“Jamás he podido recuperarme de mi maravillosa infancia”, podría afirmar Ricardo Forster, repitiendo una frase que le dijo Maurice Merleau-Ponty a Jean-Paul Sartre. Si la infancia es una colonia de “palabras asombradas”, la escritura autobiográfica, atravesada por el ímpetu de la pasión, comunica el pasado con el presente, vuelve sobre el asombro del ayer para internarse en nuevos  horizontes. Forster presentará Huellas que regresan. Sobre la naturaleza, la infancia, los viajes y los libros (Akal), con Víctor Hugo  Morales y Darío Sztajnszrajber, hoy a las 20.30 en la sala Alfonsina Storni de la Feria del Libro. Hay un azaroso itinerario por los pasadizos de la memoria del filósofo benjaminiano en esta excepcional biografía intelectual hilvanada por el flujo de un mismo tejido: la escritura que ensaya, que interpreta, que traiciona y una escritura narrativa que “trabaja” aquello que convoca y actualiza lo recordado. Las 478 páginas son una celebración de la lectura –de los autores iniciáticos como Emilio Salgari a Jorge Luis Borges y Claudio Magris– y la amistad con Nicolás Casullo (1944-2008). “Llegué tarde a la obra poética de Juan L.Ortiz, pero desde que me topé con ella se ha ido incorporando de modo definitivo a mi sensibilidad, ha ido dejando un profundo surco que influyó en mi percepción de las cosas y, por qué no, en mi escritura”, confiesa el autor de La muerte del héroe, La anomalía kirchnerista y La travesía del abismo, entre otros títulos.

–¿Huellas que regresan es su libro más autobiográfico?

–Sí, es un libro que empecé tímidamente a borronear hace ya unos cuantos años, una mañana invernal en Córdoba, en San Miguel de los Ríos. Había dos cosas que estaban muy fuertes, mi recurrente relación con la infancia, bajo la forma de una nostalgia festiva. El vínculo con la infancia es el vínculo con lo lúdico, con la fantasía, las amistades, pero también con los libros, una influencia que es imposible escindir. La lectura crea mundos y te proyecta hacia el futuro. Yo siempre he pensado la infancia como una forma de romper con la monotonía de la época, de la actualidad, del instante, de lo fugaz. Odio a aquellos que maltratan a la nostalgia. Para mí hay una diferencia estructural entre la melancolía y la nostalgia.

–¿Cómo sería esa diferencia?

–Salvando la estirpe melancólica que es extraordinaria, que va del romanticismo a los renacentistas y a los griegos, la melancolía es lo más parecido a la depresión, aquel que ha quedado prisionero de algo que no puede ser y que le impide vivir el presente, salir al mundo y adquirir nuevas experiencias. En la nostalgia el recuerdo se introduce y modifica el presente y a su vez el presente vuelve a hacer algo con ese recuerdo. Soy muy benjaminiano en eso: la rememoración, el juego de lo involuntario, la posibilidad de que la nostalgia permita una sensibilidad crítica sobre todo en una época tan dominada por el festejo de lo fugaz, de lo instantáneo, de la última novedad tecnológica. La nostalgia sobre la infancia, sobre un libro leído o sobre una larga caminata conversando con amigos, es una manera de ir a contracorriente.

–Hace un recorrido por sus primeras lecturas, las de formación con Mark Twain, Julio Verne, Arthur Conald Doyle y Horacio Quiroga. ¿Qué importancia tuvieron?

–Yo no concibo mi relación con el mundo sin los libros. Y menos sin los libros de la infancia, que me recuerdan a mi padre o a amigos entrañables con los que jugábamos al fútbol y conversábamos sobre El sabueso de los Baskerville o Las aventuras de Huckleberry Finn como una manera de jugar a ser parte de la literatura. A los once años terminé de leer un libro maravilloso de Julio Verne, Norte contra Sur, la historia de un chico blanco con un esclavo negro en medio de la Guerra de Secesión. Cuando terminé de leer el libro escribí cuadernos y cuadernos, como si fuese una especie de Pierre Menard que escribe lo mismo que ha leído. La literatura es conversar con los espectros. Por eso el primer capítulo del libro es sobre la transmisión. 

–Después de interrogar la palabra transmisión, continúa con  un texto sobre “La Biblioteca”, donde pone a la biblioteca como prolongación del campo de batalla de las ideas. ¿Quiso devolverle a estas palabras un origen incómodo?

