Es el que viene. 

Luego de esperar dos, tres horas, parado en una esquina de Liniers o de Mataderos, Ricardo Melogno sentía eso, que lo que tenía que hacer sería en el próximo taxi que apareciera. “Era como una premonición, un sentimiento de premonición”, le contó a Carlos Busqued en el penal de Ezeiza. Era la primavera de 1982 y por entonces Melogno, un muchacho de veinte años que bien pudo ir a Malvinas, que todavía se movía con la cédula que el ejército entregaba a cambio del DNI (aunque ya había terminado la conscripción), se metía en los cines por las tardes y salía de noche, al final de una película que veía varias veces, en aquellas salas de funciones continuadas. Ya en el taxi, Melogno indicaba una esquina. Y al llegar a destino, le disparaba al chofer. “El asesino de los taxistas”, titulaban los diarios. Fueron cuatro casos y los crímenes tenían las mismas características: el motor del auto apagado, las luces encendidas, el conductor recostado sobre el asiento del acompañante con un tiro calibre 22 en la sien derecha, sin indicios de que el móvil fuera asalto por dinero, con la documentación del chofer faltante y el contador de la tarifa puesto a cero. 

Son las coordenadas que aparecen casi de arranque en Magnetizado, segundo libro de Busqued, que se presenta como una conversación con Ricardo Melogno. De movida también se cuenta que a mediados de octubre de ese año un hombre se presentó en Tribunales y pidió hablar con el juez de la causa para deslindar responsabilidades. “Dijo que el asesino de los taxistas era su hermano, y que en ese mismo momento estaba junto a su padre, desayunando en un departamento del barrio de Caballito”, escribe Busqued. “Se ofreció a guiar una comisión policial hasta el lugar. Aseguraba que su hermano estaba desarmado y que se lo podía arrestar sin violencia”. Enseguida, en el interrogatorio, Melogno admitió ser el autor de los crímenes. Aunque la mayoría de las preguntas básicas parecen respondidas de movida, el trabajo de Busqued se encarga de mostrar que eso no es suficiente, que la historia de Melogno es mucho más compleja y alucinante, y que hay una respuesta pendiente: por qué. “El libro cuenta la aventura de la vida de él”, dice Busqued en la pizzería Kentucky de Pacífico. “Que es una aventura muy rara: un tipo que estuvo muy loco y habla con vos estando cuerdo. Es un tipo que le pegó cuatro tiros a cuatro tipos en una semana. Sin saber por qué. Aún hoy”. 

El libro es, en rigor, una versión editada de más de noventa horas de charlas a solas, con ambos tomando mate en un salón de visitas de la cárcel de Ezeiza: un destilado de la conversación en 140 páginas. Casi no hay descripciones: Melogno cuenta, Busqued pregunta, repregunta, abre un campo temático, acota en busca de algún detalle o precisión. Hay también en el libro unas pocas vertientes adicionales: una entrevista con el juez que lo detuvo y otra con una psiquiatra que trató a Melogno durante siete años, mientras estuvo detenido en la Unidad 20 del Borda; un puñado de recortes y extractos de la prensa de la época; una recorrida por los diagnósticos que el Estado fue evaluando en 35 años de detención: “Psicópata esquizo perverso histérico”; “Tendencia al pensamiento mágico”; “Trastorno de personalidad antisocial con núcleos esquizoides”; “Perturbaciones cuantitativas”; “Autista”; “Cuadro delirante crónico compatible con parafrenia o paranoia”; “No se comprueba matiz afectivo alguno”. Melogno cuenta de su madre espiritista, que lo humillaba y le daba unas palizas fenomenales; de su iniciación en la santería, para fortalecerse; de formas de supervivencia en la cárcel. 

