¿Qué veo? Cálices blasfemos, es decir sin apertura para lo suspensión de la ostia o el vino que simboliza la sangre de Cristo, custodias sin el oro de las fastuosidades católicas, caireles conventilleros para las arañas de comedor que simulan el lujo de acuerdo a su número ostentoso. Son   ofrendas para nadie, vueltas sobre sí mismas y la enumeración caótica queda demasiado gris para describir el efecto de la muestra Ahora voy a brillar, de Omar Schiliro, en la Colección Fortabat. Cuando el artista (1962-1994) me contó su vida en arte, meteórica y radical, luego de su diagnóstico de sida, él descontaba que su obra iba a llegar lejos pero no tanto y cuando: ahora.

–Te voy a contar haciendo grandes pasos de muchos años atrás. Yo siempre fui una persona de naturaleza optimista. O sea que viví mi vida siempre lo más feliz que pude salvo los rollos que tiene cualquier persona ¿Conflictos con la familia? Uno los supera. Bah, no sé si los supera pero los trata de llevar. Lo que te quiero decir es que no era un infierno. Yo soy de Lugano y sólo venía al centro cuando iba al cine o a bailar. No estaba en ninguna onda rara. Hasta que empecé a tener relaciones homo. Yo sabía del sida antes de tener la primera hace ocho o nueve años. Me enteré en una revista chota: Destape. Entonces empecé a tomar precauciones. Pero siempre estuve pendiente del sida. Y cuando uno más miedo siente, tiende a provocar lo que teme porque el miedo te hacer perder estabilidad, te mueve el piso. Yo entonces hacía bijouterie. Pero la última vez que salí a vender ni podía con la valija. Yo creo que ya estaba enfermo. Entonces mi viejo me dio una piña.

¿...? 

–Mi viejo siempre me había dicho que la política de la vida era divertirse. El siempre andaba en la joda, con gente de la farándula, Mercedes Sosa o Jorge Cafrune. Era muy salidor, muy donjuanesco. Una vez mi vieja me dijo “Mirá a papá”, y él estaba ahí en la televisión  porque tocaba Pichuco A veces pienso que a mi viejo le hubiera gustado ser como yo. Por eso no sé si tenía historia con el tema gay, pero sí con que yo le ocultara totalmente mi vida. Un día me dio una piña que me dio vuelta la cabeza.

¿En qué sentido?  

–En todos. Hasta entonces yo era un tipo que tenía todo muy guardado, pero que pensaba en muchas cosas creativas que  después no hacía. ¡Qué iba a competir! Cuando me dediqué a la bijouterie, gané bastante plata. Porque mis piezas eran  me parece, diferentes. Por ejemplo, esa boludez de la moda safari. Bueno, todas eran piezas de madera, pero las mías tenían algo más y se vendían bien. 

¿Y qué hiciste con la plata?

–Ah, ahí está la cosa porque para la creación  era bueno pero para la administración  no... Invertía mucho: miles y miles  de bolitas, de fierritos, de argollas, que todavía andan por toda la casa. Después muchas veces no tenía ganas de trabajar, me la pasaba tirado en la cama. Y la plástica era algo que siempre soñé: pero nunca podía cumplir ese sueño: no tenía con qué.

Pablo Messil
SIN TÍTULO, 1993.

