“Yo creo que mucha gente extraña el rock”, arremete David Lebón, mientras legitima la demanda popular en lo bien que le fue en Mendoza, durante el último concierto antes de arribar a La Trastienda, esta noche. “Se nos fue el flaco Spinetta, se nos fue Pappo y me dejaron todo el fardo a mí”, se sonríe el ruso yanqui, cuya historia junto a ambos patterns del rock argentino resultaría redundante volver a contar. Tras la publicación de Encuentro supremo, disco que ganó el Gardel, el ex Seru Giran, Pappo’s Blues y Pescado Rabioso, se mantiene hiperactivo, casi como en sus buenos viejos tiempos. “No es por nada, pero ya estoy grande y puedo decir la verdad: estamos como para tocar en cualquier lado, para romper culos en cualquier país del mundo. Y acá también”, se entusiasma Lebón, cuya presentación en Balcarce 460 será junto a su banda actual: Dhani Ferrón en guitarra y voz; Leandro Bulacio en teclados; Daniel Colombres en batería; Roberto Seitz en bajo y Gustavo Lozano en guitarra.
–¡Tres guitarras a lo Allman Brothers!
–Claro, o a lo Buffalo Springfield. De pedo conseguimos acá una Gibson de doce cuerdas, que suena tremenda... dos violas y una limpia detrás, haciendo acordes con esa SG... mortal.
–Una onda más country o folk rock, entonces. Los Springfield eran eso, básicamente.
–Sí, pero también hay momentos en los que la banda suena con mucha fuerza. Dhani viajó a EE. UU. y se compró un equipo con una distorsión muy tranqui, como para acompañar las teclas y eso. Como yo uso pocas cuerdas, además, prefiero las violas. El sonido mío de hoy es a tres violas, batería, Hammond o piano normal, voces y chau.
–¿A qué etapa de su largo trayecto remite esta intención?
–A la de dos formaciones, Pescado y Seru.
–Dos banditas...
–(risas) Posta, porque los músicos nos hicimos como una familia, como un grupo de barrio. Si bien el grupo se llama David Lebón, es una verdadera banda, porque tenemos humanidad, pensamos en lo mismo y trabajamos juntos. No sé, con el Negro Colombres hace cuarenta años que toco y el intercambio de ideas es muy fluido entre nosotros. Creo que soy un buen compañero.
–¿Lo de “compañero” va por peronista?
–(risas) Sí, puede ser, qué sé yo. La verdad es que no tuve tiempo de dedicarme a la política. No sé qué fui o qué puedo ser, Pappo era igual. Y Luis más o menos... recuerdo que con él esperábamos con mucha ansiedad la llegada de Perón en el ‘73. Estábamos en mi casa mirando televisión y decíamos “¡qué bueno, boludo, vuelve Perón, vamos a poder tocar más!”, y esas cosas, hasta que se armó el tremendo tiroteo en Ezeiza y Luis reaccionó al toque: “Estamos hasta las pelotas otra vez”, dijo. Y así es hasta ahora.
Se nota que Lebon está bien. Muy lúcido, calmo. No solo porque pide gaseosa en vez de whisky, sino por el jugo que le está sacando a su último disco (once temas propios, más una versión con cuerdas de “Laura Va”, de Almendra); los shows que vienen después de La Trastienda (Tucumán, Córdoba, Rosario y un Opera en octubre), y otro disco por venir que ya está metido en su cabeza. “Quiero hacer algo distinto. No algo que sea los cincuenta años de David o los treinta de tal disco, sino algo tipo Santana compartiendo cosas con otros músicos. Invitar pibes jóvenes con sus bandas, cantando temas míos”, imagina, mientras su pensamiento en voz alta deschava a Eruca Sativa, La Beriso o Airbag. “Quiero hacer un disco compartido y muy bueno... estoy sacando canciones que me habían quedado en la heladera, las estoy poniendo en la mesa”, asegura el guitarrista que el 5 de octubre llega a los 66 años.
–¿Cómo transita esta etapa de su vida?
–Con la conciencia de que me puede pasar algo en cualquier momento, como a todas las personas. No sé, mi viejo murió a los 42 años, y yo me puedo morir o me puedo ir a China a comer con palitos. Pero el tema es quién queda de los históricos si me voy (risas) Tal vez Pedro Aznar, pero él no es un rockero, aunque puede tocar rock muy bien.
No resulta descabellado que Lebon se ponga en ese lugar. No solo porque integró varias de las mejores bandas del rock criollo (no olvidar tampoco al primer Color Humano, a La Pesada o a Polifemo), sino también por la gravitación que tuvieron entre las huestes rockeras, grandes discos solistas como el debut de 1973; El tiempo es veloz, de 1982 o Desnuque, del 84. “Ya que estamos, quiero arreglar algo, porque siempre que me hablan de los grandes grupos que formé, aparece una cosa onda ‘Lebón tuvo la suerte de entrar a tal grupo’, y no es todo así. Por eso quiero hacer el disco que conté, e incluso más volado, con mejores solos. No me calienta tanto el sonido sino la composición y el toque. Hay tipos que se van a Nueva York y se gastan un montón de guita para grabar en un estudio de la concha de la lora, al pedo porque acá se puede hacer perfecto”, asegura el músico.
–Hace unos días pasó por aquí Geoff Emerick, ingeniero de discos de The Beatles, y habló de eso, de lo superfluo que resultan muchas veces las tecnologías aplicadas a la música ¿No lo fue a ver?
–Me lo perdí, estaba afuera. Pero entiendo eso, porque yo toqué la batería en un tema de Pescado con dos zapatillas y un lavarropas, y salió tremendo. Se puede ser feliz sin un mango, a mí me pasó.
