El último libro de Paul Auster es un ladrillo de casi mil páginas en el que el autor despliega todas y cada una de sus obsesiones. Hace ya varios libros que viene escribiendo una y otra vez casi lo mismo: versiones y reversiones de las cuatro o cinco cosas que lo preocupan y lo movilizan. 4 3 2 1 sorprendió por su volumen pero, a pesar del esfuerzo que puso el novelista en desgranar esos motores creativos, lejos está del nivel de los hitos de su carrera. Algo parecido ocurre con Fito Páez: su último disco, La ciudad liberada, es un lingote de 18 tracks que recorren puntillosamente todos los motivos y temas que conforman, musical y poéticamente, la estética Páez. Un álbum espeso, por extensión y por contenido, donde el rosarino vuelve a hacer honor (una vez más, y van...) a sus tres musas: la Ciudad, la Libertad y el Amor. ¿Es La ciudad liberada un álbum comparable con Ciudad de pobres corazones, Giros o El amor después del amor? Seguramente no. Pero lo que ocurre con los músicos a diferencia de los novelistas es que cada nueva producción discográfica abre la posibilidad de hacer shows, de reencontrarse con el público y de dar una dimensión diferente a las canciones nuevas (y a las viejas por añadidura). La primera de las dos presentaciones en vivo del disco, ayer en el Luna Park, se trató de eso: de poner sobre el escenario el genoma de esos temas. Un recital de más de dos horas en el que la premisa fue construir paralelismos, en algunos casos por cercanía musical, en otros por compatibilidad temática y en todos por la pertenencia a ese mundo que es la cabeza de Fito Páez.
El riff oscuro y denso de “Ciudad de pobres corazones” fue una suerte de obertura que dio lugar al primer tema de la lista: en “La ciudad liberada”, la trilogía ciudad/ amor/ libertad se condensó para volverse extrañamente esperanzadora. Esa esperanza se redobló con “Aleluya al sol” y la ciudad tomada por miles de mujeres marchando en esos shananana tribuneros y efectivos. “11 y 6”, ese relato de Bukowski devenido en canción, fue un gran contrapunto literario a lo onírico de “Wo wo wo”, el tema que Pity Alvarez le dictó en sueños a Páez, que contó con la participación de Fabiana Cantilo, quien alternaría y compartiría los coros con la luminosa Julieta Rada.
“Un amigo me contó que la figura del portero la instaló Franco, durante la Guerra Civil española. Era el que se apostaba en cada cuadra para batir. Policía. Mal”, introdujo antes de despacharse con “El ataque de los gorilas”: la ciudad, en este caso, metida en la intimidad de las personas y el portero como límite entre un adentro y un afuera. “El amor después del amor” llegó para ratificar que, para algunas canciones, 25 años no son nada. “Buena suerte, chicas”, saludó a la imagen congelada del auto de Thelma y Louise suspendido entre los acantilados del Gran Cañón, al final de “Dos días en la vida”. ¿Es eso acaso otra cosa que la libertad?
Hay una literalidad que sobrevuela todo el álbum y que fue intensificada en la puesta, en los dichos y hasta en el sonido del show. Porque acá Páez no se anduvo con sutilezas ni con distancias: todo fuerte, todo ahí, todo claro, todo público. El músico arengó, pidió y volvió a arengar cada vez que lo consideró necesario. “En ninguna ciudad del mundo cantan esta canción como la cantan acá. Estén a la altura, por favor”, picanteó antes de lanzarse con una versión de “Polaroid de locura ordinaria” junto a Coki Debernardi.
“La música es una oración, la música es la luz del alma”, explican los versos de “Plegaria”, y la melodía casi naif de este tema, que se va haciendo más y más grande mientras dice tan claramente lo que la letra cuenta, vuelve a dialogar con la literalidad. “La mujer torso y el hombre de la cola de ameba”, con Páez solo al piano, vino a recordar esa prodigiosa capacidad que tiene el músico de transformar el cine en canción. Con “Islamabad” y la danza de unas bailarinas infernales dio por concluido el tiempo dedicado al último disco y, a partir de ese momento, la cosa se trató de cantar, cantar y cantar como si no hubiera un mañana, con la seguidilla “Circo Beat”, “Brillante sobre el mic”, “Ciudad de pobres corazones” y “A rodar mi vida”.
“Hoy en un momento sentí un silencio espeluznante, maravilloso. Si me dejan, y podemos repetirlo, quiero cantar una canción a capella”. Y el silencio se hizo. Y todo el estruendo, la pomposidad que venía siendo desapareció. El escenario se volvió más enorme y, en un exceso de compromiso y amor –y de literalidad–, Fito obsequió “Yo vengo a ofrecer mi corazón” sin amplificación, sin luces. Porque nada de eso era necesario.
Y como todo concluye al fin, la cosa había de tener un cierre. Los bises contaron y cantaron con “Dar es dar”, “Mariposa Technicolor” y “Dale alegría a mi corazón” hasta que el “chico pobre del interior” se despidió con “El diablo de tu corazón” y de nuevo la ciudad, la libertad y el amor. Chau, hasta mañana.