Elogio de la piña 

La voz de Omar suena nítida, desenvuelta con el fondo freak del graznido de un mirlo metálico llamado François de Mirliton que yo tenía entonces, a principio de los noventa, en mi escritorio. Es un misterio y no es un misterio como el precario TDK se ha conservado inteligible durante más de veinte años. O tal vez  Jorge Gumier Maier, el amante-amigo de Schiliro a quien se lo regalé, nunca lo haya escuchado, preservándolo involuntariamente para la ocasión de  que Omar volviera a brillar. Lo había entrevistado para una nota en Página 30 sobre la vida con el virus, pero la charla poco a poco se fue volviendo venidera, como si hubiera sucedido hoy.  –No siempre pensé que lo tenía pero eso andaba siempre flotando. Jorge me decía “es un raye, lo que vos tenés es un raye”. Y la piña de mi viejo me despertó. Fue porque no quería trabajar. Pero en realidad no podía.  Entonces me dio esa piña que me dio vuelta la cabeza. Yo antes era alguien o para quien no tenía sentido nada, no tenía voluntad y vivía como al pedo,  pero desde hacía años. Tenía proyectos en la cabeza pero los ponía y no lo lograba. Pero en ese momento me decía “¿Para que si me voy a morir? porque seguro que lo tengo”. Vivía en la duda. Porque también iba a la dermatóloga por un problema con la piel  y ella me mandaba al doctor Cahn y entonces yo pensaba “para qué voy a ir sino tengo sida”. Cuando me enteré que lo tenía fue como... ¿viste cuando agarrás una cuchara y sacás todo lo podrido de una fruta? Bueno, a mí a partir del resultado me agarró una cosa como de sacar todo lo podrido pero principalmente la duda. Miedo no tengo. Yo creo que al miedo uno tiene que  ponerlo en un lugar para sacarle energía. Porque si no  termina dándole vida al miedo. En cambio, cuando decidís sacarle energía al miedo, le sacás el miedo a todo. Por eso también le he perdido miedo a la muerte. Yo creo que nunca hubiera llegado a hacer arte si no me enfermaba. No es que yo cambié de persona, cambié de dimensión. Antes de hacerme el análisis Jorge me decía “Si no lo tenés, mejor; si lo tenés hay tratamientos”. Saber paró la angustia. No digo que sea un don, una joda. Pero es otra historia. Antes de saber el resultado yo no hacía nada con el arte. Le decía a Jorge: “me gustaría hacer esto”. Ahí ya estaban algunos chispazos de la puerta que tenía que pasar. Entonces hubo un antes y un después de la piña. Porque automáticamente me reprogramé. 

En la cabaña del Tigre que un tiempo me alquiló Gumier Maier, ante mi queja por la vajilla esquilmada, me señalaba los tesoros de las paredes: los cuadritos de Benito Laren, un Avello ubicado donde los católicos suelen poner un crucifijo pero con mayor devoción, una piña amarilla apoyada en una vitrina roja, de hojas verdísimas cuya oscura función podría ser la de guardar hielo pero también sangría helada. Me la mostraba con el entusiasmo contagioso de un marchand. Ahora lo comprendo: era el monumento a la piña que le dio vuelta la cabeza a Omar y lo llevó a hacerse el análisis. 

–Antes de la piña me di cuenta que lo que buscaba era el arte porque cuando empecé con la onda industrial se me pinchó todo. Yo la había roto con unos lapicitos. Eran una imitación de un lápiz común pero rococó. Bien adornaditos. Pero como eran también artesanales no podía bancarme la cantidad que me pedían. Entonces empecé a poner cien por ciento todo en la creación. Y ahí pensé en el arte:”en vez de hacer miles de piezas hago una”. Lo primero que te hace perder la enfermedad es esa cosa con la  fama, la fortuna y el éxito. Uno piensa en algo más palpable. Querés algo que te de menos asco.

¿Asco?

–Sí, como una vidriera de Harrod’s con todo bronce y oro que antes me hubiera gustado hacer. Ahora prefiero la calidez, el color. Y a mí el color  me lo sacó Jorge porque yo estudié pintura con él. Antes te combinaba beige con marrón. El color te saca de la cosa gris y, si tenés una vida gris, el color te prende más.

Pablo Messil
2. SIN TÍTULO, 1992.

La palangana y la perla 

Mucho artistas enfermos han expuesto los estadios de su enfermedad a la manera de un testimonio casi siempre adscripto al realismo, centrado en la política de la visibilidad (por eso, desde cierta voluntad terrorista para los observadores sanos). En la intención de simular decirlo todos o mostrarlo todo de la enfermedad, el artista parece identificarse con la enfermedad misma. Schiliro nada que ver. Como las fotos de Alejandro Kuropatwa, que fotografiaba sus medicaciones para el sida como si fueran el diamante Krupp de Elizabeth Taylor, las obras de Omar Schiliro no documentan nada. Tampoco subliman la enfermedad: la dejan afuera, son invenciones donde la enfermedad no sólo no puede sino que no está, pertenecen a otra economía pero tampoco son evasivas, construyen una realidad emancipada que el artista imaginaba como otra dimensión. 

–Jorge dice que yo soy una bruja. Porque me pasan cosas que yo provoco. Ahora lo que me pasa es que tengo más conciencia  y sé que lo provoco porque cuando hice mi primer objeto yo me trasladé, es decir que yo lo vi  en otro lugar. Ojo, no te digo la locura de que yo me traslado a otro lugar materialmente pero sí que logro estar en otro espacio y sacar de ahí un ramo de flores y traerlo. 

