Frida tiene que partir, sin cruzar el mar ni viajar a otro país. Mamá acaba de morir, Papá ya no está y la tristeza de la despedida es tan profunda como un pozo ciego –tan profunda como la mirada de sus ojos–, a pesar de las alegres canciones en el living y el estruendo de los fuegos artificiales que llegan desde la calle. Frida abandona Barcelona y se va a vivir con sus nuevos padres, antes conocidos como sus tíos, a un pequeño pueblo rural de Cataluña. Ese verano será una temporada de cambios enormes: casa nueva, nuevo entorno, nuevos padres, nuevos compañeros de juegos, una hermanita menor que antes no estaba. Y el comienzo de un duelo que hasta ese momento parecía correr por sus venas sin posibilidad de expresarse, como un torrente subterráneo, invisible, doloroso. Verano 1993, primer largometraje de la realizadora española Carla Simón (cuyo título original, Estiu 1993, señala el idioma en el que hablan sus personajes: el más estricto catalán) tuvo su premiere mundial en el Festival de Berlín 2017, seguido por un estreno relativamente pequeño en su país de origen. Catorce meses más tarde, la película terminó haciendo una notable carrera nacional e internacional y a los viajes a festivales de todo el mundo –incluido el Bafici– se les sumarían ocho nominaciones a los premios Goya, de los cuales terminó ganando tres, incluido el de Mejor Dirección de una ópera prima. Mañana, luego de algunas demoras, se estrena finalmente en la Argentina
“Ha sido muy loco. Hay muchas cosas que cuando haces una primera película no sabes que existen, entre ellas la recepción que va a tener”. Así describe sus sensaciones Carla Simón luego de un año agitado, en comunicación exclusiva con PáginaI12 desde Barcelona. “Ni siquiera sabía que el día después del estreno en Berlín saldrían todas esas críticas. No entendía ni siquiera por qué alguien quería hacerme una entrevista. De repente, toda esa locura. La verdad es que es un milagro. La parte de las galas y las alfombras rojas es un poco marciana, no sé si tiene que ver mucho con el tema de hacer cine, pero la verdad es que lo pasamos bien”. Los padres de Simón murieron como consecuencia de las complicaciones del virus VIH en los años noventa y Verano 1993 es uno de esos relatos en los cuales el componente autobiográfico es no sólo evidente sino esencial a su construcción. Sin embargo, como la realizadora se apura en aclarar, no deja de ser un trabajo de ficción, elaborado luego de un par de cortometrajes que también basaban una parte de su estructura en seres humanos y circunstancias reales.
“En 2014 terminé de estudiar en Londres un master en cine y allí presenté mi corto de graduación”, detalla la realizadora, nacida en Barcelona hace 32 años. “Antes de eso ya me había planteado la historia de Verano 1993 –o al menos una parte de ella– y comencé a escribirla en formato de cortometraje. Pero luego me di cuenta de que necesitaba más tiempo para contar todo eso. Hay incluso un trabajo previo, un corto que se llama Lipstick, que trata sobre dos chicos que encuentran a su abuela muerta; fue allí donde me di cuenta de que me interesaba el tema de cómo los niños se enfrentan a la muerte. Luego hubo otro cortometraje, Las pequeñas cosas, que habla un poco de la relación entre mi tía y mi abuela, personajes que luego estarían presentes en Verano 1993. El proceso de escritura del guion fue muy bonito y más fácil de lo que está resultando ahora el siguiente (risas). Quizás era que tenía muchas cosas dentro. Me instalé unas semanas en la casa de mis padres, escaneé las fotos de cuando era pequeña, hablé mucho con ellos y fui recogiendo información, cosas que me contaron y que no recordaba. Ocurre que mis recuerdos de aquella época no son tan nítidos, me acuerdo más de cómo me sentía en general que de anécdotas concretas. Leí mucho sobre psicología infantil para tratar de entender lo que había vivido; también sobre los procesos de adopción, de manera de poder dibujar un poco mejor el viaje emocional de la niña. Al mismo tiempo, fue un proceso de distanciamiento de mi propia historia porque, al fin y al cabo, mi verano de 1993 fue distinto al de la película. Todo terminó evolucionando hacia el terreno de la ficción”.
–¿Cómo fue el proceso de casting, en el cual terminó hallando a la debutante Laia Artigas, la magnífica protagonista de su película?
