En La desaparición, el realizador Constantin Popescu despliega un retrato sin anestesia del dolor y la angustia de un padre ante la pérdida de un hijo. Una forma de la desaparición física que, a diferencia de la impuesta por la muerte, no permite la posibilidad sanadora del duelo. Tudor, el protagonista del tercer largometraje de Popescu, es un esposo y padre de familia que durante un breve paseo de fin de semana pierde de vista a su pequeña hija para no volver a verla nunca más. Lo que sigue es tan terrible como inevitable. ¿Qué ocurre cuando todo aquello que parecía normal y organizado –futuro incluido– se quiebra hasta el punto de lo irreparable? ¿Cómo seguir adelante cuando la imposibilidad de una clausura impide la reflexión, cuando la pena es tan grande que es capaz de cegar los pensamientos y los sentimientos? ¿Qué hacer con esa culpa que ha comenzado a carcomerlo todo, como un hongo infeccioso que avanza velozmente y amenaza con teñirlo todo de negro?
“Siempre me pregunte cuáles eran los límites de la convicción, de cómo la culpa puede transformar a un personaje”, afirma el realizador en comunicación con PáginaI12. Las respuestas llegan en un excelente español, que el realizador aprendió en su casa desde muy pequeño: tanto sus abuelos maternos como su madre eran de origen español, de la zona vasca. “Algunos casos de pérdida personal me han impresionado mucho y luego de discutir con profesionales, criminólogos y psicólogos, sentí la necesidad de explorar los detalles. Creo que el tema de la desesperación de los padres es algo sobre lo que se debe hablar. Hay muchos casos en todo el mundo que no son resueltos y al pasar el tiempo todos se olvidan de ellos. Todos menos los padres, desde luego. Para entender mejor ese dolor primero hay que enfrentarlo. Mediante una película podemos reflexionar mejor, ya que sabemos que eso no es real sino una ficción; no nos ha ocurrido a nosotros y pensamos que no nos puede ocurrir. Desde la butaca del cine, podemos observar mejor ciertas cosas con las cuales normalmente no queremos enfrentarnos. Cosas que, sin embargo, se meten dentro nuestro y nos obligan a pensar. Ese es el poder del cine, que a veces es más fuerte que la realidad.
–La estructura de la película escapa muy conscientemente de las formas detectivescas o policiales. ¿Cómo fue el proceso de escritura del guion? ¿Hubo alguna versión previa escrita en otro formato?
–En la primera variante del guion existían unas cuantas secuencias que acercaban a la película hacia un marco detectivesco, al menos un poco más que en la forma final. Pero siempre lo más relevante fue la transformación psicológica del personaje. La idea siempre fue poner el eje en su dolor y no tanto en la trayectoria detectivesca, en los detalles profesionales o policíacos de la búsqueda. Se trata de Tudor, de su trayecto y el de su familia. A partir de ese camino de sufrimiento, Tudor cree encontrar sus respuestas, un camino hacia su propia realidad. Lo cual no quiere decir, desde luego, que esa realidad sea verdadera. Creo que lo que resultó interesante en la forma final de la película es el modo mediante el cual ofrece sus respuestas. Porque las respuestas están allí; escondidas, no siempre visibles, pero están allí. Se pueden oír a lo largo de la película, ocultas detrás de ciertos sonidos, en algunos de los diálogos y en las imágenes, especialmente en las del parque. Estos detalles, que logré esconder meticulosamente, son una forma interesante de diálogo con el espectador.
–La desaparición es, en el fondo, el retrato de una desintegración personal y familiar…
–Es el retrato de la desintegración de una familia, pero a la vez no lo es. Primero porque la historia no se centra en ese aspecto y, en segundo lugar, porque lo único que realmente queda claro es que Cristina, la mujer del protagonista, no huye, sino que necesita alejarse momentáneamente. Ella intenta escapar del dolor, le resulta imposible compartir el sentimiento de culpa. Es como si cada uno de los padres intentara encontrar métodos propios para hacerle frente a una situación tan terrible, para la cual no parece haber respuesta alguna. Pero por supuesto que se produce cierta ruptura. Al principio es una ruptura invisible, como una fina línea en un cristal. Es imposible no echarle la culpa a alguien en una situación similar. Y vivir con una culpa tan grande es algo espantoso. Es así como ambos personajes, marido y mujer, tratan de inventar una realidad en la que puedan continuar viviendo normalmente, especialmente porque hay otro hijo y no hay nada más importante que tratar de ofrecerle una atmosfera lo más normal posible. Pero ambos saben que ya nada es normal y que lo que están intentando hacer es casi imposible. Me parece interesante observar que es una desintegración de la normalidad y que eso es lo que puede llevar a una ruptura definitiva. El guion llevaba una máxima de Kafka –”El mal es lo que nos distrae”– y creo que los personajes no se alejan mucho de esas palabras, al menos en lo que se refiere a la culpa.
