El pañuelo verde –el color de la vida y la esperanza– es el símbolo del momento. “Las escritoras salimos de nuestros escritorios, de nuestras ‘torres de marfil’, y le ponemos el cuerpo a la campaña a favor del aborto seguro, legal y gratuito”, dijo Cecilia Szperling, acompañada por Claudia Piñeiro. Ellas son dos de las escritoras que impulsaron la convocatoria para firmar la Carta Abierta de Escritoras Argentinas a favor del proyecto de Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, días después de que las actrices se movilizaron hasta el Congreso para reclamar por el derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo. El país se viste de verde y cada vez más colectivos artísticos –se sumarán cantantes y bailarinas– abrazan la vida y la libertad de elección. Las escritoras solicitan a los diputados que voten el proyecto porque están convencidas de que el aborto legal “nos convertirá en una sociedad más justa, más moderna y definitivamente menos hipócrita”. Más de 350 escritoras firmaron la carta, entre otras, Beatriz Sarlo, Liliana Heker, Sylvia Iparraguirre, Gabriela Massuh, Elsa Drucaroff, Laura Alcoba, Clara Obligado, Florencia Abbate, Agostina Luz López, Fernanda García Lao y Eugenia Almeida.
“Desde el fin de la adolescencia tuve la seguridad de que no deseaba hijos –cuenta Sarlo a PáginaI12–. Mis proyectos de vida, fantasiosos, fracasados, irrealizables, errados o justos, estuvieron siempre sostenidos en el principio de independencia y libertad para tomar las alternativas que aparecieran en cada momento. Nunca sentí ni culpa ni arrepentimiento frente al aborto. La libertad de elegir el propio camino es un derecho indisociable del derecho a la propia vida”. Sarlo (1942), autora de Borges, un escritor en las orillas, Escenas de la vida posmoderna, La pasión y la excepción y Zona Saer, entre otros libros, defiende el aborto legal porque “defiendo la posibilidad de tomar decisiones libres en condiciones igualitarias y seguras”. “No voy a entrar en discusiones metafísicas ni religiosas, porque tampoco planteo ese debate a quienes congelan óvulos fecundados, para hacer posible el igualmente legítimo deseo de maternidad. No se deviene persona según un calendario establecido por las religiones”. Laura Alcoba (1968), que vive en París desde los 10 años y está en Buenos Aires para presentar su nueva novela La danza de la araña, recuerda que escuchó la experiencia de una mujer que abortó de manera clandestina, a quien se le administró un medicamento abortivo que se utilizaba para los animales y estuvo a punto de morir. “La humillación que constituye esa situación es intolerable”, afirma la autora de La casa de los conejos. “Escucho los argumentos de quienes están en contra del derecho a elegir y creo que se equivocan, me parece esencial debatir con ellos. Pero hay algo que me indigna profundamente, y es la dualidad de muchos otros. Sabemos todos de personas que públicamente están en contra de la despenalización del aborto y que al mismo tiempo son capaces de indicar a una hermana, a una novia, a una hija los circuitos para abortar de manera clandestina. La cobardía y la hipocresía de estas personas constituye una ofensa hacia todas las mujeres. Su duplicidad conjugada al silencio los hace cómplices de las muertes que genera la ausencia de una ley que garantice a las mujeres el derecho a elegir y a disponer de su propio cuerpo”.