–Le dedicamos muchísimo tiempo, unos cinco o seis meses, hasta que encontramos a las dos niñas. De hecho, Laia fue la penúltima chica que vimos. Básicamente, la premisa era encontrar niñas que se parecieran a los personajes que había escrito. La idea era que podían ser un poco ellas mismas, pero jugando a interpretar las escenas de la historia. Les hice muchas preguntas personales para ir comprendiendo cómo eran ellas y qué puntos en común podían tener con los personajes. Laia tiene mucho de Frida y Paula Robles tiene mucho de Anna –su nueva hermana en la historia– y la magia se creó al juntarlas. Tuvo que ver con sus personalidades, pero también con el hecho de que podían entrar en el juego, que no es algo tan fácil. Hay también algo ligado a la fotogenia, porque creo que en la mirada de Laia hay una cierta ambigüedad que es muy interesante. Esto es algo que vale para todos los actores, pero en particular para los niños: que puedan despertar el deseo de filmarlos. La búsqueda fue realizada en escuelas públicas, así que ninguna de ellas tenía experiencia actoral previa. Pero son muy pequeñas, así que es normal que no la tengan.
–¿Fue sencillo el rodaje o el hecho de dirigirlas resultó más complejo de lo esperado? El resto del reparto está integrado por actores profesionales, entre otros Bruna Cusí y David Verdaguer, los nuevos padres de Frida.
–Filmar con niños es algo bonito, pero a la vez se transforma en el centro de atención del rodaje y tienes que adaptarte a ellos –tanto tú como director como el resto del equipo– y eso condiciona todo. Para empezar, puedes filmar menos horas; la restricción es muy fuerte y no puedes trabajar más de seis. Debes estar muy pendiente de si se cansan o no y utilizar la psicología para obtener lo que necesitas. En segundo lugar, tienes que estar listo cuando ellas lo están y eso significa que cada departamento debe sacrificar un poco lo suyo, su excelencia, para estar al servicio de ellas. A veces para el equipo no es fácil y quizás te gustaría estar tomando otras decisiones con más calma, pero no puedes porque lo prioritario son ellas. Finalmente, en este caso estaba intentando poner en imágenes mi propia infancia y tenía una serie de imágenes en la cabeza que muchas veces no eran iguales a aquello que ocurría delante de la cámara. Fue una suerte de lucha interior. Tuve que dejar de pensar en eso y aprender a mirar lo que ocurría con esos actores en esas locaciones. Sí tenía en claro que quería obtener un tono muy naturalista y para conseguirlo hay que aprender a mirar, adaptarte y olvidar lo que tienes en la cabeza. Lo que al principio fue una especie de frustración finalmente se transformó en satisfacción: con esa imagen previa o sin ella la historia quedó contada.
–La película está elaborada a partir de un equilibrio entre planos extendidos en el tiempo y un trabajo de edición muy preciso. ¿Resultó más sencillo que el rodaje?
–El montaje siempre es más tranquilo, puedes pensar un poco más las decisiones. El inicio del montaje fue un poco duro, precisamente porque me di cuenta de que las escenas no coincidían con las ideas previas. Pero cuando acepté que lo que tenía era tanto o más interesante que lo que había imaginado todo comenzó a fluir. Supongo que eso es algo que les pasa a todos los directores. Descubrimos que había cierta magia en estos planos–secuencia con las niñas, que había cierto error en el buen sentido, algo sorprendente que ni siquiera habíamos notado en el momento del rodaje. Para mí las imágenes estaban muy vivas. Por supuesto, quedaron escenas fuera del corte final. Por ejemplo, había momentos de Frida con los niños del pueblo que se entrometían con su viaje emocional y el de su familia, y no tenía demasiado sentido que quedaran. En realidad, lo que hicimos fue pulir, limpiar, depurar, y mantener siempre el punto de vista de Frida, que cada decisión de dónde entrar y salir de una escena estuviera marcada por su mirada. Poder entender sus emociones era esencial.
–Verano 1993 no es una película “sobre el sida”. De hecho, no se nombra la enfermedad o sus consecuencias en ningún momento. Es de suponer que esa fue una decisión muy consciente de su parte.
