Ayer pensaba que la información que te envié podía resumir (esas cosas hermosas que tiene la vida) la experiencia más apasionante y enriquecedora que puede llegar a vivenciar una persona; pero hoy, cuando pasaron doce horas y ninguna para nuestro sueño, debo confesar mi asombro e inmovilidad, producto, como habrás podido leer en los titulares de Europa y América, de la sinrazón de tantos comentarios frente a la existencia miserable a que están siendo sometidas tantas personas. No estamos arrepentidos de nada. Simplemente nos cuesta discernir la dirección incongruente que parece perseguir el presente, y nos preocupaque el futuro no aparezca dibujadoen algún lugar concreto o abstracto.

De todos modos, como le gustaba repetir a Bioy Casares, estoy segura de que sin la literatura yo no hubiese podido preguntarme nada de lo que uno cree necesario preguntarse cada vez que se enfrenta a situaciones que le cambian la vida. En estos días se me hizo presente esta reflexión una y mil veces, y siempre el punto de referencia tenía que ver con lo que me contó Ariel el domingo pasado.

Please, te pido por favor no le digás que estuve nombrando a Pierce, ya me tiene cansada con esa cantinela, y menos se te ocurra comentarle los íconos maravillosos que abundan en cualquiera de los medios locales. Aunque te parezca extraño o innecesario, es una discusión que solamente nosotros queremos resolver. Me gustan tus comentarios, tus sugerencias, tus críticas o elogios, ya que es parte de tu naturaleza (y la de todos nosotros), pero insisto, aunque te parezca un capricho, creo que el aprendizaje debe ser lo suficientemente libre como para permitirnos encontrar nuestras propias respuestas.

Quizás los acontecimientos que ponen a prueba nuestra existencia sean la causa explícita o necesaria de aquello que tanto nos cuesta asir en la vida cotidiana. Por supuesto, ante situaciones extremas tenemos dos caminos inconciliables: o caemos junto con la desgracia que nos conmueve, nos hacemos carne de ese destino impronunciable, o abducimos, desviamos la percepción actual y comprendemos que no hay solución de continuidad entre ésta y la atribución de un significado. ¿Golpearon a la puerta una voz y un nombre? Claro, justamente de eso estamos hablando.

Ariel siente vergüenza al hablar de estas cosas. Y yo lo comprendo. Su silencio es respeto; su atención, imperturbable, es amor o comprensión, y su pensamiento (¿por qué debería ser de otra manera?) refleja sabiduría o una saludable convicción. El lo dice con otras palabras. Dice que las lágrimas son la pintura del alma. Yo me río y le digo que así son los haikus. Aunque es difícil ver llorar a un oriental. Pero es verdad que hay lágrimas para todos los gustos. Hay lágrimas contenidas ("Heidi era un dbujo oriental", me dijo impostando la voz) que para sostenerse en el tiempo y lograr su objetivo se apoyan en la comisura de los ojos. Pero también están las que se mezclan con la risa y hasta se transforman, tarde o temprano, en carcajadas. Y así, en un orden que parece responder a una lógica típicamente humana, se suceden las más diversas y eclécticas lágrimas.

Muchas veces lo escuché repetir con un esfuerzo literal que la historia avanzaba en línea recta y no retrocedía. "¿Cómo puede ser que lo que leemos hoy, 20 de abril de 2016, mañana descienda y se pierda en un abismo congelado?". Es cómico. No sé si se lo percibía. Yo no se lo discutía, porque sabía que no era lo mismo decir historia que tiempo. El tiempo llegaba cuando me daba cuenta de que pasaba, cuando parecía suspender ese instante y decidía hacer algo. Algo: salir de casa, caminar hasta la parada del colectivo y buscar un bar para tomar algo, leer un libro aunque estuviese sentada. No se trataba de andar de acá para allá buscando algo. Claro que hacer es movimiento, pero eso no significa que un cuerpo deba recorrer el espacio. Cuando compré un reloj, por ejemplo, creía que me iba a ayudar a controlar el tiempo de mis clases, pero lo único que hacía era confirmar lo que pensaba. Ariel, en cambio, lo ve, lo pesa, tal vez sienta miedo y se equivoque, o se esconda, o no hable. Yo me preguntaba si tenía sentido pensar qué lo animaba. No veía que fuera diferente a como él se miraba. Las mujeres seguíamos siendo como alguna vez lo habíamos demostrado: prácticas, ajenas a cualquier instrumento que marcase lo que podíamos hacer y cuándo dejarlo. Eso era lo que no cuajaba: Ariel se esforzaba para sostener una historia que avanzaba, pero al mismo tiempo aceptaba (sin cuestionarlo) lo que su memoria dejaba atrás y su presente teñía con un color aguado.

