Todo lo que el alma (del Tata Cedrón) quiere de día, termina por saber de noche. Cae el sol y lo que ella quiere, en efecto, es trasmitir de qué va Encuentros en el taller, su nuevo vuelo nocturno. “La idea es estar con la cosa artesanal, con la cosa proleta, con la cosa autogestiva... lo que hice toda la vida, bah”, apunta él, mientras la claridad se va desvaneciendo en el horizonte de San Cristóbal. El alma de Juan Carlos Cedrón quiere eso, claro. Y quiere también escuchar tangos viejos. Tangos de Centeya, de Celedonio, de Manzi, de Tagini. Tangos lunfardos. O milongas, huellas tristes de Bustriazo Ortiz. O gemas de Blomberg. “Agarro de él temas pocos conocidos, como ‘Las irlandesas’, basado en dos prostitutas que vienen de Shangai al Dock Sud, o esas historias de marinos que Blomberg sacaba de su abuelo”, explica el guitarrista–cantor en su típico fraseo de arrabal.
Es sábado de noche, entonces, y su alma termina por saber que quiere, por concretar el deseo. El lugar es un teatro–taller llamado El Popular (Chile 2080), y el hecho artístico es un calco en acción de lo que Cedrón había dicho antes –y “en seco”– ante PáginaI12. Se sienta frente al público, le habla de igual a igual, y enjuaga las primeras notas con una formidable versión de “Los ejes de mi carreta” (Yupanqui), que se luce en su silencio. A sus espaldas, apenas con un fino alambrado de por medio, emerge un verdadero taller. Una factoría de entrecasa en la que se mezclan tenazas, amoladoras, martillos, lijas de todos los calibres, cortafierros, máquinas de soldar, escofinas y demás enseres a medio andar entre lo industrial y lo artesanal. “Me siento cómodo acá, porque no solo vengo de una familia de laburantes, de un viejo que era ceramista y un tío sifonero, sino que yo mismo laburé de pintor, de bañero, de albañil, y me encanta rescatar esos recuerdos. La idea es no ignorar nuestras raíces porque es cierto que vos no vas a ser como tu abuelo, pero tenés que saber que él usaba bigotes”, había dicho antes del concierto, que prosigue con una rémora carcelaria del primer Cadícamo.
“Ella era una hermosa nami del arroyo / él era un troesma para usar la ganzúa / por eso es que cuando de afanar volvía / ella, en la catrera, contenta reía”, canta Cedrón en su tono grave e inconfundible. Luego, como seguramente repetirá mañana en el mismo lugar, el Tata recuerda cómo su hijo Román recitó “Los ladrones” cuando tenía tres años y cuenta cómo versionó “El entrerriano”, de Carlos de la Púa. Pero la que encara del poeta platense no es esa sino “Sor Bacana”, himno del lunfardo: “Cusifai, farolera, Sor Bacana, ventuda que das dique a la merza con las cosas shoficas, voy a darte un apunte fulero por gilurda, a ver si con el justo que te bato te achicas”. “Otro grande que conocí –retoma al terminar el tema– fue Julián Centeya, gran compinche de Manzi. Yo era un pibe, tenía el trío, y él nos presentaba como unos pibes de barrio, de glicinas y cedrones... divino era”, recuerda como prefacio de “La musa maleva”, elegía marginal de Centeya.
La primera parte del concierto transita tranquila, muy íntima: él, su guitarra y las estrellas. Luego se pliega el guitarrista Daniel Frascoli para encarar versiones crudas, viscerales, de “La gayola” (Tagini–Tuegols); y “Mano cruel” (Mutarelli–Tagini). Y se va sumando el resto. Primero la violoncellista Josefina García quien, además de un par de temas propios al teclado, se da el lujo de hacer a dúo “Deseo del maya artesano”, enorme poema anónimo maya, que hace llorar de amor a la joven música pampeana. Tras él, el tercero en acercarse al fogón cedroniano es Coviello, ex bandoneonista de la Fernández Fierro y actual del trío Cañón. “Voy a confesarte, Tata, que empecé a escucharte en un casete grabado, no en un original”, blanquéa en público, mientras el aludido reacciona de la misma manera que lo había hecho, horas antes, ante este diario. “¿Qué te voy a decir yo, si el primer disco lo hice sin sello de por medio?”.
Coviello aprovecha su lapsus solista para lucirse con tres piezas instrumentales: “Flores negras”, de De Caro; “Milonga sentimental”, del tándem Piana-Manzi y “La Cachila”, de Arolas. “Nos faltó Romina Grosso (inspiradísima cantante y compositora del trío Piraña), porque está por tener un hijo, pero el resto está acá, y los hago participar a cada cual con sus vetas propias. Con ellos grabé un disco de temas inéditos de Blomberg, que va a salir a fin de año”, anuncia el Tata. Mientras afuera hay gente durmiendo a la intemperie y Coviello descansa un rato sus manos, Cedrón, Frascoli y García tocan “Canción de la niña de tierra” y “La tierra estaba volando”, del vate pampeano Juan Bustriazo Ortiz, hasta que el bandoneón vuelve a atacar (ahora integrado en el todo), para saber de noche lo que su alma quería de día. En el universo Cedrón, eso quiere decir conmover en serio. Hacer que un escozor recorra hasta las vísceras al oír, por ejemplo, “En un corralón de Barracas” (¡gracias Manzi!) o ese de las dos irlandesas en que una de ellas (Maggie) bebe gin a morir y, de hecho, lo logra lanzándose a las aguas oscuras del Dock Sud. “No es que el mundo fue y será una porquería, es que lo que está pasando hoy es una maldad insolente. Estoy promocionando esa frase de Discépolo, porque es lo que está pasando con el poder, en el mundo...”