La gente mala comenta, la buena también. Ambos bandos decían que estaba loca.  Yo... estaba loco por ella. Quienes decían quererme bien,  intentaban socorrerme. Yo... no quería salvarme. Inflaba mi memoria con conceptos robados a Fabio Zerpa, para después vomitarlos en discursos metálicos en los que trataba de disfrazarme de lo que no era, en lo que no creía. Adriana siempre hablaba desde la intuición, jamás necesitó de libros, documentos o fotos. Aseguraba que la mayoría de los humanos no estábamos preparados para el encuentro. Que primero debíamos comprender  que tanto la felicidad como el ser superior radican en nuestro interior. Me fascinaba escuchar sus delirios recurrentes sobre el dique roto, el  cometa perdido, la condena mayor, transitar por la vida portando almas ajenas buscando desesperadamente hallar la propia en otros ojos. Un raro rezo movía sus labios por las noches, su hábito nocturno la protegía del peor de los infiernos, perder la ilusión de amar y ser amado. Soñaba encontrar las distintas bases subterráneas desde donde partían los  objetos voladores no identificados en sus viajes hacia otras galaxias. Cuando profetizaba, dibujaba con su dedo índice figuras geométricas  invisibles sobre la mesa de algún bar y sus ojos cobraban un brillo propio de otros mundos. Una tarde, en pleno avistaje de duendes en islas entrerrianas, me comunicó su decisión. Había llegado la hora del esperado cruce. Sentía que algo estaba por ocurrir, dicha sensación la obligaba a  trasladarse hacia las puertas de piedra. Le supliqué que me llevara con ella. Acampamos en los alrededores de Capilla del Monte, en el medio de la nada, lejos de los burros fotogénicos, el zapato y la calle techada. Dialogaba con las constelaciones, veía luces que yo no veía, se movía en aquel lugar extraño con la seguridad propia de un baqueano. "El humano  aprendió a leer en el pizarrón del cielo. Los planetas son las vocales, los astros, letras que hay que saber unir para descifrar los mensajes. En la actualidad la humanidad toda es analfabeta de la alta escritura. Somos incapaces de dibujar con nuestro polvo de estrellas símbolos más fuertes que nuestra propia nada. Los comechingones lo sabían a la perfección, estaban avisados por los dioses de la destrucción del mundo por parte de aquellos que no se sienten parte de él", eran algunos fragmentos de su sentido discurso sobre el genocidio de las distintas etnias originarias.  Pasaba horas enteras parada como una estatua de piel frente al Uritorco, interpretando sombras de nubes. Pronosticaba el tiempo que faltaba para su  viaje según las distintas tonalidades de los cerros. Nunca me sentí tan  integrado al cosmos, tan cerca de mi esencia. Algo se rompió en Ongamira. Después de caminar más de veinte kilómetros, llegamos a un lugar singular y bello. Excitada como nunca me explicó cada rincón de aquel sitio. Se emocionó cuando me habló de la tribu Comechingón resistiendo en dicho espacio la última estocada del invasor. Escaló hacia la cumbre más alta, trepó su cima con forma de trampolín, mi pánico a la altura me impidió  acompañarla. La observé desde la base arrodillarse sobre el borde del precipicio, bailar una extraña danza y acunar entre sus brazos un bebé imaginario. Al descender me explicó llorando que desde aquel lugar se habían arrojado mujeres con sus hijos, momentos después de ser masacrados todos los hombres de la comunidad, para impedir ser capturadas por los españoles. Habían preferido saltar al vacío antes de convertirse en esclavas. Desde mi más básica lógica pregunté si los antropólogos habían hallado sus restos entre los acantilados. "Nunca tocaron el suelo, una nave extraterrestre los recogió antes, están todos vivos en el país sin tiempo", fue su respuesta inmediata. Por primera vez, tuve que usar una mueca para ocultar mi risa. Mientras recargábamos nuestras cantimploras en un arroyo, preparando el regreso, quedó paralizada por unos segundos. Después de volver a la realidad me preguntó: "¿Escuchaste, verdad?". "No, no escuché nada", contesté sin saber mentir. "¿Cómo hiciste para no  escuchar el chapoteo de los piecitos de niños y sus risas jugando con el agua?", repreguntó entristecida. El silencio que nos envolvió durante el retorno al campamento fue el preámbulo de nuestro final. "Festejá, Flaco, zafaste", "¡Te sacaste un peso de encima!", "Hacé de cuenta que se la llevaron los marcianos", fueron algunas de las frases con las que me recibieron los amigos que nunca cambian. Después de volar en círculo durante un siglo en la nave infernal de la sensatez y la mediocridad, logré eyectarme. Imitando al oso de Moris, disfruto de las tardes lejos de mi mediodía. Existen paisajes mágicos, son aquellos que desafían el paso del tiempo. Su no cambio, facilitan los recuerdos. Caminé los ocho kilómetros que separan Ongamira de la ruta 38 acompañado sólo por mi  agitación. Escalé sin miedo la cima de las montañas del cacique Onga, perdí el miedo a las alturas cuando comprendí que los mayores abismos  existen dentro de mí. Después de formar triángulos y cuadrados con piedras a modo de diques en el arroyo sagrado, me quedé estático con el agua hasta las rodillas y mis ojos cerrados, esperando un milagro. Ráfagas de un viento seco me trajo lo deseado. Nítidos sonidos de pasos vertiginosos y risas cristalinas enmelaron mi alma. No pertenecían a criaturas originarias precisamente, eran resonancias de nuestras andadas y alegrías. Percibí claramente su risa de cascada y también mi carcajada, aquel  fresco sonido que perdí hace tanto tiempo en oscuras cavernas invisibles, sin pinturas ni ecos.

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