“Es una historia fantasmal en sí misma, con muy pocos elementos”. dice Busqued. “Armé un poco la cosa con diarios de entonces, pero no di con testigos, ni con peritos de esa época; conseguí al juez, únicamente, que era joven en aquel momento. Casi no se puede corroborar nada. Pero hubo algo que sí pasó: Ricardo me contó que cuando mató al último, a pocos metros se prendió una luz, y que pensó: ‘Si esta gente tiene un teléfono, llama a la policía y cagué, estoy en cana’. Y que lo mismo se quedó fumando en el asiento de atrás, le importó tres pingos eso. Resulta que hace un año y medio en Cámara del crimen, el programa de Canaletti, hicieron un informe con su caso: ‘Concha de la lora, me lo van a arruinar todo’, pensé. Pero no, estaban con la información de la prensa de la época, nomás. Lo que sí tenían era el metraje del noticiero, y ahí una mina entrevistada cuenta: ‘Estábamos por comer y sentimos un ruido, y entonces mi marido va, prende la luz, y vimos que estaba parado el taxi’. ‘Ah, debe ser de ahí’, dijeron. A las dos de la mañana ella vio que el taxi seguía ahí, salió y se encontró con el tipo muerto. Están esas pequeñas cositas que terminan corroborando un poco lo que él cuenta, pero también hay situaciones raras, que no sabés. Porque no hay gente que pudiera hablar de él. Acá el agujero de la historia es esencial. La incertidumbre”. 

“La mierda, estoy magnetizado, qué me pasó”, se dice Melogno en un momento: conviene por ahí no revelar en cuál. Le pasa al lector con este libro de Busqued, esto de sentirse atraído, pegado: mientras lo leía en el colectivo o en algún bar, más de una vez apareció el impulso de recomendárselo al primer desconocido a mano. “Cuando me contó esa anécdota dije sí, magnetizado”, dice Busqued. “Y me encantó alinearlo con la Ley de Ampère, para abrir, el epígrafe: ‘Circula una corriente fuerte dentro tuyo, hay un campo magnético alrededor’. A la mierda. Quedó como un concepto, no están juntadas las partes a la que te criaste. Están engarzadas alrededor de un eje. Ahí cerró todo. Magnetizado y la Ley de Ampère. Que es lo más frío y a la vez re describe, loco”. 

EL TALÓN EN LA FRENTE

Luego de pasar unos años en Caseros, Devoto y el Borda, a Melogno le propusieron en Ezeiza, como parte del tratamiento, escribir su historia: tras muchos años de maltratarlo, empastillarlo y/o ignorarlo, llevaba una década sin medicación psiquiátrica, trabajando en la cárcel como cocinero. “Un tipo que laburaba, tenía su guita, un orden”, cuenta Busqued. “Le hicieron esa propuesta y él dijo que como había tenido un problema con una psicóloga por ponerse a escribir, no quería. ‘Pero si traen a alguien para charlar, un periodista o algo, puede ser’, dijo, y ahí lo ponen en contacto conmigo. Yo tenía algunas referencias de él. Cuando lo conocí me dio la idea de un no docente de la universidad, uno de esos viejos de mantenimiento piola, que toma mate, pero que a la vez tiene las bolas secas con el laburo”. 

¿Leyó el libro él?

–Sí, sí. Con esta edición debe estar ahora, pero él leyó una versión algo más larga: por una cuestión de continuidad le saqué anécdotas de la cárcel, había mucho más de tumba. Fue muy difícil ordenarlo y hacerlo legible al libro, porque todas las charlas eran mucho más largas, y los temas estaban desperdigados a lo largo de todas las conversaciones. Cuando él lo leyó dijo: “Sí, es mi vida”. Me marcó un párrafo repetido, nomás: lo leyó muy atentamente. 

¿Te fascinó él, en algún momento? Me sorprendió esa descripción de él como un no docente.

–Yo he leído mucho sobre asesinos en serie, y el libro que me cerró mucho la curiosidad fue Killing For Company, de Dennis Nilsen, un tipo muy simpático que mató quince homosexuales en Inglaterra. Un tipo que no está contento consigo mismo, entonces hay una humanidad en él cuando explica sus actos. Para él era un problema deshacerse de los cadáveres. Un tipo más exótico, que hervía las cabezas para que se ponga floja la carne y después tirarla por el inodoro. Un necrófilo de la san puta, aparte. El necrófilo esencial es como que viene de otro mundo. En cambio Ricardo no tiene una monstruosidad: vos cada tanto te acordás de qué hizo. Él también dice lo que hizo, no oculta nada. Ricardo es un tipo que te despierta una especie de simpatía. No me gustaría usar la palabra piedad, pero hay algo de eso, o compasión. Te da toda la idea de que es muy honesto cuando te habla. Un tipo que a los seis meses de estar en cana se quiso suicidar y podría decirte, para hacerse el bueno, “no, estaba arrepentido de lo que hice”, y en cambio te dice que se quería matar por aburrimiento, “es un embole estar todo el tiempo en cana”. 

