Sebastián Apesteguía es, probablemente, uno de los paleontólogos argentinos con más campañas en sus espaldas. Su currículum denota hallazgos impresionantes en, aproximadamente, cuarenta expediciones científicas y casi treinta especies bautizadas. De cualquier manera, para conocer la primera gran aventura de este hombre de piel curtida y cabello al hombro, hay que viajar hasta su infancia. Cuando tenía 12 años se fue de su casa para buscar las raíces genealógicas de su apellido que pese a lo que parecía proviene de pueblos originarios. Armó dos valijas pesadísimas, compró 15 kilos de maíz y partió hacia la provincia del cuarteto y el fernet en busca de sus antepasados. No obstante, pronto, sus sueños chocaron con un muro robusto, eso que algunos llaman “realidad”; y, como no tenía suficiente dinero, debió pedir ayuda. Acudió a sus tíos que, avisados previamente por su madre –que leía los movimientos de su hijo desde Buenos Aires– lo estaban esperando.
En la actualidad, a los 48 años, asume que su actividad tiene ribetes detectivescos y que más allá de lo bonito que es comunicar hallazgos, entregar papers y salir en los medios con una noticia que modifique el curso de la historia, la cocina de la paleontología –el detrás de escena– también encierra mucho de rutina. “Aunque asocien nuestro trabajo al de Indiana Jones, el día a día de los paleontólogos es rutinario. En definitiva, si uno está abocado a la parte técnica se encarga de preparar fósiles y si es investigador tratará de estudiar los hallazgos para conseguir decir algo original”, apunta el director del Área de Paleontología de la Fundación de Historia Natural Félix de Azara (Universidad Maimónides).
Sin embargo, en la campaña todo es diferente. Allí, los paleontólogos se convierten en “viajeros del tiempo”, ya que los diversos espacios prevén el hallazgo de fósiles correspondientes a diferentes épocas. Gracias a las “hojas geológicas” confeccionadas por especialistas durante los siglos XIX y XX –que mapearon los territorios y clasificaron las regiones de acuerdo a sus observaciones– es posible saber hacia dónde orientar los esfuerzos. Luego, cuando el espacio ha sido más o menos delimitado, se solicita un permiso al gobierno de la provincia (en general, a través de las delegaciones de cultura) y los funcionarios evalúan los antecedentes de los investigadores y fiscalizan si hay especialistas que previamente han solicitado barrer la zona. “En áreas calientes de búsqueda de dinosaurios, como la Patagonia, hay múltiples equipos haciendo su trabajo. Por ello, es vital no superponerse y mantener un código ético, porque no vamos a negarlo: siempre hay competencia”, señala.
Hace una década, el sur de Mendoza se transformó en una zona caliente. Como no se sabía demasiado acerca de la presencia de fósiles, los paleontólogos de la provincia se llevaban los huesos para estudiarlos en Mendoza capital. En efecto, cuando la paleontología comenzó a crecer en el sur –los especialistas de allí armaron un museo, contrataron a especialistas– advirtieron que sus vecinos del norte se llevaban sus tesoros. Pero, para cuando los representantes del sur alzaron la voz y reclamaron su patrimonio, los capitalinos solicitaban derechos sobre una zona que habían descubierto y en la que trabajaban hacía varios años. De hecho, los conflictos de intereses están a la orden del día: “El conflicto es con los ambiciosos que quieren meter sus narices en áreas que han sido descubiertas antes por otros colegas. Son oportunistas que no miden el esfuerzo y el dinero invertido en cada campaña”, suelta el paleontólogo.
Gualicho: el dinosaurio maldito
Apesteguía ha afrontado instantes luminosos de gran excitación: el hallazgo de Bonitasaurasalgadoi (historia de ribetes casi novelescos), el descubrimiento de Najash (especie de serpiente con patas) así como el choque con el Farayón de Cal Orcko (relieve boliviano plagado de huellas de dinosaurios que consta de 1,5 kilómetros de largo y 80 metros de altura) son muestras de aquello. No obstante, la experiencia con “Gualicho” merece un párrafo aparte.
En 2007, Apesteguía se desempeñaba como director del Museo Patagónico de Ciencias Naturales (General Roca) y, con el permiso provincial correspondiente, había partido de campaña hacia El Chocón (frontera Río Negro) junto a Peter Makovicky, experto danés que trabajaba –y aún lo hace– en el Museo Field de Chicago. Cuando las esperanzas de hallar fósiles se desvanecían, Akiko Shinya –la experta japonesa, Jefa de Preparación de Fósiles del Field, que había acompañado a la delegación extranjera– localizó un dinosaurio carnívoro bellísimo. La situación no era sencilla porque los restos estaban en los campos de un médico que se negaba a que los científicos trabajasen en la zona y entorpecía el curso normal de la expedición. Tras sortear este obstáculo y comenzar la excavación, fueron por provisiones y desafortunadamente la camioneta de Peter volcó. Como si el destino estuviera marcado, hubo que suspender la campaña y recubrieron de yeso los fósiles con la promesa de retornar al año siguiente.