–¿En Mendoza, tal vez?
–Puede ser una de las veces, sí. La mayoría de la gente piensa que se olvidaron de mí cuando me fui, pero yo nunca creí eso. Mi ida a Mendoza fue algo medio sanmartiniano, quería fundar una escuelita como había hecho acá, a ver si enganchaba, y mandar grupos de allá hacia Buenos Aires, pero me salió como el orto. Estuve doce años peleando como un boludo y, salvo la gente que me adoraba y me prestaba la luz –porque me la cortaban– no me dieron bola. Fui a la gobernación, me dijeron que me iban a poner un avión, que me iban a llevar a lugares, pero no me importaba eso sino poner una escuela para los pibes. Y eso no me lo facilitaron.
–¿Dónde más fue feliz sin un mango?
–Bueno, he trabajado de che pibe barriendo en una carpintería, he llegado tarde a ensayos porque me meaba en los colectivos... ¡”Working class hero”!, qué tema ese de Lennon. ¡”Blackbird”!... por Dios, McCartney decía que era una paloma oscurecida por el hollín de Londres (risas).
–Ganó un Gardel por su último disco. ¿Cómo le sentó?
–Caí en que todo llega. Yo me quejaba porque sentía que no se reconocía desde ese lugar todo lo que había hecho en mi vida, pero es así. Mi abuela me decía “¿Querés ver el día?, calma, a la noche dormí, y cuando te levantes lo vas a ver. Paciencia, ¿tenés frío?, esperá el verano”.
–Un ansiolítico humano, la abuela.
–¡Ja!, “Tranquilo, David”, me decía, mientras se tomaba su vodka y fumaba su cigarro con casi cien años. Tuve un enorme apoyo de ella, tanto como de mi hermana, y de mi vieja... todas mujeres. Recuerdo que Luis en un momento dado de la vida, se quedó a vivir en casa con mi hermana y conmigo, y la pasamos genial. Estuvimos dos años juntos, componiendo mientras mi hermana nos cocinaba.
–¿En qué época?
–Cuando se separó Almendra, y se armaron Aquelarre, que estaba buenísimo; Pescado, el mejor de los tres grupos lejos; y Color Humano, que era como Emerson, Lake and Palmer, pero todo mal (risas). No, posta, Edelmiro (Molinari) tenía sus cosas, también. Igual, ya chupé esa energía. Luis me abrió la puerta y me puso un sello que dice: “Él puede ser, él puede estar”... entré, compuse y canté “Mañana o pasado” (que en el doble de Pescado 2 figura como “Hola, dulce viento”); Luis lloró cuando lo escuchó, y entiendo por qué cuando lo hago en vivo la gente se emociona tanto, sobre todo cuando cuento su historia. Yo tenía mucha vergüenza de componer delante de Luis, que era como una mezcla de Led Zeppelin, Elton John y Neil Young. De hecho, en esa época yo había compuesto boludeces como “Los tres gatitos”, pero un día hice esa canción y la canté, sin saber que él me estaba escuchando. Me temblaban los dedos y posta que se puso a llorar. Creo que fue porque le pareció tan simple y emotivo, que lo grabamos ese mismo día en Phonalex, junto a “Cristálida”.
–Había amor ahí, también.
–Es que el amor entre los músicos tiene que estar, igual que el respeto, porque si no están todo es un chiste, un juego de autitos de guerra a ver quién gana, o quién hace el mejor solo.
–Amar a Luis, en el sentido que lo dice, no sería tan complejo. Ahora, ¿cómo era amar a Pappo?
–Pappo me amaba a mí. A veces estaba en casa y no tenía ganas de salir a andar en moto, pero me tenía que sentar atrás de la suya, y salir con él, porque era como mi hermano mayor, aunque solo me llevara uno o dos años. Antes de irse se fue a Mendoza con dos amigos en Harley y llegó a Chacras de Coria, un barrio silencioso, a las cuatro de la mañana. Cayeron los monos con camperas, todo, y recuerdo que me dijo “Colonio, mirá que ya no tenemos otros cincuenta ¿eh?, hay que cuidarse”.
–Vaya premonición.
–Total. Y yo que soy muy ácido con eso, porque tengo dos hijos que casi se van en circunstancias parecidas, cuando Pappo murió, miré el cielo y le dije “me ganaste, boludo, ahora vos sabés todo lo que nadie sabe”. Pappo está sentado en la falda de Dios, mientras que Luis está rondando por los teatros a ver qué está pasando, y Steve Jobs dibujando los cielos (risas).
–¿Qué hay de Pappo y qué de Spinetta en sus conciertos de hoy?
–Yo amo los clásicos. Puedo cantar “Seminare” hasta que me muera, por ejemplo. Y hacerlo cada vez mejor, porque dejé las drogas, dejé el alcohol, dejé todo para poder cantar. Ah, sí, del flaco hago “Cristálida” (“Aguas claras de olimpos”) y “Laura va”, por supuesto, pero de Pappo no. De Pappo estábamos haciendo “Siempre es lo mismo nena”, pero es muy difícil encontrar una voz para ese tema... no podés cantarlo con voz de nene.
–¿Y de los suyos cuál hace?
–”Casa de arañas” no podría faltar nunca. También estoy haciendo temas que había dejado de cantar, y que ahora retomo porque estoy recuperando la octava que había perdido por el faso y esas cosas. Una profe espectacular que tengo ahora me hizo dar cuenta de que no afinaba. Sí podía cantar bien, claro, pero no daba con la nota justa. Estoy muy feliz por eso, y por hacer algo para mí, como el yoga. Cada vez que relajo salgo pensando en que la buena música es el perfume de Dios.