Desde Dubai
En el centro de Dubai, donde a un ser humano de a pie le resulta imposible cruzar las autopistas, de pronto los autos se ven obligados a frenar. Nos sentimos bendecidos por Alá o por el azar, y cruzamos el Burj Khalifa Boulevard rumbo a otras carreteras que ofrecerán nuevos obstáculos. Pero primero disfrutamos unos segundos del atasco de tránsito, sorteando Lamborghinis, Porsches y Ferraris súbitamente impedidas de volar por la ciudad. Vemos que en la esquina siguiente está el motivo del breve desajuste urbano: un ómnibus blanco está atravesado en diagonal, cortando la avenida-autopista. Debe haber sufrido algún choque o un desperfecto mecánico. Sobre una superficie que de ningún modo podría definirse como “vereda” esperan sentadas unas 15 o 20 personas. Nos acercamos. No hablan entre sí. Solo esperan. Tienen todos la misma ropa –un overol gris, con la inscripción de una marca en inglés que no llegamos a divisar– y la misma mirada dirigida a la nada. Nosotros también esperamos, unos cinco minutos, hasta que otros operarios consiguen correr el estorbo, otro micro recoge a los hombres de mirada perdida y a los Lamborghinis, Porsches y Ferraris les es restituido el derecho humano a la libre circulación.
Tras dos días en Dubai, el efecto-shock de las maravillas-kitsch que ofrece la ciudad (el shopping más fastuoso del planeta, el complejo de islas artificiales diseñadas a imagen y semejanza de una palmera, la réplica de la Torre Eiffel, etc) se va disipando al mismo tiempo que se activa la curiosidad por traspasar la frontera de la “Blade Runner sin lluvia” (expresión robada a mi compañera Rosana). ¿Qué habrá más allá? (o más acá)
Después de caminar unas cuarenta cuadras al sol establecemos un primer contacto con el género humano realmente existente. Preguntamos el nombre del lugar, porque es el primer “barrio” que vemos, es decir, casas, calles, gente, restaurantes, negocios a escala terrenal. Nos dicen que estamos en Al Jaffiliya. Casi no se ven “árabes”. Parece una ciudad pakistaní transplantada al Golfo Pérsico. Habíamos llegado con la idea de comer humus y falafel, pero el creciente olor a curry nos mete de prepo en Al Reza, un bodegón donde enseguida nos ofrecen una jarra de agua de la canilla (con 44 grados de calor a la sombra a nadie se le ocurre pedir garantías bromatológicas) y un plato de arroz saltado con pollo picante, ideal para este clima. Como vemos que nadie come con cubiertos, vamos para adelante con lo que hay, acompañando y empujando la bomba atómica con un pan chato de harina de trigo que ellos llaman chapati. No hay baños para mujeres, pero nos dicen que a dos cuadras hay un parking donde puede ser... Otra vez será. Se vienen otras cincuenta cuadras al sol, ideales para asimilar el curry.
Sobre la avenida Al Satwa vemos una larguísima fila que da vuelta la esquina. Es una casa de cambio y de envío de remesas al exterior. Entre los que esperan, la misma ropa, la misma expresión de los que se habían bajado del micro interrumpiendo involuntariamente el paseo de los Lamborghinis. En la oficina los empleados no hablan en árabe sino en urdu (¿o es hindi, o es pashtún?). Cambian y venden dírhams, la moneda de los Emiratos Arabes Unidos, por dólares, rupias, takas de Bangladesh, lo que sea. Billetes físicos, nuevitos, que duraron muy poco en los bolsillos de esa gente que espera sin mostrar ni fastidio, ni apuro, ni sed.
Al día siguiente, por suerte, la temperatura es más agradable (42°). En el Dubai Mall, en cambio, hace frío. Una especie de claustrofobia nos acompaña en la recorrida, por más que docenas de ascensores y escaleras mecánicas conecten con las distintas estaciones de la felicidad asistida: de la pista de patinaje sobre hielo de tamaño olímpico, al acuario y zoológico subacuático con un túnel de 50 metros que permite observar a los tiburones y a las rayas marinas nadando encima de uno, pasando por la Fashion Avenue, donde, las grandes marcas del mundo no le venden nada a nadie pero compiten por llevar los precios al nivel más estrafalario posible.
