Virginie Despentes tituló el magnífico capítulo de Teoría King Kong donde relata su experiencia de violación con el nombre de una canción: “Imposible violar a una mujer tan viciosa”. Este capítulo ha sido muy celebrado desde su publicación, pues desmonta en una serie de párrafos contundentes un dispositivo eficaz de socialización de niñxs, mujeres y varones. Allí la autora reflexiona sobre el dispositivo cultural que instala el abuso como hecho fundacional de la sexualidad de las mujeres: una sexualidad que debe gozar en su propia impotencia frente al deseo viril, siempre incontrolable. Contra el silencio forzado que enlaza espuriamente a víctimas con victimarios, Despentes propone, siguiendo a Camille Paglia, una “política del riesgo”: bajo estas condiciones, la violación es un peligro ineludible, pero asumirlo implica la circulación libre en espacios tradicionalmente vedados para las corporalidades leídas como femeninas. En otro artículo analicé las implicancias gordofóbicas que tiene el análisis de nuestra feminista punk favorita al describir el escenario post-violación, pero aquí me interesa detenerme en la violencia que supone pensar a las niñas y mujeres gordas por fuera de este dispositivo cruento de feminización debido a una acumulación de tejido adiposo considerada excesiva.
A estas alturas, todxs sabemos que la gordura nos retira automáticamente del mercado sexual hegemónico, arrojándonos a los márgenes de la deseabilidad estandarizada, quizá como fetiche de algunos varones o aceptando el rol de “gorditas gauchitas” siempre listas para cumplir las fantasías hetero-cis-machistas sin chistar (dejo para otra ocasión la cuestión de la gordura y los intercambios sexo-afectivos lesbianos y bisexuales). La activista y académica gorda Samantha Murray ha expresado que los cuerpos gordos femeninos no somos mercancías vendibles en el mercado sexual mainstream. Pero a esta afirmación hay que sumarle otro dato de la realidad fácilmente comprobable: las gordas también somos abusadas siendo actualmente gordas. Porque la violación no tiene que ver con el deseo, sino con el sometimiento y una eficaz pedagogía de la crueldad, al decir de Rita Segato.
En un reciente fallo, un tribunal de Puerto Madryn decidió absolver a un varón que fue a juicio acusado de haber violado a su ex pareja. Esta sentencia fue noticia gracias al argumento de la Defensora Oficial del imputado, el que giró en torno a la gordura de la presunta víctima. La abogada dijo: “Eso no es ofensivo ni creo que la fiscal se pueda sentir agraviada si se lo digo a la víctima. Dice que el señor le sacó la calza y yo me pregunto si a una persona obesa puede un hombre que pesa 75 kilos forzarla a sacarle una calza. La calza es una prenda de vestir que no es de fácil acceso para colocarla o sacarla. Para la fiscal, el señor le arrancó la calza. ¿Dónde está la calza? Si fue forzada a sacársela esa calza debería estar rota, no solo por la fuerza de la víctima sino la fuerza de la prenda de vestir”. El énfasis en la calza -descripta como un artilugio cuasi-medieval, imposible de desencarnarse sin anuencia-, vuelve a poner en evidencia que ciertos cuerpos no deben vestir determinadas prendas si no quieren ser objeto de escarnio o resultar víctimas creíbles para la maquina punitiva estatal. Dejando de lado el análisis que amerita el fallo en sí mismo, lo siniestro de la tesis de la Defensora es que, más allá del retorcido ejercicio de imaginación que exige, apela a un sentido común -violento, discriminatorio y estigmatizante- que no debería tener lugar ante los estrados judiciales.
En el pasado Encuentro Nacional de Mujeres cis y trans, travestis, lesbianas, bisexuales y no -binarixs, desde el Taller Hacer la Vista Gorda coordinamos un espacio de reflexión sobre el activismo en torno a la gordura. Entre las múltiples experiencias de vulneración de nuestros derechos humanos fundamentales que compartimos, la violencia sexual fue, quizá, el relato más recurrente. Al dolor y el silencio que rodean habitualmente al abuso, se le suma en el caso de la gordura el temor a la burla cruenta y a la indagación estigmatizante por parte de quienes deberían ejercer una escucha empática y sin visos discriminatorios. No hay estadísticas que hablen de este doble silenciamiento que padecemos quienes hemos sobrevivido al abuso siendo gordxs, pero las marcas de la violencia inscripta sobre nuestra carne vuelven a punzar, como la herida de Quirón que nunca cierra, y se reactualiza ante cada afrenta institucional e individual que pone en duda y en riesgo nuestra experiencia corporal.
* activista gorda.