–Existe una tradición en el cine rumano contemporáneo de trabajar el plano-secuencia. ¿Puede detallar cómo fue la elaboración de su película en ese sentido, en particular la escena de la desaparición?
–No sé si ha llegado a ser una tradición, pero la secuencia principal del parque tenía que ser relativamente larga y registrada en una sola toma, porque era una forma sutil de sugerirle al espectador que prestara atención. Así, el espectador se transforma en un testigo especial de la desaparición. Un espectador que, quizás, puede observar los detalles que a Tudor se le escapan. Los planos-secuencia forman parte integral de ese diálogo con el espectador que mencionaba, antes. Además, en lo que al montaje se refiere, creo que una intervención mínima en los momentos importantes o difíciles de la relación entre los personajes ayuda a percibir mejor la atmósfera (en este caso, el dolor) gracias a la interpretación de los actores. La sensación temporal es diferente y, aunque es posible que algunas secuencias resulten largas, el fastidio forma parte de la dureza del ritmo interior del personaje y creo que sólo así puede ser percibido eficazmente. Es importante sentir lo que siente Tudor. La escena de la desaparición fue difícil de filmar. Empleamos veintiún actores y más de doscientos extras y fueron muchas repeticiones a lo largo de una semana. El equipo técnico era grande y fue difícil por otras razones: la cámara giraba casi 360 grados, eran muchos los actores que tenían texto, algunos de los aparatos de grabación de sonido no funcionaban correctamente y, finalmente, hacía muchísimo calor. Todo es importante en esa secuencia: a cada momento ocurre algo que puede tener importancia y hay muchos sonidos que esconden posibles respuestas. Es un verdadero rompecabezas de información. Fue uno de los planos-secuencia más difíciles de mi carrera, pero estoy orgulloso del resultado.
–¿Cómo fue el trabajo con los actores? ¿Hubo mucho ensayo previo al rodaje?
–Para esta película en particular decidí no ensayar con los actores. Las escenas eran fuertes y necesitaban un grado especial de naturalidad, así que quería que los actores se concentraran en el momento preciso del rodaje, ya que es muy duro replicar ciertos niveles de sufrimiento. Claro que ellos están acostumbrados y el esfuerzo es común en la profesión, pero conocía bien a los actores que iban a interpretar a los personajes principales. Prácticamente escribí el guion para ellos, así que decidí no ensayar. Discutimos sobre los personajes, acerca del modo en el que pensaba filmar, sus motivaciones, decisiones y reacciones; leímos el texto juntos y marcamos ciertos momentos y graduaciones de la intensidad, pero el verdadero trabajo lo construimos frente a las cámaras.
–En la película, la fuerza policial hace su trabajo, aunque no parece ser suficiente. ¿En algún momento pensó en poner más énfasis en la descripción de ese ambiente?
–No quise realizar una radiografía social o enfatizar errores burocráticos o de la mecánica administrativa. Estoy seguro de que la policía intenta ayudar: los policías tienen familias y siempre hacen todo lo posible, con los medios a su alcance. Me resulta difícil creer que no sientan empatía alguna por los padres en esa situación. Al menos, esa fue mi impresión con los profesionales con los cuales conversé al preparar el guion. Conocí ese mundo especial, duro y serio, del cual forman parte; desgraciadamente, hay muchas estadísticas tristes. Pero a veces las cosas suceden así y las respuestas faltan. Me pareció honesto intentar una radiografía de uno de los personajes, no de todos.
–La desaparición es también una descripción de la imposibilidad del duelo y de la búsqueda de un responsable a pesar de la falta de pruebas. ¿Considera a la historia un retrato sobre la justicia por mano propia?
–No es un retrato sobre la justicia por mano propia. Es solo la descripción minuciosa de una caída. Cioran decía que el único límite del dolor es un dolor más fuerte. Parafraseando a otro gran autor, una película como La desaparición tiene que ser como un hacha que destruya el mar helado dentro nuestro. Porque un mundo empático es un mundo mejor, sin duda alguna. En lo que a la búsqueda de un responsable se refiere, el silencioso poder de la culpa tiene una manera insidiosa y extraña de enloquecer y ataca con tal sutileza que la línea entre realidad e imaginación llega a ser borrosa. El poder del sufrimiento es tan gigantesco que la tendencia a escapar es fuerte.