Escribo porque veo en una foto las caritas de Facu Ferreira y de Mati Rodríguez y muero de tristeza, y necesito de alguna manera que estén, que no se disuelvan entre tanto vértigo del día a día. Aunque sé que no podré revivirlos, escribo porque los quiero vivos. Así de chiquitos como los veo quiero que estén como realmente eran.
Hace pocos días, después de que un infeliz de uniforme le disparara por la espalda a Mati, una querida amiga relató un episodio que quiero entregarles: contó que salía de su casa, en un barrio porteño, y en la vereda de enfrente un grupo de uniformados tenía rodeados a unos adolescentes que viven en el mismo barrio. A uno lo zamarreaban y lo tenían medio acogotado. Ella gritó que así no es y los filmó con el celular. De tanto insistir, los policías dejaron a sus víctimas habituales y cruzaron, la empezaron a insultar, alguno/a (porque había mujeres también) la sujetó de las muñecas y la empujaban, y a los gritos le reprochaban que con gente como ella así estaba el barrio. Estaba el hijo de ella, chiquito, que lloraba. Los pibes se sumaron y acusaban a los policías. El jefe le decía que esos pibes viven drogados, que no aprenden más, que no los respetan, que hay un vacío legal, y ella le respondía que así no es como se actúa, que hay leyes, que hay derechos. Al final, las y los uniformados se fueron yendo, se quedó el jefe solo, en la puerta de la casa, con ella. Le pidió disculpas, le dijo que venía de una familia humilde, que esos pibes no respetan, que nadie los respeta, que le resultaba difícil. Ella le respondió que pegando no se iba a ganar ningún respeto, menos de un pibe de 15, que así el respeto se pierde. El dijo que si alguien los necesitaba en el barrio ellos iban a estar. Ella le respondió que lo que necesita es saber que no les pegan a los chicos en el barrio. “El cana lagrimea en silencio, yo también, se va, me voy. Quedé en blanco.”
Escucho su relato y me pregunto si lo del policía será una actuación, si será sentido. Voy a creer, por qué no. Lo que no voy a hacer es caer en la facilidad de suponer que sus lágrimas comparten mis motivos. En todo caso, puedo suponer que, como lágrimas, son una expresión de impotencia y que de alguna manera por algún lado sale.
Reparo en que en algún momento mencionó el vacío legal. Cuando los policías ponen en juego el vacío legal, lo que ponen en juego es la posibilidad de decidir por sí mismos si soltar la carga de adrenalina que mantienen contenida por diferentes razones (entre otras porque existen leyes a las que ellos denominan “vacío legal”, por las que saben que no pueden. No que no deben, sino que no pueden. Destaco la diferencia, porque no poder les surge de una dificultad –en este caso las consecuencias–; no deber surge de un entendimiento reflexivo, que no es el caso, porque si lo fuera no apelarían al mentado vacío legal lleno de leyes).
Deciden soltar la carga de adrenalina, decía más arriba, lo que es ni más ni menos que jalar el gatillo. Y de golpe se me vienen encima las caritas de Mati y Facu, y vuelvo a morir de tristeza. Y es real, porque como padre siento que una parte mía se me muere de dolor. Y es ahí donde no puedo compartir lágrimas con el jefe policial. ¿Esta gente dónde ubica el dolor?
Y me pregunto: ¿qué es lo que hace que una persona entrenada para usar armas pueda jalar el gatillo contra otra persona cuando no hay necesidad de hacerlo? Más aún, puedo llegar a entender (no quiere decir que comparta) que en una situación de vértigo esa persona jale el gatillo, pero ¿cómo explicar que dispare cuando está desarmada? Y de espaldas es desarmado, en cualquier lugar del mundo. No hay excusas.
O no hay tal entrenamiento.
Tengo otra pregunta. Ya no es disparar contra otra persona, que además está desarmada: ¿cómo hace para disparar por la espalda a un chico de 15 años, o de 18, o de 12? ¿Cómo hace?
Entonces se me vienen las caritas de Facu y de Mati, y escucho lo que dijo el jefe que lagrimeaba de impotencia. Y la falta de respeto, o el respeto perdido, que no es lo mismo. ¿Quién le enseña a esta gente que es fácil ganarse el respeto y que si se le pierde el respeto hay que golpear y gatillar?
Aparece una hipótesis. El dolor. Da miedo, a quién no. Dolor tienen, como cualquiera, pero lo niegan y en esa negación el dolor se deforma en odio.
Todos sufrimos dolor, todos tenemos miedos. Pero mucha gente tramita sus miedos con el odio. Muchos, tal vez sin saberlo. Muchos, seguro, por desinterés. Tanto miedo le tienen al dolor que niegan el miedo.
Simone Weil recuerda en “La Ilíada o el poema de la fuerza” que Aquiles, al vengar en Héctor la muerte de su Patroclo, no entiende que su poder tiene límites y que alguien como él lo buscará hasta matarlo. Y así el héroe invencible tenía su talón. “Al usar su poder nunca piensan que las consecuencias de sus actos los obligarán a inclinarse a su vez”, dice Weil. Así, la fuerza es muerte y no tiene fin.
Cuando un policía quiere ganar su respeto a palos, lo que cosecha es miedo, que no es lo mismo que respeto. Si lo que pretenden es enseñar, lo que enseñan es a odiar. Me animo a pensar que los policías, al calzar un arma, calzan una buena cuota de odio en sus cartucheras. No hay lugar para el miedo ni para las lágrimas que hablan del dolor. Jalar el gatillo requiere de dolor transformado en odio. Porque ¿quién puede con el dolor? El dolor duele.
Aspirar a ser Chocobar requiere de una buena cuota de miedo no reconocido y de ceguera que impida ver esas caritas, ver sus propios hijos, y en cambio construir un enemigo peligroso, cuya peligrosidad requiere ser construida a golpes, golpes que a su vez se justifican porque les faltan al respeto, respeto que se supone como un logro fácil. Todo eso es antes de disparar, claro.
A mi amiga no le resultó nada fácil salir e interponerse. Es seguro que no lo hizo por odio.
Pero quienes sostienen a Chocobar como un modelo, quienes instan al policía a que odie para jalar el gatillo, a esos no les importa nada, ni siquiera de sí mismos. Son la proyección de sus miedos sobre el otro, son los que instan a jalar el gatillo porque suponen que el derecho son ellos, que la ley son ellos y, como ellos, hay que vaciarla de contenido. Nada mejor para vivir tranquilos, se dicen a sí mismos, que eliminar al enemigo.
Mati y Facundo hoy son ese enemigo. Mati y Facundo y Juan Pablo y Sebastián y Miguel y Luciano y tantos otros como ellos, conocidos por su muerte, y tantos otros como ellos que corretean en los barrios, que hacen mal y bien, que aprenden y desaprenden, son los desaparecidos de hoy. Mati y Facundo son conocidos porque un policía decidió que debían desaparecer y así aparecieron para todos. Hay miles de chicas y chicos como ellos que desde antes de nacer ya tienen calzado el prontuario porque alguien decide que deben quedarse afuera. Desaparecidos.
No quiero un Aquiles. Por eso hoy escribo esto, porque necesito por ellos, pero también por mí, porque me duele y necesito que estén vivos.