Claro que para entonces los árboles ya habían sido talados y en el monte apenas se apreciaba una leve sombra del bosque que lo había poblado. La mayoría de las aves habían migrado, sólo quedaban algunas carroñeras; los animales que rondaban el lugar se amontonaban en el suelo firme de más allá del albardón que bordeaba el lado norte del río. Y sin embargo, en aquel espacio yermo, todavía se adivinaba el glorioso paisaje con el que había amanecido en la felicidad de mi infancia. Ese monte era mi patria y sabía que más tarde o más temprano, algún día iba a volver.
El Paisano señaló la columna de humo que se elevaba por sobre el barranco alto: es el Antonio, me dijo. Lo miré entre incrédulo y asombrado: Antonio partiría detrás de nosotros, un par de horas después, para dividirle el rastro a la milicada que nos pisaba los talones. Y si verdaderamente la columna de humo que veíamos era obra suya, había que considerarlo una hazaña; porque subir el barranco por donde él iría, insumía su buena hora de rodeos y escala. Es el Antonio, repitió el Paisano, quien confiaba ciegamente en las habilidades de su compadre.
Bajamos hasta una playita seca y trepamos al bote chusco que el Paisano escondía medio hundido, entre los espinillos, para ocasiones como éstas, en las que había que desandar camino apurado y procurando dejar un rastro confuso. El chinchorro parecía la resaca de un naufragio; pero achicando un poco el fondo, para cruzar el río era más que suficiente. Antes que hiciese noche debíamos alcanzar el campito leñero que estaba trepando el barranco de la otra orilla; allí había un refugio al que se llegaba por un sendero señalizado con estacas por los cazadores de nutrias.
En el refugio esperaríamos la primera luz, aunque la zona era peligrosa: inmediatamente después del fracaso del general Valle, un campamento de las milicias libertadoras, como se hacían llamar, se había asentado en el rancherío de más allá del meandro. Se mentaban los salvadores de la patria y no eran otra cosa que un nido de radicales resentidos y falsos comunistas que por plata y una rascada de pescuezo le hacían de ejército comedido al patrón de la estancia grande; el viejo conservador se había propuesto cazar y eliminar hasta el último compañero fugitivo que intentara atravesar su feudo en busca de la frontera.
Con suerte, especulaba el Paisano, para cuando empezara la clara, los matungos estarían durmiendo la mona de vino barato y sábado milonguero. Y los milicos, si caían en el cebo que le habíamos plantado, debían de andar pensando que remontábamos para el lado de Zárate.
El desembarco, con el río en plena bajante, se complicó; el limo blando, que se tragaba piernas y succionaba alpargatas, se extendía casi 3 metros hasta dar con suelo firme. Cruzar el cauce nos demandó 15 minutos de remo; y atravesar el barro, casi una hora. Salimos de la orilla agotados y mugrientos. La noche ya era cerrada y tuvimos que adivinar el sendero hasta el campito.
Al llegar, por fin, al otro lado del barranco alto, constaté que, tal como lo había predicho el Paisano, era Antonio el que allí nos esperaba con fuego y campamento armado. Nos acercamos haciendo ruido, lo suficiente como para alertar al compañero de nuestra presencia sin llegar a delatarnos con cualquier alcahuete que anduviera en el área. Quién anda, preguntó Antonio, casi en un susurro. Nosotros, compañero, respondimos. ¡Viva Perón!, dijo. ¡Viva Perón!, respondimos. Y nos abrazamos, sabiéndonos todavía enteros.
El Paisano se quitó la ropa embarrada y la tiró a los pies de las llamas. Del morral sacó una muda seca y se vistió. Envidié su previsión. Comenzaba a caer el rocío y a refrescar. Sáquese todo y acomódese al fuego, mañana el barro seco será más fácil de sacudir ‑me aconsejó Antonio. Le hice caso y me desnudé, pero me sentía incómodo en pelotas; me cubrí los genitales con la menos húmeda de mis ropas. No sea cosa que nos vayamos a asustar con la fiera ‑se burló el Paisano‑, y Antonio soltó la carcajada.
Con el correr de los minutos, el silencio profundo comenzó a inquietarme. Ni el más puto insecto se hacía oír y eso que a orillas del río, aún en el invierno, el concierto de grillos llegaba a ser insoportable. Tienen que haber visto el humo, dijo el Paisano. Antonio asintió. ¿Usted cree que puedan venir durante la noche? Le pregunté. Sí, es posible ‑ me respondió; acomodó el morral como almohada y cerró los ojos. ¿Va a dormir? Por supuesto. Pero si llegaran a venir, si han visto el fuego... El fuego no sé, pero el humo seguro que lo vieron, deben de creer que somos nutrieros; pero si llegaran a venir hasta aquí y descubrieran que somos nosotros, desarmados y solamente tres, llevaríamos las de perder dormidos o despiertos ‑ me dijo‑, así que mejor dormir.
