Construida a partir del molde de la comedia adolecente de pretensión más “cool” que zafada, Yo soy Simon, de Greg Berlanti, cuenta la historia del muchacho del título, miembro de una familia modelo de la clase media alta estadounidense, quien desde la primera secuencia revela a través del recurso de la voz en off que tiene un secreto que, con los años, se ha convertido en una carga. Se trata de su propia identidad sexual, a la cual ha mantenido oculta no sólo de sus padres, de su hermana y de su grupo de amigos más cercano, sino que hasta parece haberla escondido de sí mismo, encerrando sus propios deseos en el terreno de las fantasías.
Lejos del modelo descontrolado de clásicos como Porky’s (Bob Clark, 1981) y similares, Yo soy Simon intenta moverse dentro del universo adolescente por caminos similares a los que recorren películas como la reciente y más que interesante Yo, él y Raquel (Alfonso Gómez-Rejón, 2015), pero sin llegar a ese nivel de delicadeza e ingenio. A diferencia de aquella, en donde los personajes resultaban atractivos a partir de la complejidad de su construcción, acá tanto la historia como los protagonistas responden a los arquetipos básicos del modelo hollywoodense de clases. No importan el reflejo inclusivo de incorporar a la trama amigos negros o judíos (incluso negros y judíos al mismo tiempo) o personajes de origen indio, o que el argumento recorra el delicado momento de la salida del ropero de un adolescente, ni que el guion aproveche para meter chistes oportunos a partir de todo eso. No importa porque da lo mismo: se trata de una historia propia del universo social de los blancos, donde todos actúan como tales y todo responde a un modelo en donde la integración es apenas una pátina superficial. Un trámite que aspira a ampliar el universo de públicos posibles.
Sin embargo, a pesar de los pocos sutiles subrayados musicales o de lo acotado del universo construido, hay algo en Yo soy Simon que provoca una reacción empática. Pero no se trata de un impulso que surja de la historia contada, sino más bien de las características de su protagonista. Simon, ese chico que a los 10 u 11 años descubre que le gustaban los chicos soñando con Daniel Radcliffe y que ante la insistencia onírica decide arrancar el poster de Harry Potter de la pared. El adolescente que cuando por fin encuentra el amor es a la antigua, a través de un intercambio de cartas (no importa que ahora se las llame correos electrónicos). A pesar de haber sido rodeado de un mundo chato y unidimensional, el protagonista consigue hacer que su historia genere interés y que, quizá, el espectador necesite llegar hasta el final de la película para saber cómo termina su historia de amor. Otro mérito de Yo soy SImon consiste en contar la historia de un chico gay sin caer en estereotipos reduccionistas ni caricaturescos. Un detalle nada menor para una película en la que los estereotipos no solo sobran sino que estorban.