Guío mi automóvil gris sobre el camino, tan bien señalado, a una velocidad vertiginosa. Una vez que pasemos el arroyo Carbón Chico, me digo, ya no podremos pensar como antes, pero aún con tanta concentración, un poco me distraigo porque no puedo contener las ganas, que vengo trayendo desde lejos, de volver a mirarle las tetas.

Dicho así, "las tetas", sumado al término "distracción", cualquiera podría especular con un cuadro circense. La mujer barbuda de las tres tetas, por ejemplo. Por eso resulta oportuno aclarar que las tetas referidas son apenas dos.

Qué cosa con las perspectivas, porque, para mí, el único punto a contener es la velocidad. Y cuando me llevan a gran velocidad en un automóvil gris, sobre todo una vez que pasamos el arroyo Carbón Chico y decididamente no podemos pensar como antes, me resulta imposible doblegar el vértigo. Entonces, me olvido de las tetas, aunque sólo tengo dos. Ni siquiera puedo ocuparme de chequear mi pelo o si al labial se le dio por mancharme los dientes. El vértigo, perentoriamente, me aleja de ciertas liviandades. Acaso por ello, la velocidad impetuosa, no tomo las precauciones adecuadas para que el conductor que guía el auto gris (con las gomas debidamente controladas poco antes de cruzar el arroyo) no corra riesgos con ningún tipo de descuido. Cuando el objetivo es llegar a Diamante nada debería habilitar que unas tetas pongan en peligro la meta. ¿Pero cuál es el objetivo? ¿Es necesario ir hasta Diamante para reparar nuevamente en un par de tetas? Lo cierto es que vamos hacia Diamante, y a gran velocidad, porque las tetas ya cumplieron su parte en algún tipo de tácito acuerdo. Y yo, resulta esencial tenerlo claro, no me iré de Rosario hasta que el guía del automóvil gris me lleve a contemplar los encantos de Diamante. No admito opción, aunque luego de cruzar el arroyo Carbón Chico es imposible pensar como antes.

El arroyo Carbón Chico es un riacho no navegable, aun así, algunos pescadores suelen pasar con su canoa río abajo revisando espineles y trampas. Quien nunca ha estado allí tal vez no pueda enterarse de que la cabecera del puente, que parece sencillamente cubierta por gramíneas y pastos chuzos, está constituida centralmente por un geotextil que sostiene, da forma y redondea la barranca haciendo que en su apariencia de mambla deje aflorar, en el extremo más puntiagudo, especialmente los días de intenso frío, eréctil, una parte que sobresale, pero en esta ocasión no tengo tiempo para distraerme mirando, de la mambla, la punta eréctil hecha de geotextil, ya bastante me he distraído y lo que quiero es llegar a Diamante un rato antes de las 19.23 porque a esa hora, según me informan, es la puesta del sol, un espectáculo inolvidable para cualquiera que alguna vez haya visto al sol cambiar tornasolando de color, volverse cobrizo y alumbrar la isla, el agua, con unos brillos juaneles que a todo poeta dejarían sordo, o incluso mudo.

Para mí, que nunca en la vida he estado en Diamante, esta es una prueba de que el mundo en ocasiones cobra existencia efectiva. Una vez que nos hayamos ido, Diamante, con sus casas, sus patios y sus calandrias, volverá a ser un punto en el mapa pero desde ahora, y en adelante, con esta efemérides privada, del día aquel que fuimos a Diamante para ver el más maravilloso atardecer de toda la semana, Diamante tendrá una especie de existencia oblicua, más allá del mapa, los folletos turísticos y los libros de Daus, y quién sabe si no recordaré esta inquietud por sus tetas que, sin embargo, hasta ahora vengo controlando.

Nunca sabremos con exactitud el porqué de la urgencia en llegar a ver la caída del sol en Diamante este día y no otro. Cualquiera. Uno en que atardezca 19.25 en lugar de 19.23, o alguna tarde de septiembre mientras se desarrolla el Motoencuentro que cada año reúne a 5000 motoqueros. O por qué no en enero, durante el Festival Nacional de Doma y Folclore, época en la que, además, atardece más tarde. Quién sabe cuándo podría haber sido y por qué no fue, pero lo que es casi seguro es que la puesta del sol nunca habría sido igual de extraordinaria, ni el paseo por las calles del pueblo (que, aunque parecen 20, suma 17 mil habitantes) tan perfecta. El calor es tal que se refleja en las caras de agobio de los vecinos que aguardan  a las puertas de sus casas alguna brisa que el río no traerá por varios días. En cambio, yo, que siempre voy al revés del mundo, estoy muerta de frío. Al borde del congelamiento. Cada tanto se me da por bajar la ventanilla del auto gris para comprobar que el calor, imperturbable, sigue allí, por fuera de mi universo gris apresurado.

Llegando a Diamante asoman los primeros resultados: baja, vertiginosamente, la velocidad del auto, el sol yendo hacia el río casi me ciega y, aun así, toda una ciudad nueva, una gente que nunca me ha visto, cuya existencia jamás se me había manifestado, aparece ante mi deslumbrada mirada, y la inquietud por ella, todavía sentada a mi lado y conversando, en parte y todo, permanece.

En mi fugaz pero capital visita a Diamante reconozco dos plazas, la San Martín y la 9 de julio con su Parroquia de San Cipriano. Si algún día vuelvo a casarme, y las circunstancias no me permiten hacerlo en Las Vegas, sólo aceptaré como alternativa la iglesia de San Cipriano. Eso, siempre y cuando me aseguren arribar antes de la boda, a bordo del auto gris, con el tiempo necesario para volver a ver la caída del sol que, por más que se esfuerce, no logrará ser igual de asombrosa que la de este, nuestro primer viaje a Diamante.