama, la plazoleta de los jubilados cerca del Riachuelo, fueron, en sus versos, destellos de esa ciudad mágica a la que todavía puede verse, poniendo, simplemente, “veinte centavos en la ranura”.
* Escritor, docente universitario.