Un par de horas de playa y cerveza antes de abordar el monorriel que une el continente con el archipiélago artificial Palm Jumeirah. Un día, al sheikh Mohammed bin Rashid Al Maktoum (más conocido como el jeque Mohamed y mandatario del emirato de Dubai) se le ocurrió que sería una buena idea construir en el océano una ciudad con forma de palmera datilera. Cientos de millones de metros cúbicos de arena y toneladas de roca le dieron el gusto. Miramos de reojo el hotel Atlantis, la habitación más barata, 400 euros la noche, la más cara 2800, y volvemos al continente en el monorriel de los “pobres”: en el camino vemos no menos de diez helicópteros que van y vienen de la ciudad a alguna de las islas compradas a precios de entre 30 y 50 millones de dólares. Allí pasan un fin de semana al año, o dos, magnates rusos -a los rusos les encanta Dubai- financistas británicos, príncipes saudíes, hijos de empresarios chinos.
En la carretera costanera paramos para comer unas frutas y tomar un poco de agua. Primero vemos pasar un micro blanco. Lo detiene el semáforo. Unos rostros de infinito cansancio nos enfocan, por curiosidad o por simple reflejo. La mirada de esta gente nos aniquila. No es tristeza, ni siquiera odio. Se parece más a una especie de resignación naturalizada. ¿Quiénes son, de dónde vienen, qué hacen, tan ajenos como se ven al esplendor de la ciudad? Veinte segundos y se van, pero atrás vienen dos, cinco, finalmente contamos veinte micros que transportan a estas caras (¿indias, pakistaníes, afganas, bengalíes?) que involuntariamente nos interpelan. En una mezcla de inglés y árabe le preguntamos a un vendedor y nos aporta un dato que ahora, retrospectivamente, se nos aparece como una obviedad, que solo nuestra estructura mental de turistas podía no advertir: “vienen de trabajar en la construcción de alguna isla, se vuelven a su barrio”. ¿Cómo se llama ese barrio? “Sonapur”, nos dice.
A la vuelta, en el hotel, lo primero que hacemos es buscar “Sonapur” en el mapa. Parece demasiado lejos. La preguntamos a Anastasiya, la joven conserje bielorrusa, cómo se puede ir hasta allí. Nos mira con extrañeza y se ríe. “No vayan a Sonapur”, aconseja. Le comenta algo en ruso a su compañero ucraniano, que mueve la cabeza y nos dice, más motivado por la incomprensión que por el marketing turístico: “¡Ustedes tienen la playa acá enfrente y quieren ir a Sonapur!” Ante nuestra inmutabilidad se resigna: “Tomen el metro, hasta la última estación, después no sé”.
Para llegar a Sonapur, efectivamente, hay que tomar primero la línea roja del metro, después combinar con la verde, atravesar la gigantesca zona del aeropuerto y, tras un viaje de 32 estaciones (desde Damac Properties, el sitio donde estamos parando), llegar a Etisalat, donde es necesario tomar un colectivo. El ecosistema del metro va cambiando a medida que se atraviesa la ciudad en sentido vertical: los turistas se bajan en la estación Burj Khalifa/Dubai Mall, los empleados trajeados no van más allá de la World Trade Center y los emiratíes se empiezan a hacer ver en la combinación con la línea verde, en paradas como Salah Al Din y Abu Hail, donde hasta los nombres reflejan la variación etnográfica. A donde vamos nosotros es más allá del aeropuerto, es decir del otro lado de la ciudad que las autoridades dubaitíes quieren mostrar.