¿Cómo en una visualización? 

–Sí. Cuando Jorge me invitó a hacer algo para la muestra Bienvenida primavera, dije ¿qué necesito? Unas flores. Entonces me transporté y de todas las flores de plástico, traje las que necesitaba. Consciente, no en un sueño.

En todo caso en un sueño dirigido... ¿o es algo que imaginás?

–No lo imagino porque lo llego a ver. Es como que lo traigo mágicamente. Y eso es lo que da vida a lo que uno hace: pienso que cada cosa tiene alma porque existe en ese otro lugar. También pienso que en ese lugar hay gente que se mueve a años luz. Que anda por la habitación pero que no la veo porque tienen otra velocidad. Por ahí todos tienen la misma contextura física que nosotros pero en otro tiempo entonces no chocan con nuestra materia. Vos vas caminando y te cruzás con ellos que te pueden chocar pero no los sentís pero tenés un presentimiento de que algo pasó. El yoga es lo más cerca donde siempre pensé estas cosas. 

¿Cuál sería ese lugar? 

–No lo sé. Antes lo que me pasaba y que ahora no me pasa es que yo había dejado de soñar. Y el síntoma de dejar de soñar es de que uno tiene la cabeza medio parada. Porque hay que soñar aunque  sea un sueño malo pero soñar porque los sueños te comunican con otra dimensión. Pero en aquel momento no lo podía hacer. Ahora tengo un sueño atrás de otro, con mensajes. Por ejemplo sueño mucho con fiestas. Y los sueños me dan la conciencia de que estoy vivo. En general no me acuerdo mucho de los sueños salvo cuando me levanto. Y sino sueño siento ese hastío que no te bancás. Me levanto y digo “no pasa nada”. ¿Cuándo me va a pasar algo? En la noticia del análisis pasó algo.

Pablo Messil
(AMOR), TRÍPTICO SALUD, DINERO Y AMOR, 1993.

El método Chichita   

Una curaduría amorosa no es una curaduría “profesional” sino un arte del realce, el subrayado, la reinvención de una espacio hospitalario y un borrarse casi detrás de las obras en un gesto alejado de todo sacrificio para formar una alianza política: Cristina Schiavi y Paola Vega trabajaron con un fondo de Ni Una Menos y 8M y algo de esas sororidad debe haberse colado en la recuperación de cada pieza, en la pesquisa biográfica, paciente con un Jorge Gumier Maier que se jugaba por el Ahora voy a brillar pero  que advertía sobre su posible apartarse por un duelo que sabía no lineal en el paso del tiempo y su propio peso de testigo y amante. Los textos de Mariana Cerviño y Francisco Lemus son aproximaciones críticas que apuntan más a una poética de la conjetura que a la inscripción académica, con cuidados y se me ocurre la palabra “cuidado” en un sentido de  no tapar la obra con palabras de acuerdo al manifiesto “El tao del arte” lanzado por Jorge Gumier Maier, cuya idea y proyecto lanzaron aqquí. Pero el artista no era agradecido: hay una tira de Olaf el vikingo en la que el protagonista, detenido en el umbral de su choza, anuncia “Acabo de conquistar París”  y Helga, su mujer le contesta “pero estás embarrando el felpudo”. Con esa confianza irrespetuosa por doméstica, Omar me dijo con una sonrisa meliflua:

–A mí no me gusta lo que hace Jorge. Me gusta el material pero no lo que hace con ese material. Yo no sé si tiene un rollo con la lógica pero lo que a mí  me transmite es una cosa cuadrada con un límite que no tiene otra carga que el color. Muchas rectas. 

No puedo escribir eso, me va a matar.

–Pero si él lo sabe, se lo digo siempre. Y él lo toma como algo gracioso. Que le diga que su obra es como un catálogo de pinturas Alba. 

¿Cuáles son los fondos míticos de Gumier Maier? Los recortes de metal y chapa de su padre Gino, los colores pastel del interior de la peluquería de su tía Esther, los muebles artesanales que un tío abuelo decoraba con pájaros que primero pintaba con lápices de colores en hojas de papel canson, las combinaciones de las fórmicas de las mesitas, los almanaques y los azulejos de las heladerías de las pizzerías y heladerías que otros parientes hacían rendir para poder veranear en Mar del Plata, donde su retina recogió la estética copetinera de los años 50. Los de Omar Schiliro el Italpark, los bazares, películas como Barbarella o El ladrón de Bagdad (según texto de Adriana Rosenberg y del mismo Gumier Maier),la famosa esquina de las luces de Suipacha y Córdoba. (¡Ay, que tentación de decir que faltaría agregar la revista Atalaya, con sus imágenes paradisíacas de frutos y flores casi titánicos y de colores primarios que ilustraban una felicidad que no es de este mundo y que recibía su madre cocinera y testigo de Jehová!)

