A Hernán y Cristina
Cuando el imperio romano fue hacia el norte para conquistar la Galia, fijó a medio camino un campamento militar al que denominó Mediolanum (la palabra es una latinización de la expresión celta Medhelanon, que significa "tierra del medio"). Más tarde terminaría agrandando sus límites y achicando su nombre. Milano entonces es una ciudad anciana como el imperio, que ha visto gran parte de la historia que los occidentales hemos elegido contarnos. Eso puede verse en la línea medular que la cruza. Empieza con el Arco Della Pace que mandó construir Napoleón para conmemorar sus victorias ‑tuvieron que interrumpir los trabajos después de Waterloo‑. Es notable que todos los megalómanos se hayan puesto de acuerdo en dedicar "a la paz" todos los monumentos que conmemoran una guerra. Siguiendo con la línea, atravesando el Parque Sempione se encuentra el castillo Sforzesco, con sus viejos fosos y los agujeros de las vigas quemadas entre los ladrillos. Allí puede verse la Piedad Rondandini, una escultura inconclusa de Miguel Angel que nos ensancha el misterio de cómo de un bloque de mármol se llegaba a la perfección estética. Por último, en el otro extremo de la línea, rodeado de galerías y edificios de postal, el Duomo. Acaso el más hermoso de todos, al menos entre los que he visto (quizá me haya convencido de esto Hernán, mi anfitrión, los dos sentados al pie de un monumento, devorando unos panzerotti). Cargado de figuras y animalejos barrocos, como cuando un chico deja caer el hilo de arena acuosa sobre un castillo seco y quedan esos arabescos y moños añadidos con un capricho perfecto. Las referencias turísticas, más allá de su belleza obvia, son la Madonnina de Pellicani en su altura máxima y en su interior una escultura que guarda más de un misterio: "San Bartolomé desollado", presuntamente de Marco da Agrate. Si uno ingresa por la puerta principal y camina por el pasillo de la derecha rumbo a la nave, en el final del trayecto se va a encontrar con la escultura. Fácil de ver, aunque para muchos pase desapercibida. Es de 1562. Según el martirologio romano, Bartolomé fue un cristiano que predicó la palabra de Dios en la India y en Armenia, donde sufrió el martirio. Fue desollado vivo y después decapitado por el rey Astyages. Este martirio ocurrió en Abanopolis, en la costa occidental del Mar Caspio. En la escultura de Agrate la piel desollada de Bartolomé cuelga del hombro como un abrigo, de hecho tienta a creer que se trata de un paño o un lienzo para ocultar la desnudez. La piel de la cara cae hacia atrás entre jirones y puede verse el viejo molde de su cabeza que dibuja una expresión distinta a la que tiene su cara sin pellejo. La obra es de una fisonomía hiperrealista, típica del renacimiento: músculos, arterias y huesos, un modelo a escala para una clase de anatomía.
Pero vuelvo a esas dos expresiones, que es lo que me interesa resaltar. La vieja cara, arrancada con la piel, guarda un gesto de dolor, seguramente la prueba del sufrimiento que experimentó durante el tormento. Y su nueva cara, la erguida, la que no se oculta tras el velo de la dermis, muestra a un hombre indolente, reflexivo, observando el corredor en paz. A riesgo de ser apedreado por marxistas ortodoxos, lo primero que vino a mi mente al momento de verla fue a quello del hombre nuevo que había enunciado el Che Guevara. La transformación radical del sujeto, cuya misión permanente y consciente es el sacrificio por concebir una sociedad más justa, pero además con valores y hábitos distintos. No porque ese medio parallegar ‑el sacrificio‑, sea un tormento, ni tampoco que para ello sea necesario ser mártires; yo descreo de los mártires y de los héroes, son egoístas y arrogantes. Sino porque quitarse de encima los prejuicios, el egoísmo, la ambición, todas las miserias humanas potenciadas por la trasmodernidad, debe ser tan dificultoso como arrancarnos la piel como si fuera una cáscara de banana. El resultado es esa expresión de Bartolomé, ese gesto de tranquilidad y triunfo.
Recuerdo las imágenes religiosas de la iglesia de mi colegio primario. Respondían a la estética barroca española, el naturalismo dramático y emocional que hace ver a las figuras como mendigantes y piadosas. A diferencia de Bartolomé, aun en carne viva, en lugar de transmitir esa sensación de liberación, de triunfo sobre el dolor, daban miedo, mucho miedo. Hay detrás de ellas, además de una intención diferente del escultor, un propósito corporativo. La iglesia buscaba idealizar las figuras, lograr que sublimaran el dolor en busca de la magnificencia de la divinidad. Recuerdo mirarlas y esperar, con absoluto terror, que parpadearan, que movieran la boca o torcieran la mirada. Aún hoy sucede, quizá por la sensación que devuelve el recuerdo. Es probable que ambos efectos difieran básicamente en la búsqueda. Agrate buscaba en la representación de ese mito un logro estético, el relato de una historia. La producción casi serial de las otras figuras buscaba un disciplinamiento, el ejercicio de un poder que opera desde un relato, la esencia de todo dogma.
Milan, enero de 2014.
Del libro Mickey en Brandenburgo, presentado esta semana en Rosario.