En paralelo, Apesteguía renunciaba a la dirección del Museo porque las condiciones laborales no eran adecuadas y como respuesta, la Secretaría de Cultura provincial impedía que trabajase en la recolección de los fósiles hallados. Y luego sucedió lo impensado: “La gente del Museo sabía del hallazgo, así que para aprovecharse de los restos que habíamos encontrado contrataron a especialistas brasileños y colectaron el dinosaurio. Ni siquiera se me pasaba por la cabeza la posibilidad de que se lo roben. Cuando me enteré de la noticia por los diarios publiqué lo que había sucedido en Facebook y uno de los involucrados me dio la razón y me envió fotos del bicho. ¡Era el nuestro!”.
Apesteguía comparó estas imágenes con sus fotos y confirmó que le habían hurtado el material. Tras escribir una innumerable cantidad de cartas a asociaciones (locales e internacionales) de paleontólogos y presentar recursos de amparo que no surtieron efecto, en 2009 publicó “la historia del dinosaurio robado” en redes sociales y el acontecimiento prendió en los medios. Los especialistas brasileños que habían participado del robo se desentendieron del caso y el dinosaurio quedó huérfano. Más tarde, “el personal del Museo confesó que había sido descubierto por nosotros. No obstante, como yo tenía la entrada vedada, fue Peter quien volvió, tomó las imágenes de los restos exhibidos, cosechó la información necesaria y publicamos el paper en 2017, exactamente 10 años después de encontrarlo”, aclara. Como no podía ser de otra manera lo bautizó “Gualicho” –Gualicho shinyae–, un dinosaurio que habitó los suelos patagónicos hace 95 millones de años, que midió seis metros de largo y que esquivaba el bautismo como el mejor de los ateos.
La campaña y sus imponderables
Hace 20 años que Apesteguía trabaja en “La Buitrera”, Río Negro, acompañado de un equipo de investigadores provenientes de diversas disciplinas. Su primera vez en el campo sucedió a los 18 años de la mano de la leyenda, José Bonaparte, una de las tres personas en el mundo que puede jactarse de haber bautizado la mayor cantidad de dinosaurios. Entre risas recuerda sus primeros pasos, con dosis equivalentes de frescura y nostalgia: “Las primeras campañas fueron complicadas. Estábamos acostumbrados a trabajar con muy poca plata. Aunque no sabía manejar, a los 20 años saqué un crédito y compré un Jeep en oferta, pero me trajo varios problemas”, comenta. Como la camioneta “era un verdadero desastre”, debía rebuscársela para destrabar el obstáculo de turno. Así, se presentó al programa “Tiempo de Siembra” conducido por “Pancho” Ibáñez y, aunque no llegó al final del concurso, obtuvo 15 mil dólares que utilizó para cambiar el motor y, con ello, mejorar el rendimiento de ese transporte que temblaba como si fuera una licuadora.
Con el cambio de siglo, y con más experiencia en la mochila, Apesteguía afiló la puntería y consiguió algo de plata para investigar en Cerro Policía (Río Negro). “Cuando llegamos, seguimos las indicaciones previas que otros investigadores habían trazado, y nos encontramos con el “Rancho de Ávila”. Allí, conversamos con”Doña Tika”, una señora de unos 90 años que estaba ciega y, aunque no nos ayudó de inmediato, nos permitió acampar”, recuerda. Los habitantes del lugar los habían visto desfilar de aquí para allá durante los 15 días que duró la campaña, y cuando Apesteguía y compañía estaban a punto de regresar a Buenos Aires, la señora comentó: “En verdad, sé de los fósiles que están buscando, personalmente acompañé a los investigadores que vinieron en 1922 (Walter Schiller y Santiago Roth) porque mi papá tenía mucho trabajo en el campo y no había podido guiarlos”.
Un tiempo más tarde, Apesteguía regresó con las indicaciones de Ávila, pero la buena suerte parecía escaparse de sus mejores intenciones. Aunque siguieron las instrucciones al pie de la letra no hallaron nada durante una semana completa. Los habitantes del lugar decidieron ayudarlos. Al día siguiente, Epifanio Parodi (75 años), hizo de guía y dieron con lo que buscaban. “Había un fémur de 1,20 metros que Parodi utilizaba para sentarse, mientras vigilaba las chivas que merodeaban en el campo. Cuando lo vimos no podíamos creerlo, fue como gritar un gol para nosotros”, asegura.
Ahora bien, ¿qué sigue después de un hallazgo como éste? Lo que sigue es analizar el estado de los fósiles, ya que al participar de procesos de erosión y sedimentación desde su muerte –hace millones de años– algunos son irrecuperables. Luego, hay que calcular con minucia el perímetro de excavación. “Una de las acciones más difíciles para los paleontólogos no es hallar los huesos, sino decidir qué rescatar. Es necesario enfocar la energía en fósiles de bichos que creemos originales”, indica. Tras este paso fabrican una cubierta de yeso para rodear los restos y extraer el bloque de roca –el “bochón”– que llevarán al laboratorio. El material es trabajado por los técnicos que limpian las piezas para ser estudiadas con mayor facilidad. Más tarde, vendrán las horas de escritorio y la redacción del paper para comunicar el hallazgo a la comunidad. Sin embargo, el último eslabón de la cadena es la divulgación: “creemos que es fundamental la exhibición en los museos y la redacción de materiales aptos para todo público. La ecuación es sencilla: si la gente no sabe lo que hacemos, ¿por qué pagarían por nuestros servicios?”, concluye.