A primera vista, el juego es una pavada. Te tira una secuencia cortita de sonidos, uno la reproduce, luego te tira más sonidos y así. Una pavada que engancha porque no hay modo de memorizarse el nivel: cuando uno recomienza, propone una secuencia distinta. Eso es Oir, un videojuego “freemium” –o sea, gratis de bajar y jugar, sólo pagás por los updates, ayuditas, vida extra– para pantallas táctiles de Apple desarrollado por los argentinos Antonio Zimmerman (música), Pablo Palacios (diseño), Marcos Torres (programación) y Luis Roach (arte).
La particularidad de Oir es que es el primero de su tipo en utilizar música generativa, es decir, un sistema de patrones musicales en permanente cambio (eso que le interesa tanto a Brian Eno). Si el Guitar Hero y sus émulos tienen unas pistas ya grabadas y los botones pautados de acuerdo a su dificultad, acá eso queda descartado. El juego cambia permanentemente y el atractivo ya no está en el hit musical, sino en poder seguirle el tranco al sistema de juego.
Así, el elemento clave para avanzar en el juego no es la memoria visual ni la auditiva, sino el sentido del ritmo y del tempo del jugador. Y oh, sorpresa: ambos resultan ser más o menos “entrenables”. Con mucha paciencia, claro, y bastante atención. El juego es muy sensible al ritmo, el tempo (variable, como dificultad extra) y los silencios. Las pausas en las secuencias, son igual de importantes (¡o más!) que los momentos para activar cada sonido.
Musicalmente, Oir tira una base de batería electrónica de fondo, algún armónico para dar espesor y las secuencias que activa el jugador, lo que termina de configurar algo más bien cercano a la música tecno o electrónica (sería interesante ver, en un futuro, variantes explorando otros géneros musicales).
El juego tiene tres modos. El más básico va avanzando progresivamente en su dificultad con secuencias limitadas: primero tres o cuatro notas, luego más. Ese se pasa de a niveles, como cualquier hijo de vecino. Este cronista tiene que reconocer que, llegado cierto punto, las sutilezas rítmicas (y quizás cierto vicio incorporado con las síncopas a tierra) frenaron su avance. Pero basta avanzar un poco para desbloquear otros dos modos de juego: uno libre, donde cada uno genera secuencias a su antojo, sin más desafío que no aburrirse a sí mismo, y un modo infinito donde la dificultad escala constantemente y el chiste está en ver cuán lejos llega uno antes de perder. Todo eso se condimenta con distintos instrumentos (es decir, distintos sonidos para las teclas), y cantidad de notas y complejidad de la secuencia.
En el NO nadie asegura que con Oir se aprende música, como prometen sus desarrolladores, pero sí que está bien armado, que se pasa un buen rato jugándolo y que, en el momento menos pensado, uno está porfiando para tratar de sacar “esa” maldita secuencia difícil. Suena bien.