En Etisalat, la estación de una aldea desértica llamada Al Qusais, que parece salida de un cuento de Las mil y una noches, hay una suerte de mini terminal. Pero solo se ve un colectivo, que va llenándose de a poco. Todos hombres: pakistaníes, indios, bengalíes. Cuando subimos, los únicos asientos que quedan vacíos son los que tenemos enfrente. No quieren, no pueden, les da vergüenza sentarse frente a una mujer, o frente a dos extranjeros de otra raza. Cuando se sube una pareja de africanos que por fin acepta sentarse con nosotros advertimos nuestra oportunidad: “¿Este bus va a Sonapur”? les preguntamos. La chica, una keniata de Nairobi, al igual que su novio, sabe hablar inglés y nos da pie para seguir preguntando. “¿Ustedes viven en Sonapur?” La chica mira primero a su novio y después nos contesta: “Nadie vive en Sonapur. La gente... simplemente duerme allí. Nosotros nos bajamos antes, en Muhaisnah”. Entusiasmados después de intercambiar algunos tips obvios sobre nuestros respectivos países (Messi, Tarzán, Maradona, la película Africa Mía, el carnaval brasileño, los maratonistas campeones olímpicos, y hasta allí llegaron nuestros recursos multiculturalistas), nos cuentan algo más, pero en voz más baja: “Nosotros tuvimos suerte porque tenemos estudios y conseguimos trabajo en servicios. Los que van a Sonapur son llevados como esclavos. Les retienen el pasaporte hasta que terminen el trabajo”. Se bajan en Muhaisnah después de recomendarnos: “Vayan a Nairobi, es hermoso, no es como acá...”.
Nos damos cuenta de que estamos llegando a Sonapur porque las casas típicamente árabes le van dejando paso a monoblocks, del tipo Lugano 1 y 2, pero más bajitos y abigarrados, una densidad llamativa cuando a priori el inmenso desierto se ofrece para distribuir más relajadamente las viviendas. El hacinamiento, también aquí, parece ser una decisión política. Filas de micros (treinta, cuarenta, imposible contarlos) cargan y descargan trabajadores. En las casas no se ve gente. En las calles no hay mujeres ni niños. Más tarde, internet mediante, descubrimos que Sonapur es una ciudad casi exclusivamente de hombres jóvenes y de mediana edad. Eso es precisamente lo que estamos viendo, pero queremos corroborarlo o, mejor dicho, quisiéramos desmentirlo, nos gustaría que Google nos informara que la nuestra es, apenas, una pesadilla óptica. Pero no. En Sonapur nadie llega a viejo. Los trabajadores son reclutados en sus países de origen por organizaciones que trabajan para las corporaciones que “invierten” en Dubái. Las mujeres y los niños esperan en sus pueblos de origen. Con horas extras, un trabajador que carga ladrillos desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde (también hay horarios nocturnos), de domingo a viernes, puede sacar hasta 1000 dirhams al mes, unos 300 dólares. De esa cantidad, el 70 por ciento es enviado a su país de origen y el resto se gasta en comida. No hay nada más.
El colectivo para un buen rato en un gran apeadero. Hacia adelante, entre el smog y la arena que vuela, solo se divisan interminables monoblocks. Al costado, a unas cuadras, está el cementerio. En la esquina un puñado de hombres se agrupan frente a lo que, uno supone, es una especie de “bolsa de trabajo”. No nos animamos a encarar a ninguno. Quizás las palabras estén de más. Tal vez sea que nos da mucha vergüenza el solo hecho de mirar.
Vuelve a arrancar el colectivo, desanda el camino y vuelve a Etisalat. Otra vez el metro, que en buena parte del camino se convierte en tren, para disfrutar la magnificencia de la ciudad. Nos bajamos en Burj Khalifa, para subir a la torre más alta del mundo: más de 800 metros. Desde la cima se divisa toda la ciudad, un espectáculo que, según la predisposición del observador, puede ser sublime o pavoroso.
Buscamos intuitivamente la zona de Sonapur y creemos encontrarla debajo de una densa nube de smog, el más democrático de los recursos naturales de Dubái. Se ve, apenas, una mancha gris uniforme y homogénea, en sintonía con ese desierto que la ciudad pretende borrar. Estamos un poco aturdidos. Habíamos subido los 800 metros con la idea de que Sonapur y sus miles de manos anónimas, construyeron esa torre que busca tocar el cielo. Y bajamos con la sensación de que es al revés: es esa torre del Khalifa la que levanta y expone, todos los días, con su mano invisible, la Sonapur caída del mapa.