La resolución de Servini de Cubría que ordena la intervención del Partido Justicialista merece ser integrada a una antología universal del disparate jurídico. La jueza decide esa medida bajo el argumento de que el partido perdió dos elecciones y algunos de sus dirigentes participaron en frentes externos a su estructura. Lo hace aludiendo a las diferencias ideológicas entre distintos sectores, se permite citar a Perón en sus veinte verdades como fundamento de su decisión y perorar sobre la función de los partidos políticos en la sociedad. ¿Puede sostenerse esta decisión en las instancias judiciales de apelación que incluyen en último término a la Corte Suprema? No cabe estar seguro de lo contrario. Y menos aún sustentar esa seguridad en el absurdo lógico de su redacción y en el insólito antecedente de intromisión estatal en la vida de los partidos que comportaría su ratificación. En el mundo Macri todo es posible. Ya conocemos la prisión de opositores, la adulteración por la gendarmería de las circunstancias en que murió un fiscal, el apartamiento compulsivo de otra fiscal que denunció al presidente por perdonarse a sí mismo y a su familia la deuda por la administración del Correo. Sabemos de maniobras para debilitar a la oposición en el Consejo de la Magistratura, de beneficios arbitrarios a firmas comerciales que forman parte del círculo empresario del presidente. De ocultamiento en materia de empresas radicadas en guaridas fiscales en las que están involucrados varios de los funcionarios del gobierno. Del blanqueo de fortunas familiares con rango de veto presidencial. Sabemos de una legislación de facto nunca debatida en el Congreso que habilita los disparos por la espalda por parte de las fuerzas de seguridad. Nada hay en el lastimoso texto de Servini que contradiga esta tendencia: la arbitrariedad judicial es uno de los pilares del actual régimen político. La persona designada para restablecer el orden en el PJ es Luis Barrionuevo, un símbolo de la nueva política. A su lado aparece en las primeras fotos Julio Bárbaro, quien hace no mucho tiempo fue también candidato por fuera del partido en la elección de 2013, en la que, en dupla con Julio Piumato, conquistó un poco más que el  cero por ciento de los votos. Es decir, no se trata de algo que pueda llamarse una contratación muy prometedora. Se habla también de Eduardo Duhalde para reforzar el equipo; en este caso se trata de otro que confrontó contra el partido en la elección de 2011 y obtuvo un poco menos del seis por ciento de los votos. Parece que el prestigio moral, la fidelidad partidaria y los buenos resultados electorales no han sido el criterio central de la selección.

De confirmarse esta resolución y prolongarse en el tiempo sus consecuencias estaríamos ante un hecho cuyas consecuencias superarían ampliamente los cálculos de alguna trasnochada cena en la que parecería haber sido concebida. Hasta ahora no había habido intervenciones a los partidos en democracia. Y el partido que se acaba de intervenir es hoy algo así como una pieza clave del dispositivo que el macri-radicalismo necesita controlar para asegurar su triunfo electoral en las presidenciales del año próximo. Es decir que la funcionalidad del hecho con la estrategia oficialista es de una evidencia absoluta. Lo que Cambiemos necesita es una fórmula justicialista que reste votos a cualquier alternativa que surja de las conversaciones abiertas entre sectores que se definen a sí mismos como antagonistas al gobierno.

Sin embargo es lícito preguntarse si el PJ es tan importante. Porque el PJ no solamente ha perdido elecciones contra otros partidos sino también contra alternativas conformadas por sus propios dirigentes. Para hablar de las experiencias más importantes cabe recordar las dos veces que Cristina sacó más votos que el PJ (2005, en la que derrotó a Chiche Duhalde,y 2017 en la que obtuvo más o menos siete veces los votos de Randazzo) y la derrota de Néstor Kirchner en 2009 contra un conglomerado en el que sobresalían De Narváez y Felipe Solá. De manera que la portación del escudo partidario no es un proveedor de resultados electorales favorables. La decadencia del voto identitario no es un fenómeno argentino; es mundial y contemporáneo de las democracias “líquidas” surgidas en las décadas del triunfo neoliberal a escala global. Los partidos se han convertido en etiquetas con las que se presentan candidatos que alcanzaron esa condición por fuera de las rutinas de los órganos partidarios; básicamente por su experiencia en el gobierno o por su afortunado rating televisivo. Está claro que la boleta del PJ no puede asegurar ningún triunfo electoral en los tiempos que corren. Pero, claro está, el botín de Servini, de los interventores y, en última instancia de Macri, no es el triunfo del partido sino su capacidad de intervención en la complicada interna del peronismo que involucra también a fuerzas aliadas externas al partido. Si se lee con atención el texto de la jueza, se desprende claramente que el presupuesto básico que lo organiza es expulsar a la fuerza que lidera Cristina Kirchner de toda apoyatura legal en el justicialismo. Es muy visible que el proceso difícil y contradictorio de búsqueda de una plataforma electoral común para sectores diversos del peronismo se constituyó en un toque de alerta para el oficialismo: no está claro que las apelaciones a proscripciones internas surgidas desde el interior, alcancen para bloquear una unidad amplia y programática. La reunión de Gualeguaychú anunciada con bombos y platillos como la salida al ruedo de la “liga de gobernadores” no pasó de una reunión rutinaria de una parte del grupo de parlamentarios que sostiene posiciones complacientes con el gobierno. Al peronismo filo-macrista le falta liderazgo, perfil político y programático y capacidad de convocatoria. No promete mucho. Además es actualmente minoritario en la estructura del partido. “Desde adentro” no había muchas esperanzas, hubo que recurrir a la “justicia”. De lo que se trata es de arrancarle a la principal oposición el porcentaje suficiente de votos justicialistas para que gane Cambiemos.