Clara Obligado (1950), exiliada política que reside en Madrid desde 1976, repasa la interrupción del embarazo en distintas partes del mundo. Desde 1920 en Rusia, España durante un breve período en 1937 y a partir de 2010, los países escandinavos en la década de los 30, Inglaterra en 1968. “El derecho a decidir sobre el propio cuerpo ha permitido a las mujeres de estos países no ser humilladas y tratadas con crueldad, y sobrevivir a una muerte posible a causa de la clandestinidad de los procedimientos. Sus cuerpos han dejado de ser el campo de batalla de una lucha de religiones e ideologías”, plantea la autora de La hija de Marx, El libro de los viajes equivocados y La muerte juega a los dados. “Nadie puede obligar a una mujer a tener un hijo que no desea y lo cierto es que, legal o no, y desde hace siglos, los embarazos no deseados se interrumpen. La diferencia es la forma. En los países en donde este derecho existe, la intervención es segura y gratuita, supervisada por médicos. En los otros, el aborto es un negocio para las clínicas privadas o, si no se tienen recursos, un riesgo para la vida. La prohibición convierte la salud de las mujeres en un negocio y un peligro. El aborto clandestino en la primera causa de muerte materna a nivel mundial”, advierte Obligado. La narradora, actriz, dramaturga y directora teatral Agostina Luz López (1987) hilvana una red sutil. “Hace poco me enteré de que mi mamá después de tenerme a mí quedó embarazada y decidió abortar. Me enteré porque mi hermana había abortado. Porque cuando mi hermana le contó, el secreto de nuestra madre salió a la luz. Me acuerdo de haberla ayudado a mi hermana poniéndola en contacto con una amiga que había abortado. Las mujeres funcionan así, en esta cadena de relatos que ayudan a aquella que va a pasar por la experiencia a no asustarse, a saber a qué lugares ir, cómo es el proceso, qué dolores sentís. Cuando una mujer atraviesa esa vivencia, esa red de mujeres promueve una contención, un hilo amoroso del cual sostenerse. Pero a la vez, como todos sabemos, es un privilegio de clase. Lo que propone la ley es que personas que no pueden acceder a los lugares que mi mamá, mi hermana, mis amigas, y yo sí podemos, accedan”, subraya la autora de la novela Weiwei.
“No estoy por el aborto, por eso apoyo la despenalización en un marco de salud pública y asistencia integral para la mujer”, asegura Sylvia Iparraguirre (1947). “Ninguna mujer llega alegremente a la instancia del aborto, en la que termina porque no tiene más remedio. Se trata de una causa que está por encima de lo que cada una pueda pensar: se trata, una vez más, de pobreza, educación y salud. Y de mujeres y chicas que mueren o enfrentan la posibilidad de morir en un aborto clandestino”, expresa la autora La tierra del fuego, El país del viento y El muchacho de los senos de gomas, entre otros títulos. “Más allá del derecho de toda mujer a interrumpir un embarazo no deseado, pienso en las chicas adolescentes y preadolescentes sin recursos de ningún tipo, que no tienen a quién acudir y que, generalmente, no tienen siquiera un cuadro familiar que las contenga. Aquellas que no solo no son dueñas de sus cuerpos, sobre los que no pueden decidir, sino que tampoco son dueñas de sus vidas. Aquellas que ni remotamente saben de la existencia de los feminismos y sus discursos porque apenas están alfabetizadas”, enumera la escritora. “Estoy por la vida; el aborto penalizado y clandestino conduce a la muerte”, reclama Iparraguirre.
Florencia Abbate (1976) precisa que la ley vigente no disuade a nadie de abortar. “Quienes están en contra de la despenalización saben que los abortos se practican igual aunque exista la ley, y por lo tanto saben que la ley actual no salva ninguna vida. Lo que defienden es el statu quo que implica el desastre que tenemos actualmente: chicas que llegan al hospital desangradas, prácticas de la época de las cavernas para interrumpir un embarazo. Y para las que tenemos el privilegio de poder pagarlo, de todas maneras, miedo y sufrimiento psicológico”, explica la autora de El grito, Magic resort y Felices hasta que amanezca. “Yo aborté cuando tenía veinte años y fue angustiante debido a la clandestinidad –recuerda la escritora–. A las angustias personales que una pueda sentir por lo que implique ese embarazo y su interrupción, se le suma la angustia de la clandestinidad, no saber ni quién es el profesional que te va a atender, rogar que el anestesista sea serio y no se equivoque y pensar que si se equivoca no hay reclamo posible porque todo es ilegal, más la implícita culpabilización que supone el hecho de estar haciendo algo prohibido”. La escritora fundamenta su objeción hacia las antiabortistas. “La propuesta de los militantes pro-vida es tan horrible que una forma de militar la causa de ellos consiste en andar por hospitales donde puedan encontrar a alguna chica embarazada y vulnerable y amedrentarla con imágenes de fetos mutilados para que no pueda ni pensar qué es lo que ella quisiera hacer con su vida. Eso muestra lo siniestra que es en el fondo la postura falazmente autodenominada ‘pro-vida”, cuestiona Abbate. Para Liliana Heker (1943) impugnar la despenalización del aborto revela una “hipocresía escandalosa”. “Es un hecho perfectamente sabido y registrado que el aborto es una práctica difundida desde hace décadas en todo el país y que ninguna penalización la ha atenuado; solo que, aquellas mujeres que pueden pagarlo, recurren a un médico especializado –que suele enriquecerse a costa de la clandestinidad–, de modo que son intervenidas con la asepsia y el profesionalismo que hacen falta, en cambio las que no tienen recursos se ven obligadas a abortar en condiciones pésimas, que muchas veces las llevan a la muerte. Negarse a la despenalización del aborto es un acto discriminatorio y a veces criminal”, define la autora de Zona de clivaje, El fin de la historia y La muerte de Dios.
