Tenía 60 años y en su juventud había salvado una galaxia muy, muy lejana, varias veces. Carrie Fisher murió ayer por la tarde por las complicaciones de un infarto que había sufrido el viernes pasado, mientras llegaba en avión a Los Angeles, Estados Unidos. La actriz era mundialmente célebre por su interpretación de la princesa Leia Organa, personaje fundamental en la saga La guerra de las galaxias, de George Lucas. Sus detractores dirán que nunca levantó vuelo más allá de ese papel. No faltará quien diga que tampoco era una actriz particularmente talentosa. Quizás esos críticos tengan razón, pero lo cierto es que tampoco importa mucho: su rostro se convirtió en uno de los íconos más reconocibles de la cultura popular, su imagen inspiró a generaciones de niños y niñas que hoy la lloran en el cuerpo de adultos, todavía seguros de que, en cualquier momento, puede convocar una gran flota espacial y a los mejores guerreros jedi para enfrentar cualquier Imperio.

La guerra de las galaxias. Episodio IV: una nueva esperanza (1977) fue la segunda película que filmó Fisher. En su experiencia previa – Shampoo, de Hal Ashby, con Warren Beatty– su papel ni siquiera figuraba entre los personajes principales. Es que por entonces la creación de George Lucas estaba lejísimos de ser la franquicia sideralmente exitosa que es hoy. Tan poco potable era el proyecto, que Lucas contrató a actores del montón, poco conocidos. El único que asomaba la cabeza por entonces –y que pudo despegarse luego de la saga– era Harrison Ford. Y como no podía pagarles lo que correspondía, Lucas los compensó ofreciéndoles un mejor contrato en las regalías del merchandising. Ninguno imaginó que ese podía ser el comienzo de una fortuna que parece inagotable. 

Las regalías de la saga le permitieron a Carrie Fisher explorar los rumbos que quiso, incluyendo varios trabajos como guionista y autobiografías en la que habló con buen humor sobre sus fracasos amorosos y sus intensas –por usar un eufemismo– experiencias con las drogas. De hecho, estaba tan orgullosa de su labor literaria como de su lugar como figura de la cultura pop, aún cuando sus guiones tampoco se convirtieron en éxitos. 

Fuera de la saga Star Wars, actuó en Blues Brothers (o Los hermanos caradura) como “Mistery Woman”; interpretó a April en Hannah y sus hermanas, de Woody Allen (probablemente su papel más legitimado); y tuvo papeles secundarios en Cuando Harry conoció a Sally, en Austin Powers y la secuela de Los ángeles de Charlie. Pero tuvo que volver a su icónico personaje en series animadas y videojuegos y se interpretó a sí misma en algunas series, incluyendo The Big Bang Theory.

Como muchos de sus compañeros de elenco, jamás pudo despegarse completamente del personaje de la Princesa Leia, e incluso al día de hoy su papel se sigue discutiendo. Por un lado, porque el personaje sigue vigente gracias al revival de la franquicia (Fisher volvió a Leia en Episodio VII: el despertar de la Fuerza hace dos años y su yo-joven fue replicado digitalmente para la flamante Rogue One). Por otro lado porque aunque para la época su papel era el de una heroína importante dentro del film, algunos rasgos de la relación con los otros personajes hoy atrasan un poco desde una perspectiva de género contemporánea.

Por ejemplo, si bien es una princesa de armas tomar y puede combatir como el que más, y por su rango toma decisiones dentro de la estructura de la Alianza Rebelde, es “rescatada” del Imperio por los protagonistas masculinos del film. Y Han Solo, el contrabandista interpretado con Ford, le impone sus besos, pese a su rechazo. Y a eso hay que sumar la conocida imagen de la bikini dorada de El regreso del Jedi, en la que un espantoso alienígena la mantenía esclavizada para ser –nuevamente– rescatada por sus compañeros de aventuras. La escena de la bikini es tan notable que acompañó las fantasías eróticas de muchos adolescentes. Incluso, con el regreso de las aventuras espaciales, se rumoreó que Disney Co. ahora propietaria de la franquicia Star Wars eliminaría la imagen de los próximos productos. Y aunque Disney jamás dijo una palabra al respecto, Fisher mantuvo una polémica con el padre de una niña que motivaba el boicot. “Quizá pueda decirle a su hija que el personaje no eligió usar esa bikini, sino que fue obligada”, señaló entonces al diario Los Angeles Times. “Es prisionera de una pelota gigante que tiene un montón de saliva y viste algo que no quiere, y esa cadena que se señala como un accesorio sadomasoquista es lo que en última instancia ella usa para matar al testículo gigante salivoso”, apuntó en esa nota. Si de algo no se la podía acusar a Fisher era, justamente, de promover estereotipos de género, contra los que luchó y sobre los que habló en algunos de sus libros. 

Justamente sus libros son otra de las facetas interesantes de la actriz. En particular por su registro autobiográfico, ya que habló allí de su adicción a las drogas (“en un momento me di cuenta de que me drogaba un poco más que el resto de la gente”, comentó en un pasaje), que incluso la llevaron a tener un episodio de sobredosis durante la filmación de una película de la saga. El caso de Fisher era casi de manual: éxito repentino, una madre sobrexigente y problemas psiquiátricos latentes (tenía trastorno bipolar) que la hicieron atravesar un período personal oscuro que, sin embargo, jamás llegó a hacerse público si no por decisión propia.

Fischer supo hacer de sus experiencias personales más difíciles una herramienta para avanzar en la vida. En sus shows de stand up habló de su alcoholismo, de la conflictiva relación de sus padres (que sus amigos bromeaban que había inspirado el título de la película), el acoso de los fans y del merchandising más extraño que se hizo con su figura. Un pasaje de uno de esos espectáculos resultó casi premonitorio: “Hicieron lo que quisieron con mi figura, ¿qué les falta? Renderizarme de cuerpo entero para no necesitarme más?” En Rogue One reconstruyeron su rostro por CGI (Computer Generated Image) y utilizaron a una doble de cuerpo más joven para reintroducir al personaje.

Poco antes de fallecer había presentado su último libro, The Princess Diarist, surgido a partir del redescubrimiento de sus diarios íntimos de entonces. Allí recorre sus experiencias en los comienzos de la saga galáctica, cuando tenía apenas 19 años. En esas páginas, por ejemplo, reveló su relación con Harrison Ford, por entonces casado y con dos hijos. Durante el día eran Han y Leia; durante la noche, Carrie y Harrison. Algunos críticos señalaron que, más allá de algunos traspiés literarios, el libro es valioso por dar cuenta de la trastienda de una película icónica y, a la vez, ofrecer reflexiones interesantes “sobre el corazón de una joven buscando su lugar en el mundo”. A los 60 años, Carrie Fisher encontró su lugar en la galaxia. Ya es una con la Fuerza.