La séptima cuerda de una guitarra sanada reestrena canciones de Inola Gurgulia; la mujer que las canta es la protagonista de My Happy Family, la película georgiana de Nana y Simon que cuenta muy bien la historia de Manana, una profesora de literatura que decide a los cincuenta años alquilar un departamento para irse a vivir sola y dejar la casa familiar en la que vivía con madre, padre, hija, hijo, yerno y marido. Ia Shugliashvili (actriz y Manana en la ficción) es la hija de Inola (tenía diez años cuando Inola murió) y es quien canta en una escena de secretos revelados una de las canciones de su mamá: “El lunar en la cara te queda bien, muy bien, (…) apasionada y llena de vida cuando muera, querida, conviértete en la lápida que cubra mi tumba”. No es la primera vez que los versos de la canción “Lo que se siente y cómo se siente” (si se permite esta traducción) los canta una mujer en una película, ya lo había hecho Inola en los años sesenta. Y fueron aquellos cameos musicales y un poco más de pantalla, los que hicieron que sus canciones, sin pista en ningún disco editado, se tararearan por la ciudad. En el silencio seco de un período de música popular casi mudo irrumpió, como el amor, un talento inesperado y la poeta de las audiciones caseras, la “no profesional”, la cantante sin disquería ni propaganda, se convirtió en leyenda social.
Razones de la política stalinista unidas al lugar que tenía la mujer en el mundo de la música popular soviética la habían mantenido lejos del mercado hasta que su cancionero sonó con un chasquido melódico como un gallo templado en el sueño cardinal. Unos años antes, a mediados de los años cincuenta, había fundado con guitarra en mano (una mujer de su familia le había enseñado a tocarla) y flequillo breve “Samaia”, un trío con Mediko Sikharulidze y Giuli Darakhvelidze. Oírlas es oír un predicativo posible, un edén de folk en destello de luz y fonación privilegiada. Juntas -son tres tías afinadas en una fiesta al aire libre- inventan en blanco y negro una superficie lírica que mastica blando el romance urbano de Georgia y el swing con polvareda norteamericana de Joan Baez.
“Si no sabías qué es el amor ¿Por qué viniste a mí? ¿Por qué caminabas por mi calle por las noches?” cantaba Inola y repetía el público cuando salía del cine. Profesora de lenguas extranjeras en Tbilisi, donde ahora una calle del centro la nombra, Inola escribió coplas infantiles, cantó duetos con Mikheil Shugliashvili y evocó puntadas de ansiedad antes de que llegara la remembranza; arguyas de rimas y sintaxis kartvelianas, caucásicas y angloamericanas con las que compuso canciones sentimentales cuando ninguna otra cantante georgiana lo hacía. Fue el deseo de devolver el acento a la pulpa entre otros deseos mientras el mundo se había ido a dormir en pretérito perfecto y la continuidad de una armonía lacrimosa que salía desde la cocina de su casa y abría la puerta de calle. Fue eso.
Archivadas –perdidas– durante años entre partituras para piano, hojas pentagramadas usadas y el eco de una manifestación (la voz de su madre como una manifestación es uno de los recuerdos que Ia tiene de sus noches de infancia), aquellas cintas sui generis grabadas en el living comedor fueron descubiertas, sopladas del polvo y convertidas en un disco primero y en un libro después. La tregua impuesta había terminado y el orfeón femenino volvía a vocalizar.