Hay un lugar común por el cual el viejo influye en el joven, el maestro en el discípulo, el experto en el no iniciado. Pero la paleta de Omar es neta,  luminosa, mientras que Gumier Maier apastela y mientras él reanima el objeto y lo hace figurativo mediante una suerte de antropomorfismo lírico, Schilliro lo deja tal cual, sólo que en caprichosas combinaciones plebeyas, llevando a los espacios del arte la obra anónima, por ejemplo esa flanera que atraviesa las décadas con sus pétalos alineados en un círculo,esas tazas de  líneas aerodinámicas de lo que antaño se llamaba pomposamente “vajilla escandinava”, esa pedrería chonga encontrada en las cuevas de Alí Babá del Once. Gumier Maier va hacia el títere, Omar Schilliro hacia el parque público.  

“‘Dejá esas rayas’ era la máxima de Omar, que también era Chichi, Chichita”, me explicaba Gumier Maier cuando en el 2002 preparaba su muestra Chi chi. Le puse Chi Chi porque yo nunca había hecho una muestra con tanto color y movimiento. 

Entonces a la sombra de la Ch de Chichita, Gumier Maier expuso unas obras que no se movían pero que hacían alucinar un movimiento de calipso tocado por la orquesta de Xavier Cugat que la dirigía con un chiguagua en la mano cuando Abbe Lane imponía un latinismo trucho de Middle West y un meneo de caderas ligeramente fósil pero que al ritmo sincopado de la marimba daba mareos hasta a los sentados. 

Venía para acá 

Como si un galgo alocado, luego de oír el disparo de largada se sentara en lugar de correr hasta quedar codo a codo con el ganador, Omar Schiliro expuso en el ICI –ese espacio atildado de la calle Florida donde los desniveles design hacían peligrosa la llegada tarde a la proyección de un video de Chris Marker y el caminar haciendo eses post champagne– codo a codo con Gumier Maier, el pope de los ‘90 que había hecho del pasillo húmedo del Rojas una internacional de arte más que moderno y que entonces ya morigeraba con discretas guayaberas y anteojos su look de la década anterior ligeramente neo nazi, porque después de todo y aun siendo sinoísta ¿cómo no explotar su parecido con Helmut Berger? Ahora Omar Schiliro ha llegado antes que él a la fortaleza de Amalita Fortabat cuya entrada fastuosa tiene su nombre en piedra.

En sus últimos días, casi siempre dormido, contaba Gumier Maier, Omar se inquietaba de pronto y comenzaba a intentar levantarse con gestos donde el desasosiego hacía casi ininteligibles sus palabras pero en las que se notaba un apuro por llegar a un sitio para el que se hacía tarde y entonces pedía por señas que le alcanzaran rápido unas ropas, como convencido también de que él era el invitado más importante. Según su idea del tiempo y el espacio, entre el tao y la física cuántica, venía para acá, a su primer retrospectiva, pero ¿desde dónde? 

 –Yo tengo expectativas de vivir pero sé que puedo morir. Lo que tiene que pasar que pase. Pero no como una culpa. No me castigo, no me torturo. Y en eso me identifico con Batato que sabía que tenía leucemia y quería hacer algo antes de morir. Entonces es lógico que no muriera antes de ser travesti. Por ahí le faltaba hacer más televisión pero ¿qué más le quedaba? ¿Transformarse en un elefante? Por eso digo que morirse bien es haber vivido bien. Y yo sé que voy a llegar a hacer todo lo que quiero. Hay una imagen de la muerte que tengo de chiquito y es que la muerte también es otro lugar. Y que allí me voy a encontrar con la gente que murió y quise mucho. Me van a decir “ché, boludo, tanto cagarte de angustia allá y acá te estábamos esperando. Estuviste sufriendo al pedo, la pasamos bárbaro”. Es como si fueras a una fiesta divertida y te enteraras que la hacen todos los días. Y ahí está Batato como dijo en una carta, antes de morir , preparando el recibimiento: “Allí estaré yo con mi vestidito”.