Llegó el momento de ponerse a cantar, de pararse frente al micrófono con alguna mascara que dé cuenta de la actuación como personaje camuflado, y asumir el discurso del otro. Sacarle al enemigo la palabra y llevarla a un concierto evangelista. Hacer de la prédica una tonada extenuada donde el cuerpo tiene algo de esa sensualidad mancillada de lxs cantantes románticxs.
Esa forma de la impolítica que produce seres como máquinas de odio es lo que toma Silvio Lang de los comentarios destemplados en los portales de Clarín y La Nación. De esa palabra que no tiene pudores, partía el trabajo realizado por Roberto Jacoby y Syd Krochmalny y que Lang piensa en su versión escénica.
En Diarios del odio es el proceso de desterritorialización de la palabra, su inserción en el pop evangélico, lo que funda el hecho político. El insulto hacia el kirchnerismo deviene en lo espectacular como condición para una percepción distanciada. Como si Lang quisiera disecar el odio en la música que anuda su fervor histérico. La palabra corrida de la escritura, acaparada por esos cuerpos, por una manera de decir, de modular la voz que es en sí misma impulsora de ideologías, permite que las acciones encuentren una matriz poética.
Los cuerpos que se lamen y tocan, suerte de tropilla sudorosa que está al borde de la revuelta, también puede ser enlazada como una fiera mansa. Ese revoltijo que ocupa el centro del escenario, esa muchedumbre que asume el nombre de algún que otro vecino impetuoso en un canto donde el racismo, la furia hacia Milagro Sala o el deseo sostenido de que lxs negrxs no tengan más dinero para el vino, adquiere algo desconcertante. Es en el placer, en un odio que genera algún tipo de sensualidad, donde Lang parece querer instalar su disputa. Tal vez la palabra sea menos contundente que esas actuaciones osadas y salvajes, perfectas en su ejecución del drama evangelista, donde el pedido de pena de muerte asume la actitud del cantante meloso que señala con el dedo a su público y le regala una miradita lasciva.
Las imágenes se estructuran en la noción de fiesta como un resorte que en la puesta de Diarios del odio no deja de marcar cierto conflicto. El acierto de Lang está en ubicar la contradicción en el cuerpo, y dejar que la palabra se entregue a esa linealidad que escapa a su autoría pero que él interviene con procedimientos que permiten la crítica sin alterar su esencia.
Si los cuerpos revueltos que muestra Lang suponen algo de combate y de furia, no dejan de estar invalidados por la misma ambigüedad donde la protesta puede mutar en cacerolazo o en reclamo de seguridad. En esas prácticas callejeras, en el vendaval de reclamos, Lang identifica una instrumentalidad que despabila la escena, una materia que el teatro debe pensar con cierto extrañamiento. Lo hace leyendo a Bertolt Brecht. Yuxtapone el gestus evangelizador con el comentario violento y alcanza la radiografía dudosa de una serie de individuos aislados.
La invocación evangélica tiene algo hipnótico, de contagio de masas y es riesgoso el modo en que Lang se adentra en esa experiencia. Diarios del odio es un espectáculo que puede estallar en el público como estampida o adhesión, que puede propiciar escenas del orden de lo real, tal vez porque el pasado cercano que se transformó en dramaturgia, ahora es un presente nítido, la consecuencia de esa gramática difusa que pudo haber sido escrita por alguno de lxs espectadorxs . Alguien entre las risas podrá recobrar cierta tristeza o conectarse con la mirada de los actores y actrices que entienden algo brutal. Una estética del odio transfigurado en persuasión.
Diarios del odio se presenta los viernes 27 de abril y 4 de mayo a las 20 hs en el Centro Municipal de Arte de Avellaneda: Av. San Martín 797.