“Tuve que trabajar mucho para hacerlo atractivo”, dice Busqued. “Es más embolante en la charla, él. Y no tiene ningún exotismo. El único momento en el que me asustó fue cuando se puso el talón en la frente. Durante todas las horas de charla estuve sin guardia ni nada, en una habitación encerrado con el guaso. Todo bien, tomando mate. Hasta que en un momento me está explicando cómo asusta a los pendejos, qué sé yo, para tenerlos a raya en la cárcel. ‘Los pendejos vienen y me dicen eh, viejo, vos habrás sido malo en tu época, pero ahora estás gordo’. Y entonces él, me cuenta, les contesta: Mirá, voy a estar viejo cuando no pueda hacer esto. Y ahí él, que es un gordito medio petiso, se para, hace tres o cuatro movimientos y se está tocando la frente con el talón del pie. Porque hizo yoga. Ahí me dije: ‘No, si este guaso quiere, me mata en 33 segundos’. Fue el único momento. Porque no es para nada un tipo histriónico, ni nunca lo vi tratando de impresionarme. Alguien desafectado, pero simpático a la vez”. 

EL MUNDO DE LOS OTROS

Busqued nació en 1970 en Presidencia Roque Sáenz Peña, Chaco. “Es lindo Sáenz Peña”, dice. “O sea, es feo. El Chaco es un lugar que está bueno para ser chico. Hay menos margen para la boludez”. Luego se fue a Córdoba, a estudiar: se recibió de ingeniero metalúrgico. Da clases de análisis matemático en la Universidad, allá, en Córdoba: va una vez cada quince días, porque desde hace un tiempo vive en San Cristóbal. Trabaja en la editorial de la UTN, en Buenos Aires. Diez años atrás publicó su primer libro, Bajo este sol tremendo, una novela tan opresiva como atrapante. Magnética, también. “Los dos libros tienen en común el mundo, el clima”, dice Busqued. “Un mundo con el que los personajes no terminan de estar en sintonía, un mundo que para afuera es muy fantasmal”. Lo sorprendieron las buenas repercusiones de Magnetizado, que incluso aparece entre las listas de best sellers. Desde hace mucho tiempo trabaja en una novela que, provisoriamente, se llama El cotolengo de acero: “Son unos nazis, en Córdoba, que odian el mundo”, dice. 

¿Y qué de autobiográfico dirías que se filtra hacia estos dos primeros libros que publicaste?

–El clima mental. Y la identificación con Ricardo, también.

¿Ampliás un poco?

–Bajo este sol tremendo viste que es clima: en cada cosita está, todo el tiempo, ese clima de que no aguantás más. Eso. La inaguantabilidad de todo. Yo ahora estoy un poquito mejor. Como más relajado con la vida. No sé. Pero durante mucho tiempo siento sintonía con estos dos libros, con cómo piensan, dónde van, la clase de mundo en el que viven estas personas. El mundo de los otros, de los tipos que la pasan bien, para mí es un mundo del que estoy separado. Siempre tengo la sensación de que los otros saben algo que yo no sé. Que todos la pasan bien en base a algo que yo desconozco. Esa sensación de ajenidad es patente. Y ahí es donde me siento cerca. Donde siento que puedo charlar.

 ¿Y cómo se relaciona eso con la escritura, qué viaje hay ahí?

–Que es la única que encontré. Creo que cualquier otra forma de sublimar conviene más que escribir. Porque económicamente tampoco es que ganás... A mí me salvó, en cierto sentido, la literatura. Yo escucho mi nombre y siento que me van a cagar a pedos. O que me van a dar un parcial con un dos. Tengo asociado mi nombre a eso. Y estos dos libros lo que hicieron fue achicar esa sensación. Me sacaron un poco de ahí. Pero por lo demás, escribir es como... para que me disculpen lo que soy. Yo puedo portarme como un pelotudo en mi vida, en general, como un tipo que no entiende nada. Y entonces es importante dejar indicios de que atrás de mi pelotudez, hay un sistema complejo de pensamiento.