Difícil que a estas horas y mamados anden con ganas de cacerías ‑dijo Antonio‑, lo van a dejar para la mañana. Y cuando ellos estén trepando por el camino viejo, nosotros ya vamos a estar lejos, saliendo por el sendero escondido de los furtivos.
Nos van a matar, pensé. Miré fijo el fuego, con la certeza de que no podría pegar un ojo a pesar del cansancio que cargaba; lo siguiente que recuerdo es la voz cascada del Paisano que me sacudía por los hombros para avisarme que pronto amanecería. De la milicada, ni noticias, me informó. Y en el rancherío apenas ahora debe de estar despertando alguno. Siguen de festejo esos hijos de puta. Tenemos tiempo para matear y aliviar el vientre antes de seguir. ¿Aliviar el vientre?, me había salido fino el Paisa ‑ bromeé sin muchas ganas, como por decir algo que me despegara las lagañas‑, en el pueblo a cagar le decimos cagar. Cagar nos van a hacer si nos encuentran ‑me respondió, haciendo cruz con los dedos‑, y yo de acá pienso salir vivo.
Empezaba a despuntar el primer sol y yo seguía medio dormido, desinflado; el mate amargo y las galletas secas me devolvieron a la vida. Si no hay demoras, en un par de horas subimos al bote que nos prometió el compañero Segovia y para la tarde podemos alcanzar Martín García; ahí rancheamos hasta la madrugada siguiente, y Dios y el viento mediante, a la tardecita llegamos al Uruguay‑ dijo Antonio. Así contado, parece fácil ‑comenté. El Paisano me miró, sorbió fuerte el último mate y dio la orden: ya es hora, nos vamos.
Levantamos el campamento y, machete en mano, comenzamos la marcha. No alcanzamos a caminar 10 minutos que nos salió al cruce un pibe armado con fusil; no era un miliciano de la estancia sino un colimba verdecito, más asustado que nosotros; desde una elevación del terreno apuntaba a la cabeza de Antonio. Lo reconocí enseguida, era del pueblo; y había salido goleador en los torneos infantiles de la fundación. El también me reconoció. Son ustedes, los insurgentes ‑dijo el pibe, nervioso. Tranquilo, muchacho, bajá el arma que nosotros nos tenemos fierros‑ le dijo el Paisano‑, llevamos solamente los machetes para los yuyos. ¿Dónde están los otros? Somos nosotros nomás, no hay otros. ¿Dónde están? ‑Insistió el miliquito. No hay otros, pibe, si ya los fusilaron a todos, vos sabés de lo que hablo. Sentí un leve mareo y di un paso hacia atrás; el milico giró el cuerpo y me apunto a la cabeza. Tranquilo, pibe, tranquilo‑ insistía el Paisano. Callate, viejo, tranquilo las pelotas, tenemos orden de matarlos o nos cortan los huevos, ícómo querés que esté tranquilo! ‑ dijo el soldado. Tragué saliva, sentí que las piernas se me transformaban en una gelatina caliente que apenas me mantenía en pie; el Paisano soltó el machete y trató de hablar pero se le habían atragantado las palabras; Antonio agachó la cabeza, como derrotado. ¿A quién dispararía primero? ¿Alcanzaría a oír el estampido? ¿O simplemente se apagaría la luz después del fogonazo? Dale, pibe, que esperás entonces ‑dijo Antonio, recuperando la postura y golpeándose el pecho‑ íla vida por Perón!
El colimba amartilló el arma y le apuntó.
‑Esperá, pibe, yo te conozco, acordate ‑le dije‑ fuimos a Mar del Plata para la final. Vos me conocés, pibe. Acordate.
El Paisano y Antonio lo medían en silencio; esperaban un paso en falso, un descuido para manotearlo de las patas y tumbarlo.
‑¡Informe, soldado! ‑ se oyó a lo lejos, desde los matorrales.
El colimba temblaba. Dudó un instante y finalmente bajó el arma.
‑¡Despejado, mi sargento! ‑gritó.
‑¡Viva Perón, pibe, viva Perón! ‑ dejé escapar con los puños en alto, medio llorando, medio meándome encima del cagazo que sentía.
‑¿Perón? Perón el de mi hermano, que la mandíbula le llega al pecho. A la Eva le debés la vela‑ me dijo. Y se alejó a paso firme por entre los yuyos del monte.