Desde Barcelona
UNO Al final de esta semana se experimentará algo así como haber alcanzado la cumbre de una montaña, un mirar hacia abajo y, de pronto, descubrir que no se alcanzó ninguna cima sino que la cuesta continúa y que cuesta cada vez más subirla.
Pero quedan unos días de gracia hasta asumir esa desgracia y muchas gracias por ellos. Bienvenida sea la frágil y falsa tregua del resumir lo que pasó sin necesidad de pensar que a la brevedad habrá que reanudar ese ascenso imposible de desanudar. Cuando allá iremos de nuevo, una vez más a la brecha, queridos amigos, pero sin nada ni nadie parecido al coraje o inspirado por la figura de un Henry V. Y con mucho y muchos que es y son, más bien y más mal, todo lo contrario.
DOS Y cómo distraerse del misterio tan obvio de lo que vendrá en el que se sabe a la perfección la identidad de la víctima (uno) y del asesino (casi todo lo que nos rodea). Hace ya tanto que este ejercicio obvio y reflejo pasa por dos movimientos opuestos pero complementarios. La síntesis de lo que pasó en esa abstracción de los últimos doce meses y el fantasear con lo que nos gustaría que pasara en los próximos doce meses. Y así –contracción y expansión, en un movimiento parecido al del corazón bombeando sangre al cerebro– se va pasando la más o menos larga vida. Y se viene el breve paso de la muerte que, en realidad, será algo a vivir por aquellos que permanecerán aquí por un rato mientras el supuesto inmóvil para siempre se aleja y se aleja. Y tal vez sea eso lo más parecido que hay a la inmortalidad: no el respirar para siempre, sino el permitir que le respiren encima a uno no por toda la eternidad sino (de no haber dejado un rastro imborrable en la historia de la humanidad) hasta extinguirse la memoria del último ser más o menos querido o menos o más odiado que te recuerde.
TRES Sin embargo, algo sí ha cambiado en la naturaleza de estos últimos días, piensa Rodríguez. Antes –o al menos así lo recuerda él–entre el 24 de diciembre y el 6 de enero poco y nada pasaba que no fuese el fuego artificial y la resaca genuina y el pánico de la huida considerada ante las próximas facturas a pagar por tanto plato y botella y árbol y regalo. De ahí que todo pasase –en las páginas de periódicos y pantallas de noticieros– por el tan prolijo como caprichoso recuento de los greatest hits y los aún más grandes impactos (no necesariamente positivos, por lo general negativos) del curso que llegaba a su desembocadura. Uno de los reflejos más automáticos era el de erigir, verticales, las estatuas de los caídos. Y no hay quien no coincida en que el ‘16 ha sido un almanaque luctuoso en lo musical con –entre muchos– el encenderse/apagarse de la estrella negra de David Bowie, con Prince subiéndose al ascensor para descender a su órfico inframundo, con Leonard Cohen cayéndose yendo de la cama al baño o algo así, y con el hello-goodbye de George “Quinto Beatle” Martin: lo más parecido a un literario Maxwell Perkins que tuvo el arte y negocio de la música pop.
El ’16 fue también el año en que dos fantasmas literarios regresaron con fuerza y Rodríguez los recibió como regalos navideños y los está invocando con placer ahora mismo. Por un lado el ya muy reconocido David Foster Wallace en antológica recopilación Portátil pero contundente. Por otro, la hasta ahora no muy conocida Lucía Berlin en su Manual para mujeres de la limpieza: mejor que Raymond Carver, por una vez fenómeno de ventas respaldado por la calidad aunque (mensaje para elfos marketineros) a Rodríguez todavía la falta cruzarse, por pura curiosidad y por querer conocer toda la historia y no apenas una parte, con alguna foto de esta escritora de obra curtida en la que luzca como en sus últimos tiempos y no como una juvenil y encandiladora Laura Palmer a la que la vida aún no la ha tachado y editado.
En lo que hace al cine y a la actuación, no pasa mañana en la que Rodríguez no dedique una plegaria a Alan Rickman.
Y también murió Henry Heimlich, inventor de la Heimlich Maneuver, ese abrazo de la vida que te dan por la espalda para que escupas ese pedazo de pavo que se te atoró en la garganta durante la cena del 31 de diciembre y que no te deja respirar y que te convierte en anécdota a ser repetida por los años de los años, amén. Rodríguez aprendió a hacer esta maniobra luego de escuchar a John Irving –durante su paso por Barcelona para presentar una de sus novelas– adoctrinando a la audiencia con que es algo que todo adulto responsable debería saber ejecutar. Y Rodríguez –responsable adulto todo– se tomó el tiempo de aprenderla siguiendo las instrucciones de un video de YouTube y practicando con su hijito quien lanzaba carcagritos de esos que lanzan los niños cuando no saben si llorar o reír. Pero, claro, lo importante de la Maniobra Heimlich no pasa sólo por saber hacerla. También tienen que saber hacerla todos los que te rodean. Así, Rodríguez podría salvar a los suyos y hasta a algún desconocido en un restaurante si toca; pero nadie cercano podría salvar al cada vez más insalvable Rodríguez.
CUATRO Pero ahora no, ahora pasan cosas todo el tiempo, ahora los acontecimientos se precipitan hasta la última campanada y cualquier cosa puede pasar a último momento y suceder lo que nadie se esperaba: el Brexit y el referéndum colombiano y el advenimiento de la Era de Trump y Marie Le Pen en el horizonte y gente que se disfraza de payaso para asustar en la noche y todos esos poseídos subiéndose a camiones cuyas bocinas no suenan a “La Cucaracha” sino que aplastan a todo lo que se les ponga a tiro y neumático aullando un “Alá es grande” mientras estás comprando adornos para el arbolito o tomándote un helado junto al mar y…
El nuevo y muy comentado libro del triple Pulitzer y autodefinido “explanatory journalist” en The New York Times Thomas Friedman –Thank You For Being Late: An Optimist’s Guide to Thriving in an Age of Accelerations– recuenta la trama de este mundo vertiginoso y sin narrativa lógica. Pero –atención– el consuelo que acaba ofreciendo Friedman tiene algo de desesperante: más temprano que tarde, el ser humano es un organismo que acaba adaptándose a cualquier cosa. Aunque ahora se enfrente a algo que hasta ahora nunca se enfrentó. A una “supernova” compuesta por tres fuerzas actuando en enloquecido sincro: la revolución enloquecida de una tecnológica que no deja de anticuarse y renovarse con cada modelo de iPhone y que en dos o tres décadas cambiará para siempre al mundo tal como lo conocemos hoy cortesía de la Singularidad, con la volatilidad de mercados en manos de fuerzas desconocidas, y con el cambio climático enloqueciendo los almanaques de siembras y cosechas. ¿La “solución” de Friedman? Esforzarse por recuperar cierta “lentitud” como territorio donde se piense antes de actuar y se imagine antes de creer. Pero, claro, no es sencillo conseguirlo en un mundo que ha iniciado su desglobalización y en el que, ahora, cada cual parece querer atender su juego y que la prenda le caiga a otro, al de al lado o al de allende los mares, da igual. Y que, por favor, no venga aquí, a cantar villancicos a mi puerta. Y que me deje disfrutar de la fiesta en paz y de ese espacio blanco y misterioso entre todas y cada una de las doce campanadas que aquí comienzan a sonar, lentamente, mientras todos tragan bocados grandes y se abrazan, pero sólo Rodríguez mastica mucho y maniobra y piensa en Henry Heimlich.
Feliz año lento.