Lo raro es que cuando hablamos de su infancia dice que no recuerda nada, y que recién a partir de los once años comenzó a tener una idea clara de lo que le pasaba. Es cierto que no tener recuerdos precisos de un período determinado es sinónimo de felicidad, pero también es cierto que tenemos la capacidad de enterrar las cosas que nos hicieron daño. Si la manera que tenemos de lidiar con el tiempo puede prescindir de un testigo que lo resguarde, ¿por qué entonces nuestra memoria hace suyas las preguntas que saca de la historia? No sé, me cuesta aceptar el significado de esa palabra. La palabra historia tiene tantas caras que suelo confundir disciplina con vivencias personales, recuerdos con personas que los hicieron reales, pasado con la posibilidad de abrir la boca y decir lo que estoy pensando. Muchas veces veo en Ariel lo que a mí me cuesta reconocer, porque suelo reservar mis juicios inmediatos. Aun cuando sepa que no representan nada, solo lo que una persona acepta o rechaza, comparte o espera que otro momento sea el adecuado. Los juicios inmediatos, las intuiciones que me permiten correr con el tiempo y proyectarlo, mis actitudes ante quienes demuestro lo que siento y puedo transformarlo en acto, todas estas cosas que me acompañan hacen del tiempo un mero recurso que puedo olvidarlo. Soy yo, sigo siendo, puedo pensar que no tengo memoria y seguir adelante, que me cuesta reconocer las cosas que pienso y por lo tanto mi presente puede ser tan liviano como esos recuerdos que se van transformando. La diferencia con mi memoria colectiva es que tengo o debería tener la suerte de presenciar lo que otra persona tiene para contarme.

Perdón, estoy perdiendo la irresponsabilidad que tenemos cuando hablamos. Me concentré tanto que no se me ocurrió exaltar mi seriedad para reírnos un rato. Vos decís que tomo distancia, que la cosas llegan pero se detienen donde estoy mirando. ¿Sabés de qué me acordé? De Contacto, la película que protagoniza Jodie Foster en ese viaje que nunca sale de la atmosfera pero para ella representa lo que tanto anhelaba: reencontrarse con su padre. Me acordé porque durante el interrogatorio no puede tomar con humor lo que nadie puede creer y creer al mismo tiempo que no sea cierto. Su prodigiosa inteligencia está impregnada de un espíritu que no puede no creer en lo verdadero, en el olor fiel de las primeras cosas. Si para vos reírse está en esa naturaleza que caricaturiza a quienes pueden estar o no a tu lado, para mí, en cambio, mi risa a veces es una sonrisa que suele no tener importancia. A veces me veo en una situación en la que no puedo ocultar ni obviar lo que creo, porque fue la experiencia lo que me llevó a pensarlo. Y no me gusta pensar que por ser parte de mi intimidad debo ocultarlo. A pesar de que me parezca tan sano. Pero cedo, me dejo llevar por eso de que no es para esos espacios. Y está bien, sé que es así, como cualquier cosa que aceptamos.

Una vez estábamos leyendo el fragmento de una nota que Ariel había encontrado en la cancha, y nos reíamos porque alguien había imaginado a un hombrecito simulando un experimento que achicaba su figura delgada. Tanta ingenuidad nos hacía decir que no podía no ser delgado. Después vimos que más abajo estaba la foto de un bandoneón construido por la única persona que en este país lo había hecho y lo seguía haciendo. Era italiano, o descendiente de italianos, como los abuelos de Ariel y los míos por parte de mi madre. Había llegado dos horas antes, a la cancha, o más, y la bandeja de los visitantes estaba vacía, con papelitos o basura que el viento empujaba. Pero esa hoja era diferente. Tenía todo el tiempo. Y las páginas a colores no le quitaban espacio a lo que para él ya era una historia. Me gustó escuchar eso. Parecía un momento, con un poco más o un poco menos de tiempo, porque esa hoja que podía tener cualquier fecha le había permitido decir que esa historia comenzaba cuando era indistinto ponerse a la par de quien llevaba el nombre de todos y la incertidumbre vívida de un devenir anclado en la vida. En lo que había sido la vida. En lo que es, lo que sigue siendo y lo que sería. No sé si tiene importancia algo que cae de ser obvio. Me lo pregunto pensando en lo que podés pensar vos. Tan simple como cuando caminábamos por el barrio y sentíamos por los objetos tirados el mismo ánimo que los gajos de noche en las ventanas.

¿Te acordás cuando dibujabas las caras de esos hombres que te impresionaban? Las arrugas, el pelo blanco, el lápiz negro que dejaba ver los ojos claros. Una vez te pregunté qué te gustaba encontrar en esas arrugas que parecían más reales, y me dijiste calma. Con el mismo gesto. Como si esas personas aceptaran lo que se veía a su lado. Como si abrir los ojos les alcanzara. No era la vida. O el mundo. No necesariamente. Creo que dijiste que no lo veías, pero te dabas cuenta. O que te dabas cuenta cuando lo veías. No pesaban. No incomodaban. Después vi que lo que admirabas, o anhelabas, no estaba. Y me pareció tan natural que nunca se me ocurrió decírtelo. Me pude ver a mí misma distraída y volviendo a escuchar lo que se hablaba como si nada hubiese pasado. Pero eso es bueno, ¿cierto?