–Sí, es como romper con la pedagogía. Cuando empecé a escribir el texto sobre la biblioteca, me pregunté qué le pasó a mi biblioteca a lo largo de una vida, una biblioteca que se fue armando en las turbulencias del país y de otros mundos, donde autores amadísimos quedaron despojados de toda sacralidad y fueron colocados en los últimos anaqueles, donde un libro podía reaparecer treinta años después y plantearme otro tipo de interrogación. Algunos libros que me fascinaron ya no los podía literalmente leer. O libros que uno dice: qué lástima que no llegaron cuando tenían que llegar. En los viejos tiempos, uno trabajaba con las fichas, entonces iba escribiendo citas bibliográficas y las ordenaba temáticamente, pero terminaba siendo un caos. Si escribía algo sobre Benjamin, tenía 500 fichas, pero yo no sabía dónde estaban las que necesitaba y empezaba a recorrerlas. Muchas veces una ficha que no pensaba encontrar me hizo ir por otro lado en la escritura. Con la lectura pasa eso; hay una suerte de traición. Uno no sigue a un autor en función de las pistas que le puso para seguirlo de tal modo. Uno va siguiéndolo en función de sus vicisitudes, de sus preguntas, sus incapacidades y muchas veces de la incomprensión, el no entender lo que me está diciendo. Pero de repente en ese no entender uno va viendo otras cosas. Un autor que me causa eso y lo respeto enormemente es (Jacques) Derrida: ¿Qué está queriendo decir? Y de pronto aparece una frase de una luminosidad terrible que te abre un mundo. 

–¿Por qué atraviesa el libro la tensión entre fidelidad y traición?

–Cuando pasé de las lecturas de infancia a las de adolescencia, tuve la sensación de abandono y traición a Verne, Twain y Salgari y su reemplazo por Thomas Mann. En el campo de la filosofía me formé en la tradición de Hegel y Marx y la escuela crítica… No sé si la palabra es abandono, pero me fui distanciando y eso se me asemejó a una traición. Después, con los años, uno descubre que aquello que lo tocó en la vida sigue teniendo algo importante para decirnos, para cuestionarnos, para interpelarnos, y volver a leer a Hegel me vuelve a producir un placer que quizá ya no tiene la completud que sentía un joven de 20 años, cuando pensaba que la revolución estaba a la orden del día y leía a Hegel, a Lenin, a Trotski. El mundo académico es muy triturante porque requiere siempre de la clasificación, la taxonomía, el orden, la conceptualización, las hermenéuticas, pero en este libro trato de mostrar que si no está lo gozoso no hay lectura posible. Hay un capítulo que me gusta mucho que es el viaje en tren a José León Suárez, pensando que iba camino a la revolución, pero leyendo al mismo tiempo con una especie de sentimiento de pasión y de culpa La montaña mágica de Mann. Yo le tengo que agradecer la vida a ese libro porque me produjo la añoranza por un mundo decimonónico, y esa literatura es política, es de ideas, es amorosa, es una novela existencial. Todo eso generó la sensación de que la literatura armaba mi vida. Yo soy parte de un tiempo donde todavía un libro podía perturbar la vida interior y también el mundo.

–¿El libro ya no cambia ni el mundo interior ni el exterior? ¿Ha perdido la intensidad de poder transformarlo todo?

–No quiero ser tan pesimista. El libro de papel resiste y eso es impresionante. Una vez le preguntaron a Kant cuáles eran los grandes acontecimientos de su época y puso al mismo nivel la Revolución Francesa y el Emilio de Jean-Jacques Rousseau. Hoy eso es inimaginable, que un libro esté a la altura de un acontecimiento descomunal como la Revolución Francesa. Sin embargo, hay algo de lo moderno genuino que siempre me interesó, lo moderno crítico, disruptivo y utópico que sigue habitando entre las páginas de un libro. Todavía me sigo conmoviendo con ciertas lecturas que hago y hay escrituras que me siguen fascinando. Si tengo que decir dónde estoy, yo estoy en el campo de la escritura, de la literatura.

–¿Qué relación establece entre caminar, leer, escribir?

