El acuerdo comercial en curso con la Unión Europea involucra la virtual totalidad del comercio exterior argentino, implicando su gradual y completa liberalización. Las quejas mayores en el plano empresario han surgido de algunas asociaciones donde prevalecen empresas pequeñas y medianas, que han hecho hincapié en el impacto sobre el empleo; de igual forma se han manifestado entidades sindicales. Las grandes empresas industriales y de servicios no se han pronunciado en contra, y la propia Unión Industrial Argentina ha tenido un posicionamiento poco visible.
¿Cuál es el impacto esperable del acuerdo? Un reciente estudio crítico de la Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo advirtió que habría 186.000 puestos de trabajo en riesgo (informe ODEP). Pero ese número, en realidad, no representa un monto muy significativo sobre el total de población ocupada de la Argentina, que se puede estimar en cerca de 20 millones. El acuerdo afectaría a menos del 1 por ciento de los puestos de trabajo. Aun dentro del sector industrial, el impacto estaría en el orden del 10 por ciento del empleo. Si el acuerdo por otro lado viabilizara un incremento de la actividad económica (la esperada “lluvia de inversiones”), estos empleos perdidos se verían compensados por una mayor demanda de fuerza de trabajo.
Sin embargo, el argumento del impacto sobre el empleo ha sido el dominante, en los (escasos) debates sobre este tema, junto con la controversia acerca de cuál será la apertura que en definitiva posibilitará la Unión Europea a las importaciones agrícolas.
Esto ha desviado la atención acerca de lo que realmente está en juego. Para empezar, el acuerdo va mucho más allá de la cuestión del comercio. Establece la igualdad de trato a las empresas extranjeras con relación a las nacionales; liberaliza el acceso a la prestación de los servicios, entre ellos el servicio de transporte por agua; fortalece mecanismos de propiedad intelectual; asegura trato nacional a empresas extranjeras en contrataciones públicas; flexibiliza normas de origen, permitiendo la entrada de productos elaborados en países con bajos salarios (por ejemplo, Vietnam) como si fueran de origen en países signatarios del acuerdo (por ejemplo, Italia).
De hecho, como ya señalara el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, los acuerdos de integración tienen en realidad esos propósitos, porque en la medida en que prevalezca la adhesión a las normas de la Organización Mundial de Comercio, el escenario esperable para el comercio internacional de bienes es, de todas maneras, de liberalización.
Lo cierto es que este acuerdo –cuyos detalles se conocen por vía informal, y por lo que trasciende desde el lado europeo– se traducirá en fuertes restricciones a las posibilidades de políticas de promoción de actividades productivas, en particular en el sector industrial, además de afectar vía competencia externa a numerosos sectores. Un subsidio o una medida de promoción, por ejemplo, podrá ser impugnado por ser distorsionante de los flujos comerciales.
Por otro lado, la Unión Europea, en el caso de los países con un menor nivel de desarrollo, destina cuantiosos fondos para inversión, dirigidos principalmente a infraestructura; se trata de los denominados Fondos de Convergencia. Este fue el caso, por ejemplo, de España, Portugal y Grecia. Cuando ingresaron a la Unión Europea, en la década de 1980, su producto per cápita era cerca de un 40 por ciento menor al de Francia, Italia y Alemania en conjunto. De allí que recibieran abundante financiamiento. Esto contribuyó al gran desarrollo de trenes de alta velocidad en España, por ejemplo.
La actual diferencia en el producto per cápita entre Brasil, Argentina y Uruguay con relación a Francia, Alemania e Italia, en conjunto, es de más de 60 por ciento; la asimetría es mucho mayor. Sin embargo, no hay previsto ningún mecanismo compensatorio, análogo a los Fondos de Convergencia.
¿Por qué el gobierno de un país decide avanzar en un acuerdo de complementación con un bloque económico de mucho mayor nivel de desarrollo y peso geopolítico, virtualmente sin redes de protección, más allá de acordar un plazo de transición, frente a asimetrías visibles y lacerantes? ¿Por qué un gobierno atenta incluso en contra de intereses empresarios, que se supone que son parte de su soporte?
La única explicación que encontramos es que estos acuerdos tienen un propósito político interno: constituirse en una herrramienta de ordenamiento y disciplinamiento. Lo que probablemente espera este gobierno es que el argumento del acuerdo con la Unión Europea permita contener presiones por políticas sectoriales, e incluso por los niveles salariales. Habrá restricciones a subsidios sectoriales, como así también la permanente amenaza de la competencia externa a la hora de negociar salarios. Esto puede explicar que desde las empresas grandes no se vea con malos ojos esta decisión.
Pero esto muestra a las claras que las elites dirigentes argentinas no tienen proyecto para el colectivo social; todo pasa por la contención de presiones sectoriales.
Nos es casualidad entonces que en estos días, mientras avanza el acuerdo con la Unión Europea, la empresa estatal INVAP, uno de los pocos y auténticos logros en materia tecnológica de la Argentina, enfrenta restricciones que motivan el retraso en el pago de los sueldos, lo que permite avizorar un futuro poco venturoso. Acordamos con la Unión Europea, pero dejamos caer INVAP.
Una evidencia más de una dirigencia no solo gubernamental con una asombrosa cortedad de miras. Mal podremos esperar un proyecto sostenible e inclusivo de desarrollo en este contexto, máxime a la sombra del acuerdo con la Unión Europea.
* Universidad de Buenos Aires-IIE-Cespa.