Nora Avaro enseña literatura argentina del siglo XX en la carrera de Letras de la Universidad Nacional de Rosario. Es una profesora extraordinaria; brillante en sus exposiciones, polemista, entusiasta, convincente. La enumeración. Narradores, poetas, diaristas y autobiógrafos, su primer libro, recoge dieciocho ensayos sobre literatura argentina y uruguaya que escribió y publicó en diversos medios especializados a lo largo de los últimos quince años. El volumen fue editado por Nube Negra y forma parte de la reciente colección Paradoxa, cuyo título rinde homenaje a la revista que Juan Bautista Ritvo -‑uno de los fundadores de la editorial-‑ y Alberto Giordano -‑director de la colección-‑ hicieron entre mediados de los años ochenta y fines de los noventa; uno de los espacios de pensamiento y escritura que dio a luz a una generación de críticos literarios formidables, de la que Avaro forma parte.

Para los que tuvimos la suerte de oír a Avaro en sus clases, acercarse a los ensayos de La enumeración es una experiencia muy reconfortante: ahí está su voz; ella sigue pensando y diciendo para nosotros con el mismo talante a un tiempo enfático y matizado y con el mismo rigor intelectual, sin recurrir a la jerga ni a la sintaxis inútilmente enrevesada con la que a veces la crítica académica encubre la sequía de ideas. Para los lectores nuevos, desprevenidos, será, en cambio, una sorpresa deslumbrante: una serie de textos breves, llenos de ideas, intuiciones, ocurrencias, descubrimientos que vuelven a arrojar luz sobre escritores muy transitados por la crítica -‑Silvina Ocampo, Borges, Pizarnik, Aira‑-, o que apuestan por otros más marginales, como Salvador Benesdra, Pablo Pérez o Jorge Baron Biza. En todos, sin embargo, Avaro realiza una operación similar: cada reflexión particular sobre un aspecto, elemento compositivo, recurso o procedimiento textual, le permite elaborar una conjetura sobre las formas en que la literatura produce pensamiento: pensamiento del mundo y de sí misma. Así, por dar apenas un ejemplo, en la lectura que hace de los textos autobiográficos de Darío Cantón apunta: "A diferencia del otro gran género confesional, el diario íntimo, que soporta una vida en presente y en proceso -‑y siempre en proceso de desintegración-‑, la autobiografía está toda en el pasado, en la memoria o en el archivo, en el documento (la carta, la foto, el expediente, la nota periodística, el dibujo infantil, los manuscritos, el informe e incluso el diario personal) y es fuertemente integradora".

Otro rasgo singular de la escritura de Avaro es la presencia, tímida pero siempre significativa, de la primera persona. La ensayista está allí, aunque no diga demasiado de sí misma, mostrando los desvíos íntimos de que está hecho su camino, su aventura crítica. En el relato del recuerdo infantil que guarda de Gabriela Saccone ("La poeta menor") o en el de la noche en que, después de emborracharse con la autora, leyó el primer capítulo de Melincué, de Cecilia Muruaga ("La laguna"); en la accidentada entrevista a Marosa Di Giorgio ("Un planeta absoluto"), o en el relato del frustrante encuentro con Hebe Uhart ("Canastas tobas"), aunque en ambos casos, la decepción entregue, como final feliz inesperado, el germen del ensayo. En este último, la anécdota narrada y el "tema" del ensayo se enlazan magistralmente: como Uhart se proponía escribir una crónica sobre Rosario, Avaro asiste a la cita munida de una lista de leyendas urbanas ‑-le apuesta, más que a ninguna, a la de los perros suicidas del Parque España-‑, pero enseguida comprende que no era eso lo que la escritora buscaba: "lo que Uhart quería no eran perros rosarinos melancólicos sino ¡datos! ¡datos!, los necesarios en la vida y en los cuentos: la ley de matrimonio civil de Nicasio Oroño. De los misterios, incertidumbres, excentricidades, de los aprendizajes y de la realidad ya se haría cargo la literatura".

A la anécdota le sigue una reflexión sobre la sutil distinción que existe, en el devenir de algunos personajes de Uhart, entre aprendizaje y crecimiento: "En el aprendizaje hay progreso y motivación; el crecimiento, en cambio, irrumpe sin causa, al menos sin causa eficiente, ni final, ni aristotélica: un estirón". Se puede pensar, siguiendo esta argumentación, en la labor de archivo del artista como aprendizaje -‑la cronista que lo pregunta todo-‑ y en el trabajo de escritura como el "estirón", el momento inventivo en que la realidad toma una dimensión inusitada, incalculable. Algo parecido se podría decir de la labor crítica de Avaro, que siempre se anima a dar el salto del conocimiento a la revelación, de la anécdota al hallazgo iluminador, del estudio crítico al ensayo. En las últimas líneas del texto sobre las crónicas de viaje de María Moreno ("El camello") realiza una vigorosa declaración de principios: dice que cree en la verdad de la ficción, y enseguida pronuncia la frase faro de todo el libro: "Para merecer la realidad, hay que inventarla". Avaro nos conmueve con la fuerza persuasiva de su propia invención. Por eso merece la literatura: es ella misma una escritora, y de las buenas.