–Eso estuvo presente siempre, desde el principio de la escritura del guión. Yo no supe que mis padres habían muerto a causa del sida hasta que tuve doce años. Si la historia está contada desde el punto de vista de la niña ella no puede saber qué es la enfermedad y, por lo tanto, la palabra no debía escucharse. Por otro lado, había que hacerle saber a la audiencia por qué murieron los padres, era importante que eso estuviera presente. En España murió mucha gente en aquellos años. Esa escena donde ella se cae y se hace daño en la rodilla no recuerdo haberla vivido y, de hecho, no creo que mucha gente en el pueblo supiera de qué habían muerto mis padres. Esa es una invención para poder indicarle ciertos detalles al público. Una invención que era factible que ocurriera en ese momento, porque así era como se trataba el sida. Había mucho miedo, mucho desconocimiento y la gente hacía esas cosas.
–Hay otro detalle muy interesante en la relación entre Frida y su abuela, que es muy religiosa e insiste en hacerle rezar a su nieta. De alguna manera, eso es procesado por la niña y transformado en algo cercano al pensamiento mágico.
–O en algo pagano, sí. En realidad, es algo sobre lo cual se puede generalizar un poco respecto de muchas familias españolas. La generación de nuestros abuelos era profundamente católica y la religión ocupaba una parte importante de sus vidas. Personas con valores en general muy conservadores, incluso de derechas, muy de seguir las viejas tradiciones. Siempre pensé en esto: ¿cómo fue les salieron siete hijos de izquierda y ateos, que no comparten esos valores? ¿Qué pasó entre esas dos generaciones para que los valores sean tan distintos? Creo que es fruto de la época: murió Franco, apareció una idea de libertad en el buen sentido, y los jóvenes tuvieron un revivir, un romper con todo lo viejo. Nuestra generación comparte valores de una manera mucho más cercana con nuestros padres que ellos con los suyos. Mi abuela siempre estuvo obsesionada con el hecho de que nosotros no estuviéramos bautizados y ella realmente me hacía rezar el padrenuestro. Y yo lo hacía, para no mentirle. Como ella sabía que mis padres no me iban a contar nada religioso lo hacía ella. Pero cuando pasa algo así te llegan las cosas un poco a medias: el Padrenuestro lo sabía mal, lo interpretaba a medias. En la película, la abuela le cuenta algo, la niña se encuentra una virgencita y se inventa su propia película, porque su referente religioso no está allí junto a ella. Todo se va transformando. De pequeña nunca le llevé regalos a una virgen, pero sí me acuerdo de rezar un padrenuestro cada vez más reducido, al punto de que terminé armando una versión propia.
–Si hay algo que Verano 1993 evita, a pesar de los temas dolorosos que trata, es la sensiblería.
–Es algo que no me había planteado hasta que se presentó la película y mucha gente, periodistas, me dijeron algo similar. Supongo que la respuesta es que eso es algo que no me gusta. Porque cuando lo veo me ofendo. Me ofende cuando te están contando una historia y te indican cuándo debes llorar. No me gusta cuando como espectador sientes que el que está contando la historia quiere que llores sí o sí. Me sale de manera natural intentar que eso no ocurra. Mi corto previo, Las pequeñas cosas, era un poco frío y el reto de Verano 1993 era contar la historia con menos distancia emocional, seguir los sentimientos de la niña. Yo tengo la tendencia a contar las historias con cierta distancia, pero acá el relato pedía otra cosa. Creo que quedó a mitad de camino. Fue algo intuitivo, no planteado de antemano.
–¿Siente que su película se suma a una cierta tradición del cine español ligada a una representación de la infancia alejada del ideal de la inocencia absoluta?
–Sí, claro: los niños no son sólo seres inocentes, sino que pueden tener muchas caras. Esa zona oscura los niños la tienen y es muy fuerte. Si nos acordamos un poco de nuestra propia infancia creo que estaremos de acuerdo. Yo nunca llevé a mi hermana al bosque para esconderla, pero sí que me hubiera gustado hacerlo. Dibujé una Frida un poco más valiente de lo que yo era de niña. Me parece que la psicología infantil es muy compleja; a veces como adultos intentamos simplificarlo, pero no es así. Y lo que le ocurre a Frida es que está muy herida y cómo no sabe cómo gestionar ni expresar sus emociones, entonces le salen por otro lado. Por supuesto, Cría cuervos y El espíritu de la colmena son grandes inspiraciones, porque también hacen algo parecido.