La semana pasada una niña fue violada debajo de un puente, a las 11 de la mañana, un día de sol.
La semana pasada se conoció la sentencia de un juicio en Cataluña contra cinco hombres que violaron a una joven, pero como ella apenas podía resistirse porque había bebido demasiado no se los condenó por violación si no por abuso –distinción que existe en la ley española. Al parecer, no la golpearon suficiente.
Esta semana una chica denunció en Chile que un grupo de hinchas de fútbol la había violado en banda.
Esta semana, desde Olavarría, provincia de Buenos Aires, se dio a conocer en la televisión que otra víctima había denunciado a más de uno por violación.
Esta semana y la pasada, cientos de miles de testimonios inundaron las redes sociales en buena parte del mundo; duelen, mucho, porque es fácil reconocernos en ellos. Se escribieron en primera persona siempre, aunque la voz que recogían a veces era la de alguien más, que ya no podía contar porque no había sobrevivido a la violencia sexual. Esa que a diario, en todas las geografías, como si fuera una parte inescindible de lo que significa crecer y socializarse como mujer, sufrimos nosotras, las que nos reconocemos en esa diversa y conflictiva identidad de género que nos hace nombrarnos en femenino. El hashtag con que todavía ahora se reúnen esos testimonios es #cuéntalo o #contalo. Y se suma a otros que estuvieron antes -me too, mi primer abuso, ni una menos; por ejemplo- y que siempre tienen el mismo efecto de alud, de corriente que arrasa y arrastra, que se mete por las grietas de la memoria y empuja incluso eso que pretendía dejarse en el olvido.
La semana pasada, al día siguiente de lo sucedido en Colegiales, las cámaras de televisión se apostaron del lado del puente donde sucedió el ataque sexual. Conductores y conductoras de tevé estuvieron todo el día hablando de lo sucedido, con los pocos datos que tenían. En la inmensa mayoría de los casos se repetía lo mismo: a esa niña le arruinaron la vida. En La Nación TV se escuchó incluso: le arruinaron completamente la vida para siempre. ¿Por qué lo dicen? ¿Desde qué experiencia? ¿Todas las mujeres y las niñas que escriben sus historias en las redes tienen la vida arruinada? ¿Qué es la vida y cuál es para las mujeres su estrechísimo vínculo con la sexualidad como para que un asalto sexual –con todo lo que implica de dolor, de miedo, de bronca, cada una sabrá– lo tome todo? ¿Cuánto de ese mito de “conservarse” intacta para un hombre o para un amor sigue vigente? ¿Y cómo se creen esos y esas conductoras de tevé que puede escuchar la niña agredida esa sentencia?
La semana pasada, las calles de Pamplona y las de muchas ciudades de España se llenaron de gente y de indignación, las movilizaciones masivas se sucedieron esta misma semana y se propagaron por otras ciudades de Europa. Los perpetradores de la violación tumultuosa que se filmaron con sus teléfonos y compartieron las imágenes entre ellos ya lo habían hecho antes, se jactaban de ser como lobos y se llamaban a sí mismos “la manada”. En las calles, las mujeres insisten en decirle a la víctima “no estás sola” y “la manada somos nosotras”. De esa necesidad de abrazar de alguna manera a la víctima, de abrazarse entre la mayoría de mujeres que tomaron las calles, surgió la puesta en común de las historias de violencia sexual. No estamos solas y la ferocidad también nos pertenece.
En Colegiales, las compañeras de escuela de la niña agredida lideraron la marcha que duró un atardecer y su noche. Salieron cantando desde el extremo del puente que cruzan a diario “¡Ni Una Menos, vivas nos queremos!” desobedeciendo a los vecinos y vecinas que durante el día habían reclamado más policías, más seguridad, más cámaras de vigilancia. Salieron en manada, en short o en minifalda, padres y madres las seguían de atrás; ellas y algunos de los compañeros que no dudaron marchar con ellas, eran las más convencidas de la consigna. En ese declamar la vida para sí también reclamaban el derecho a la deriva, en los carteles se apropiaban de las ganas de vestirse como se les da la gana. Un grupo de padres y madres de otra escuela de las cinco que hay en esas pocas cuadras del barrio les alcanzó y texto y las adolescentes le dieron su propia modulación: gritaron y aplaudieron cuando se pedía por Educación Sexual Integral en las escuelas y formación en género para policías y otrxs agentes de seguridad y de Justicia, señalaron a todos y a todas cuando dijeron que es responsabilidad de toda la comunidad entender que la violencia contra mujeres y niñas no es un tema de inseguridad si no del modo en que el cuerpo de las mujeres es codificado y cosificado, expropiado, calificado, enjuiciado en todos los ámbitos. Y señalaron a la comisaría a cuyas puertas estaban cuando se habló de la responsabilidad del Estado para asegurar lo que promete: senderos seguros, formación en género para quienes tienen que proteger a los otros y las otras, recursos para la atención de las víctimas. Y le dijeron a su compañera: “No estás sola, porque cuando salimos a la calle a gritar Ni Una Menos estamos luchando por todas”.
Esta semana, en Chile, otros hinchas del mismo equipo de fútbol que los violadores que atacaron a una joven amenazaron a los perpetradores y dijeron públicamente que no los querían entre ellos.
La semana pasada, en Colegiales, mientras las chicas gritaban Ni Una Menos, algunos varones pateaban la puerta de la comisaria y gritaban “cagón” al comisario.
Esta semana, antes de escribir estas líneas, hablé con las profesionales de ginecología del Hospital Pirovano, algunas integrantes desde el inicio del Equipo de Atención a las Víctimas de Agresión Sexual –EVA, según la denominación corta que sirve para indicar en análisis y órdenes de medicación la urgencia sin exponer otra vez a la víctima–. Ellas hablan de un número estable de víctimas que llegan al hospital, más o menos cinco por mes. Muchas no quieren hacer denuncia, sólo quieren protegerse de las consecuencias de violaciones que no siempre son ataques de sorpresa en la vía pública si no que se parecen más a lo sucedido en España: captura de víctimas que consumieron de más, que no tienen fuerza para defenderse, violaciones dentro de la pareja, muchas veces matrimonios. Pero sobre todo hablan de las dificultades para que la Justicia actúe; del descreimiento de la policía que debería ponerse en contacto con las fiscalías, del peso que se carga sobre las víctimas que tienen que volver al día siguiente o cuando puedan a hacer la denuncia porque mientras piden asistencia y se la dan, quienes deberían proveerles Justicia y protección no creen en su palabra.
Esta semana, la pasada y la que viene, cuando se hable de violencia sexual, si es que se habla, se estará hablando de una historia, de una canción amarga que sabemos todas. Que no estamos solas, que reclamamos para nosotras la manada, que tenemos que inventar maneras de protegernos y de hacer audibles nuestras voces. Tomando las calles o inundando las redes de lo que no se quiere escuchar, insistiendo, insistiendo, insistiendo.