Fernanda García Lao (1966) apela a la ironía. “Determinar cuándo empieza la vida es estéril, con permiso de la palabra. Legalmente, si no naciste no sos. No tenés derecho a un nombre ni a una identidad. Luego el asesinato te lo debo. Acá el asunto es la salud y la dignidad de las mujeres ya nacidas. Admitir causales –peligro de la madre, malformaciones o violación– es injusto. La ley debe ser igual para todas. La clave está ahí. Legislar y proveer las mismas condiciones de higiene y salud al elegir o no la maternidad. Decir si estás a favor del aborto o en contra no es importante, porque la que no esté de acuerdo seguirá pariendo. La elección entra en el plano de lo individual. La legislación, de lo colectivo”, compara la autora de Muerta de hambre, Vagabundas, Cómo usar un cuchillo y Nación vacuna. Elsa Drucaroff (1957) argumenta a favor del proyecto de interrupción voluntaria del embarazo. “Nosotras estamos por la vida porque miles de mujeres mueren por abortos todo el tiempo y sabemos con certeza que prohibir el aborto no es impedirlo. Es condenar a muerte a las que no pueden pagarlo. Estamos por la vida porque legalizar el aborto es defender el embrión: en los países donde el Estado ofrece contención y posibilidad de decidir, las mujeres hacen seis veces menos abortos que en Argentina”, dice la autora de La patria de las mujeres, Los prisioneros de la torre y El último caso de Rodolfo Walsh. “La falta de educación sexual, de acceso a métodos anticonceptivos y la clandestinidad y la penalización del aborto impiden elegir, quitan alternativas, llenan de miedo, de culpa, de urgencia. Transforman una decisión digna y responsable en delito sórdido y en muerte”. Gabriela Massuh (1951) destaca que entre tantos discursos “masculinamente prosopoyéyicos” que escuchó en los últimos días, entre los que descolló el del gobernador de Salta Juan Manuel Urtubey con su “increíble inteligencia artificial de los fetos”, lo que más salta a la vista es “esa encarnizada defensa de la vida, enarbolada como la madre de todas las batallas contra las mujeres”. “Quienes más hipócritamente la esgrimen, siempre en nombre de la moral privada son quienes no se inmutan ante los miles de chicos que nacen y mueren de cáncer, malformaciones genéticas, obesidad congénita y otros males en los miles de pueblos fumigados de nuestro país. Son los mismos que quieren reformar la ley de glaciares para que nuestros hijos y nietos tengan que importar agua de Nestlé y la Coca-Cola en el futuro. O los mismos a los que les importa un rábano la extinción de especies y del tremendo flagelo que sufren los pueblos originarios por el avance de las corporaciones sobre nuestra naturaleza, única fuente de la vida”, señala la autora de La intemperie, La omisión y Desmonte.
“Se trata de un derecho que -como fue en su momento el matrimonio igualitario- no puedo creer que aún no haya sido reconocido”, admite la cordobesa Eugenia Almeida (1972). “Nadie que esté en contra de la interrupción voluntaria del embarazo será obligado a hacer nada. Pero los antiabortistas sí quieren obligar a toda la sociedad a vivir bajo sus reglas. Es de un autoritarismo tan ramplón que parece increíble”, critica la autora de El colectivo y La tensión del umbral. “El lenguaje nunca es inocente: habla del mundo –en el sentido de que revela lo que no es explícito– y construye mundo. Nadie que criminalice a una mujer que aborta puede jactarse de ‘estar a favor de la vida’. Todas las mujeres que conozco que tuvieron que interrumpir un embarazo vivieron esa experiencia con un profundo dolor –confirma Almeida–. ¿Vamos a agregarle a ese dolor un estigma de criminalización? ¿Vamos a hacerlas sentir ‘culpables’? ¿Vamos a seguir viviendo en la jaula que juzga y tritura la experiencia humana?”.