–Mi compañero de banco en la primera fue Eduardo Blaustein. Una de las cosas que hacíamos a los 10, 11, 12 años, cuando vivíamos en La Lucila y salíamos de la escuela, era caminar hasta el río. Eran caminatas larguísimas de dos chiquitos y en esas caminatas hablábamos de libros, porque a los dos nos gustaba mucho leer. Después eso lo volví a hacer con Nicolás Casullo, cuando hicimos un viaje inolvidable en tren por Europa y caminamos por muchas ciudades. Un gran caminante, un gran conversador, es Oscar del Barco. Cuando uno camina, algo libera también. Soy más lector de novelas que de cuentos. Me he dedicado a enseñar y a escribir sobre filosofía y sus aledaños y amo perderme en la escritura. En ese sentido soy terriblemente borgeano también. Leer es el acto más extraordinario que existe. Después –y muy lejanamente y de vez en cuando– escribir. Nunca me voy a olvidar del día que dejé mi lapicera y entré a usar la computadora. Para mí fue una pérdida importante y me acuerdo que generó enormes discusiones con mis amigos. Yo rechazaba las nuevas tecnologías, hasta que un día me compré una laptop. Pero me di cuenta de que tiene una trampa: la mala abundancia.

–La sensación es que se escribe más que a mano, ¿no?

–Sí. Yo escribía a mano, con una letra ininteligible, que solo entendía yo, y después lo pasaba a máquina. La computadora es como una cinta de Moebius, donde siempre te estás moviendo y sacás material de todos lados.

–Sería el equivalente al fordismo en la escritura, la producción en serie de textos, ¿no?

–Sí, tiene algo de eso, da la sensación de estado de productividad, que todo supuestamente se guarda, pero después te das cuenta de que no. ¿Quién no ha perdido algún texto y se queda con la sensación de que no lo puede volver a escribir? La escritura es sanadora, te permite ir por otros caminos que a veces la vida no te ofrece, como poder escribir sobre algo que nunca vas a vivir. Aunque uno se dedique a una escritura más teórica, filosófica o política. La escritura se disfruta y se sufre también en los tiempos en que no sale nada. Yo siempre tengo la sensación de que lo que escribo no es muy interesante, hasta que lo lee alguien y me dice que está “bueno”. 

–¿Cómo lucha con ese fantasma de lo no interesante?

–Una día le iba a dar a (Héctor) “Toto” Schmucler un largo trabajo sobre Borges que había escrito y “Toto” me preguntó: “¿sentiste que en ese trabajo dijiste algo nuevo? ¿tenés algo nuevo para decir sobre Borges?”. Y me mató (risas). Yo nunca pude escribir ficción, a pesar de que hay muchas cosas narrativas en Huellas que regresan. Siempre que empecé a escribir ficción me dije: “la novela no es lo mío”… Quizá uno sabe que hay un continente y que tiene que trabajar en el interior de ese continente, donde hay un tipo de sensibilidad y de escritura que me permite decir. Hay escritores que para escribir una novela, un libro de cuentos, o un ensayo trazan un plan: “capítulo uno”, “capítulo dos”… yo no puedo hacer eso. Yo voy escribiendo y después veo lo que va saliendo. No sé cómo se construye una escritura… 

   El camino hacia los libros podía tener muchas avenidas principales, pero también algunos pasajes más o menos secretos. “Nosotros fuimos grandes ladrones de libros –subraya Forster–. Una vez la viuda de Pancho Aricó donó su biblioteca, la parte latinoamericana, a la Universidad Nacional de Córdoba. El día que se hizo la donación se hizo un acto muy bonito y el que dio el discurso fue Toto Schmucler: ‘Pancho fue un extraordinario ladrón de libros; todos los libreros que están acá fueron víctimas de Pancho’. El arte de robar libros ha desaparecido; antes había incluso una complicidad entre el librero y el jovencito que se llevaba un libro guardadito y que sabía que lo iba a leer”.

–Parte del “bautismo” como lector era robar un libro, ¿no?

–Sí. Yo tengo dos hazañas fundamentales en la aventura de mi vida. Una fue que durante dos semanas, en la vieja librería Fausto que estaba en Corrientes, entre Talcahuano y Uruguay, me robé los cuatro tomos de la Estética de Lukács de Grijalbo. Yo tenía 16 años y había seguido la pista de Lukács a través de Thomas Mann. En otra librería que no existe más, que se llamaba Cenit, me robé la Historia del partido bolchevique de Pierre Broué de 800 páginas. Eso fue en mi época de hazañas juveniles. Después nunca más me animé a robar un libro.