El problema sigue planteándose en los mismos términos que el primer día de gobierno macrista: para darle consistencia al proyecto de restauración neoliberal no alcanza con un gobierno de derecha, hace falta un sistema de partidos en competencia que esté a resguardo de la amenaza populista. Si el sistema incluye el sello del justicialismo con jefaturas partidarias y candidatos amigables el sistema llega a su perfección. Lejos de ser un síntoma de fortaleza, la intromisión estatal en la vida interna del principal partido de oposición es una cifra de la preocupación del gobierno por el curso que han ido tomando los hechos. El kirchnerismo, lejos de quedar rápidamente fuera de la escena, -como era el plan A de la derecha argentina- sigue formando parte del centro de la vida política del país. No es hoy mayoritario. Pero es claramente, dentro del radio de influencia peronista, la única fuerza con atractivo social propio y con candidatos altamente competitivos. Nadie sabe quién pergeñó la idea de la intervención pero los móviles son muy evidentes. Ni Massa, ni Urtubey, ni Randazzo insinúan avanzar desde su precaria situación actual. Además, como se sabe, con las malas performances electorales, los que apuestan a ganador en el sistema político van buscando otros rumbos. Y en general esos rumbos son los de quienes prometen un mejor desempeño y generan mejores expectativas a los que siguen la carrera política.

El contexto de este bochornoso asalto judicial al sistema político es un claro retroceso de las expectativas populares ante el gobierno. Son los días duros del tarifazo en los que la repulsa popular habilitó un giro “populista” impulsado por el radicalismo, que consistió en mantener todo igual pero repartiendo las facturas de modo fraccionado para evitar la crisis “estacional”. Todo en cuotas y con el interés correspondiente. El compulsivo plan de negocios del círculo poderoso que sostiene y aprovecha la circunstancia macrista no deja lugar para pruritos tácticos ni estratégicos: el powerpoint de las grandes empresas locales y de la oligarquía financiera global no entiende de cálculos electorales. Más bien confía en fórmulas características de la época anterior a la reconquista de la democracia. Fórmulas, hay que decirlo, que han sido actualizadas, “modernizadas” de manera de no violentar el buen gusto liberal e institucionalista. Hay que perseguir, proscribir, reprimir, censurar y apretar de manera tal que eso pueda ser percibido por la Argentina “culta” como actos de justicia. Por eso ahora asistimos a una interpretación mediática del atropello judicial-oficialista en términos del destierro de prácticas antiguas, de la vieja política, de las mafias, naturalmente identificadas con una sola tradición política, la que en su momento le dio cabida en el sistema política a las clases incultas y peligrosas.

Finalmente, de lo que se trata no es de un sello legal. Ni siquiera de un nada desdeñable presupuesto electoral. Lo que está en disputa es una tradición política. Que nació en los arrabales de la incorrección política y del antagonismo social. Y que hasta ahora se muestra esquiva a aceptar su conversión en un partido liberal más del sistema político. Acaso porque ve el destino de la socialdemocracia europea. De una fuerza que nació de las luchas sindicales y sociales, que construyó los pilares de la sociedad de bienestar europeo y que hoy languidece como fuerza de equilibrio de un sistema de competencia en el que siempre ganan los mismos, las grandes corporaciones. Es probable que un mínimo de racionalidad jurídica y política dé marcha atrás con el bochornoso episodio puesto en escena por Servini. Pero intervenido el partido o no, de todas formas el peronismo está decidiendo su futuro en estos próximos tiempos.