Se acaba de publicar el último libro de la trilogía de Laura Alcoba que comenzó hace diez años con La casa de los conejos. Aunque la impresión que se tiene al leerlos es que se trata de una autobiografía en partes, la autora los define como una ficción que arraiga, inicialmente, en estos hechos: en los años 70, ella y su madre –montonera al igual que su padre encarcelado– se mudan a una casa de La Plata que simula ser un criadero de conejos, pero que en verdad oculta una imprenta. Conviven, entre otras personas, con Daniel Mariani, hijo de Chicha, y Diana Teruggi, poco tiempo antes de que diera a luz a la aún desaparecida nieta Clara Anahí. Cuando Laura, tres años después de la masacre que termina con la vida de todxs salvo las de ellas dos, logra reunirse con su madre en París, corre 1979 y tiene diez años. Los libros que continúan a este son El azul de las abejas, donde la protagonista mantiene con su padre una relación epistolar en castellano a lo largo de esos años nodales para la incorporación del idioma francés; y La danza de la araña, que oficia como cierre de la infancia y proceso de liberación del padre. Traducida al español por Leopoldo Brizuela, Mirta Rosenberg y Gastón Navarro, Laura retorna con esta trilogía a una lengua de origen impregnada del dolor de aquellos años: “Cuando se publicó La casa de los conejos me hicieron muchas preguntas: ¿cómo había escrito en francés una novela en la que yo trabajé a partir de recuerdos grabados en mi mente en castellano? Lo extraño de esto, me llamó la atención acá. Cuando descubrí que habían publicado La casa... en la colección de Edhasa de literatura hispanoamericana, les dije: pero esta es una novela en traducción. Y me respondieron: esta es una novela argentina. Mi lengua de escritura es el francés, mi lengua materna es el castellano. Muchas personas que vinieron a verme me dijeron: viví algo muy cercano y todavía me cuesta hablar. Después pensé que el francés a mí me había ayudado para poder hacerlo. Se sale del silencio en La casa… gracias a otro idioma”, dice Laura.
–Digamos que el francés te permitió distanciarte para contar esa historia…
Una distancia para volver al dolor. Mi recuerdo de chica del castellano es del idioma bajo control, eso tiene que ver con mi vivencia como hija de militante montonero: ¡ojo con lo que decís! Cuando vivís algo así, salir del autocontrol y de la idea de la palabra de más, que puede matar, es difícil.
–Vos hablás en La casa… de la importancia de saber callar…
Sí. Y de la movida de pata lingüística que puede matar. Algo que yo tenía muy integrado de chica, y creo que es muy difícil salir de ese pacto de silencio. Eso lo hablé con lectores que vivieron historias cercanas y me expresaron las dificultades que tienen todavía. El idioma francés me ayuda a volver a esa historia argentina. Algo que puede parecer paradójico. No dudé en el idioma en que lo iba a escribir y traté de hurgar en la memoria gracias al francés.
–En El azul de las abejas la protagonista quiere esconder el acento argentino…
El acento es algo particular, revela inmediatamente, basta con abrir la boca. Borrarlo es fundirse en el contexto de los otros y no llevar siempre a cuestas de donde venís y la historia que viene detrás. No tener acento te protege, después contás o no. No tener acento te neutraliza. Vas desnuda con el acento y perderlo es ponerse algo encima que protege.
–Podría pensarse que escribir es para vos una forma de reafirmar tu vínculo con tu padre, con quien te carteabas a distancia. O incluso con Diana Teruggi, que también escribía. ¿La escritura funciona como una herramienta para hacer algo con lo ausente?
Existe la relación por escrito y en el espacio que abren los libros. Sobre todo en El azul de las abejas. En La casa de los conejos, los conejos son reales. Y en los otros dos no, son animales que no están, de los que se habla. En esos animales se encuentran la nena y el padre. Todo el espacio que abre la dimensión epistolar crea el encuentro en la imaginación, las historias que se cuentan. La escritura es el espacio del encuentro.
–La imprenta de La casa de los conejos es la primera marca literaria que aparece en tu historia, ¿verdad?
Sí. Y todo el resto está para cubrir eso. Para ocultar la razón de ser de esa casa, que está en el “embute” (un cuarto hecho detrás de paredes falsas). Una palabra de la jerga de los ‘70, que fue la primera que se me vino a la cabeza: tenía que sacar todo eso del embute de mi memoria.
–El personaje del ingeniero, que es quien los delata, ¿es real que te trataba mal?
Sí, pero también hay mucha ambigüedad en ese personaje que es probable que se haya quebrado bajo la tortura.
–¿Por qué, una vez en el exilio, a la nena no le cae bien Amalia, la amiga de la madre que vive con ellas? ¿Celos?
Sí. Es un encuentro con la madre que no se termina de hacer porque hay una persona más. Pero en La danza de la araña, Amalia tiene otro papel. Se enferma y lleva en su cuerpo una serie de historias, el quiebre. En ese mismo momento el personaje de la nena vive de manera personal sus cambios corporales, y de manera violenta hacia el afuera con la aparición de un exhibicionista. Violencia de salir de la infancia y lo que viene con esto. Esa escena es para mí una violación visual.
–De la que se libera gritando…
Hay un momento en el que sale el grito, pero hay un momento anterior en que no. Una escena suspendida, helada. Cuando grita, lo hace por toda su historia y ve ese pene como una muñeca calva que llora. Hay algo que vuelve desde La casa de los conejos en La danza…: el grito que no se da en ese primer libro aparece en este último con esta escena.
–Se acaba de filmar La casa de los conejos. ¿Qué pensás que sea justo en esta época?
La directora, Valeria Selinger, la terminó de rodar en diciembre y creo que tuvo dificultades para filmarla. Contó con el apoyo del INCAA en el gobierno anterior. Fue bastante caótico, pero lo logró. Sé que la está montando en París. Entran en la producción Argentina, España, Alemania y Francia.