Decía Roland Barthes en su artículo El mundo del Catch (Mitologías, 1957), que no es más innoble asistir a una representación del dolor en el catch que a los sufrimientos de Arnolfo o Andrómaca en el teatro antiguo. Ese es su punto de vista para hablar del catch: no es un deporte, es un espectáculo, y su virtud es ser un espectáculo excesivo. Y como tal, es representación, es exhibición y estilización de sentimientos que los espectadores conocen, y cuya recreación en escena los alivia mediante la catarsis.
No hablaba Barthes del catch televisado, que aún no existía, sino del que se podía ver en salas parisinas de segunda o tercera categoría de los ´50, a las que asistía gente de sectores populares. Allí el semiólogo supo ver audiencias que comprendían el código de lo que se representaba. Esos hombres estaban muy lejos de los que luego despreciaron el catch comparándolo como un falso boxeo, reglado y practicado como deporte. En el catch esas audiencias jamás protestaban por una violación de reglamento: iban a ver la violación del reglamento, y a pedir a los gritos que se hiciera justicia. El catch consistía precisamente en la representación de los reglamentos violentados, algo de lo que los sectores populares de todas las épocas han sabido bastante porque han sido víctimas de ese tipo de trampas. Y consistía también en la reparación de esa injusticia.
No existían apuestas en el catch. A nadie le importaba el ascenso hacia el triunfo. No sólo nadie ganaba nunca “honestamente” una pelea, sino que los que mayor cantidad de fanáticos tenían eran los perdedores. Lo que iban a ver no tenía ninguna relación con lo que se reconoce como mérito deportivo, sino la exhibición desmesurada de pasiones primarias. Iban a verse a ellos mismos expresados por luchadores que más adhesión lograban cuanto mejor fueran capaces de poner en escena la indignación, la impotencia, la rabia, la injusticia. El luchador no debía luchar bien: debía realizar exactamente los gestos que el público esperaba de él a medida que las acciones imprevistas se iban desarrollando. De allí saca Barthes la comparación entre el catch y el teatro griego, en el que los coturnos y las máscaras enfatizaban los gestos físicos de los actores, y el coro acompañaba el relato de la historia, para que el dolor y el absurdo de la vida pudieran ser exorcizados de algún modo.
“Lo que se libra ante el público es el gran espectáculo del dolor, de la derrota y de la justicia”, escribe Barthes. Un brazo arteramente torcido, una toma a destiempo, decenas de zancadillas y trampas eran tendidas por el que ganaba al que perdía. Barthes va más allá: lee en el catch una “Pietá primitiva” que se deja ver en su momento de mayor humillación y debilidad, con “su rostro exageradamente deformado por una aflicción intolerable”. Sin pudor. Sin disimulo. El perdedor recupera su aura de dignidad precisamente cuando entrega al público los gestos que reflejan su impotencia. Se diría que esas audiencias iban a esos clubes sombríos a ver a actores de su propio padecer. De ahí la brutalidad del catch, de ahí su exageración de los gestos: la verdad que revelaba ese espectáculo era el del dolor humano, especialmente el que proviene del poder que unos ejercen sobre otros, y más específicamente el de los que históricamente siempre reciben las zancadillas y son víctimas de las trampas de los que los someten.
El público se entonaba con la indignación, exigiendo justicia contra el canalla, perfectamente identificado porque también él exageraba sus tropelías. Y ése era el clímax del espectáculo: el momento de reivindicación del perdedor contra el canalla. “¿Qué es, entonces, un canalla para ese público compuesto en parte, pareciera, de informales? Esencialmente un inestable que sólo admite las reglas cuando le son útiles y transgrede la continuidad formal de las actitudes. Es un hombre imprevisible, por lo tanto asocial. Se refugia detrás de la ley cuando juzga que le es propicia y la traiciona cuando le conviene”. Hasta aquí Barthes, a quien se puede seguir recurriendo para encontrar metáforas e interpretaciones sobre los fenómenos sociales y culturales y políticos.
En la Argentina, el clima se está recalentando. Sectores populares y clases medias de distinta índole están siendo atrapados con una mala toma, asfixiados por brazos corporativos que no dejan resquicio para que entre el aire. El gobierno de Macri no es poroso sino laqueado: no sabe negociar ni dialogar, las dos herramientas clave de la política, porque la política no le interesa. Le interesa el control del Estado para hacer negocios particulares. Uno ya no sabe cómo decirlo, con qué palabras, a conciencia de que hasta las mayores verdades corren el riesgo de volverse frases hechas. Porque esto es lo que muchos decimos desde hace años y era bastante previsible, aunque la maquinaria mediática primero y ahora la actual política de medios haya acallado muchas decenas de voces críticas. Cada día se constata que absolutamente todas las promesas y las ideas que Macri puso en escena para llegar a la presidencia resultaron falaces. Cada día se constata por qué era necesario hasta un decreto para que Laura Alonso ocupara la Oficina Anticorrupción. Cada día el dolor popular choca de frente con funcionarios incapaces de empatizar con nadie que no haya egresado de una universidad privada y forme parte de su núcleo duro.
Al kirchnerismo se le reprochaba su hermetismo. ¿De qué nos sirven las declaraciones mentirosas de los dirigentes Pro que van a la televisión o reciben en sus despachos a periodistas para decir cosas tales como que los comercios están vacíos porque creció la venta on line? ¿De qué nos sirve un presidente que le habla a la nada de algo que no existe? Ningún gobierno, desde la dictadura, ha sido más hermético que éste. Lo blindan los grandes medios, el poder judicial, los corruptibles del Congreso: lo blinda el poder global que comanda Trump, que ha puesto a dirigir la CIA a aquella muchacha que siendo oficial sonreía a cámara mostrando a un irakí torturado. Todo lo que dijeron los macristas que iban a hacer y lo que dicen que hacen es falso. Y se está volviendo violenta la falsedad cuando se contrasta con lo real.
El volumen de dolor de este país es enorme. Digerir el festejo de los balazos por la espalda, la ausencia de proteínas en los menúes escolares, el desmantelamiento de todos los programas paliativos para los más pobres, la vulnerabilidad de los más viejos, atacados con el recorte de sus haberes y la negación de sus medicamentos, la violencia policial contra los que tratan de ganarse unas monedas en la calle, la vigilancia ilegal a la que todos estamos expuestos, las ganancias extraordinarias de un puñado de empresas con delegados en los ministerios, en fin, digerir este escenario descontrolado de arrasamiento y veneno nos expone a un tipo de dolor que se mezcla con el miedo y la amenaza.
Necesitaríamos grandiosos luchadores de catch para hacer catarsis de toda esa impotencia. Pero a falta de ese tipo de espectáculo, por delante está la acción colectiva, porque básicamente eso es lo que han venido a abortar: lo público, que es lo colectivo por excelencia. Ellos lo único que pueden hacer es dividir para reinar. Son básicos. Deberíamos ser igual de básicos. No dejar que nos dividan.