Toda la noche he cantau,

con el alma estremecida,

que el canto es la abierta herida,

de un sentimiento sagrau.

A naides tengo a mi lau,

porque no busco piedad.

Desprecio la caridad,

por la vergüenza que encierra.

Soy como el lión de las sierras:

¡vivo y muero en soledad¡

 

Atahualpa  Yupanqui

 

"La última trinchera de la revolución resiste en Oliveros y la anteúltima, en los centros de neumología", fueron las palabras del Turco antes de salir tosiendo hacia la puerta de calle con el propósito de encender otro cigarrillo, abandonando por un instante la mesa de náufragos que flota a la deriva en el centro del bar Mediterráneo. Nos visita de vez en cuando. Proviene de otro naufragio mucho más cruento. Nos lleva diez años, pero ¿quién puede medir el paso del tiempo, en realidad? Si lo intentamos desde las vivencias, entonces la diferencia es mucho mayor que un lustro. Sus historias hablan de una primavera con un Tío, un bautismo de fuego en Ezeiza, exilios, traiciones y puntos suspensivos. Nosotros, paridos por Malvinas, defendemos la democracia como nuestro mayor logro. Al fumador compulsivo lo acompañan voces de compañeros desaparecidos. Nosotros adquirimos dignidad acompañando sus luchas por memoria, verdad y justicia. Al volver a sentarse en su lugar en la mesa, el cabezón De Vita le preguntó, "¿Y cuántas trincheras son, Turco?". "Ni idea, tal vez sean siete, como los infiernos de Dante. De lo que estoy seguro es que son circulares, todas giran alrededor de dos banderas, la vida y la libertad, con las mismas convicciones de siempre por parte de los atrincherados, entregar la primera si es necesario, pero no soltar la segunda". Por respeto a un caminante de territorios, no usamos los celulares en su presencia, nos olvidamos de lo virtual. Sus mayores críticas se centran en quienes hablan del barro sin haberlo pisado. Sigue mirando a los ojos de los necesitados como única estadística. Sabe de miserias repetidas y sufre con cada comedor que se reabre. "Los ricos nunca necesitaron del Estado. Para ellos basta con un padre presente y solvente, herencias de antepasados, montañas de dinero acumulado en el tiempo, o el patrimonio de algún marido exitoso coleccionista de plusvalías. Son entendibles sus vidas  sin riesgos,  lo que nunca pude  entender es por qué  les molesta tanto que existan gobiernos que se ocupen de los más débiles, de aquellos que corren en desventaja. Se afanan por naturalizar lo injusto. Difícil imaginar cuál es su dolor, en qué consiste su miedo. Ignoran que duele por igual a todo ser humano la asistencia para la supervivencia. Enceguecidos por la meritocracia, creen que la dignidad es exclusiva de los acomodados. Desconocen que en los comedores infantiles no existe la alegría que flota en los cumpleaños de sus hijos, que ninguno quiere estar comiendo allí, que la tristeza que habita en los ojos de los niños es la misma que nubla la mirada de los viejos abandonados a su suerte, formando filas para recibir bolsones con ropa y comida. El hastío, la impotencia, la espera, suelen ser caldo de cultivo para rencores y adicciones. Cárceles para pobres, marginación y estigmatización parecen ser los remedios más usados a través de los tiempos." El Turco siempre fue como un ángel de los perdedores, un representante perpetuo de los desposeídos con la cordura de un loco para mantener el mismo discurso a través del tiempo, convencido que los cobardes siempre son los hombres, nunca las ideas. Aquella mañana fui el último en abandonar el boliche. Tras caminar unos metros me tropecé con la humanidad de Pablo, el loco de la plaza, acostado boca arriba sobre la vereda del Banco, fumando lento. Le fascina observar cómo se eleva el humo hacia el cielo mientras se deshace igualito que todos sus sueños. Encerrado en su delirio místico resulta difícil saber si percibe la gente que se mueve a su alrededor. Los clientes de la institución, integrantes de una prolija procesión hacia el altar del cajero automático, presos de un miedo helado a todo lo referente a locura, vejez, pobreza o enfermedad, hacen lo imposible para no mirarlo. "Buen día... ¿Cómo dormiste anoche? " Con malestar evidente, no tardó en responder mi pregunta diaria. "Mal, no pude pegar un ojo. Mis amiguitos invisibles no dejaron de hablarme, de hacerme renegar. Nunca fui buchón, pero voy a tener que hablar con Él, para que intervenga..." Como un perro callejero, que conoce de gestos, silencios y tonos de voces de extraños, me acompañó en silencio hasta el carrito La Tía. Durante la espera, aproveché para preguntarle sobre temas propios de su dominio. "Me podés recordar el mandamiento número ocho, que a mí siempre se me mezclan, viste?" Usando una mueca de sonrisa, pareció burlarse de mi pregunta. "Eso de los diez mandamientos es todo chamuyo, mirá si Él no va tener poder de síntesis? ¡Es uno sólo el mandato!" Como un buen maestro, esperó mi repregunta como grado de interés sobre el tema. "¿Cuál es ese mandato, Pablo?" Masticando con dificultad el primer bocado de hamburguesa, la voz de una boca llena, pareció tener la claridad de una verdad milenaria, "Amarás al otro como a vos mismo y sufrirás con horror el favor."