–Escribime esta noche –le dijo y la conquistó.
Putita Golosa prefiere los amantes inolvidables a los efímeros. Pueden ser fugaces, pero tener voluntad de indelebles. El que trae helado de maracuyá o dulce de leche con bombones de chocolate y dulce de leche (porque en el sexo la redundancia es sabia) o un chocolate con cajú que invita a relucir el filo para que la textura se muerda entre los labios. Putita Golosa saborea el dulce de leche por castas y quiere que el azúcar gruma entre la piel que hace de la boca territorio permitido para los mordiscos que apenas se rebalsan y la voracidad que hace del deseo puerto libre.
Los labios no necesitan abrirse para texturarse con un placer mordisqueado sin mapas, derretido al costado de la ruta, como si la lengua se quedara varada y sin remolque o se empecinara en dar giros sobre el pecho a lo ancho de su deseo. La nariz se respinga sobre las axilas que son la tierra prometida de una escalada veloz que no puede inclinarse sin saber que hay aullido entre los recovecos que prometen cobijo instantáneo bajo los brazos que pueden enredarse para que el cuerpo tupido pierda el aire sin medir su temperatura.
El sexo sin postre se atraganta en la garganta de cenicientas app a las que se les pide que encajen en zapatitos de sex shop y coman calabaza hasta clonarse naranjas y perecederas, sin dejar rastros ni deseos más que jadeos, a las que se las clava una vez con el cuerpo y otra con el teléfono vuelto segundo cuerpo en la obligación de silencio.
La clavada de visto es azul como la pastillita para que el sexo rinda y es la entonación del silencio como barrida a todos los desplantes a la lengua que el sexo trae y que la obligación de indiferencia enmudece.
A Putita Golosa le gusta el sexo desmedido, no el sexito que contonea sus blindajes como un galardón esquivo. El sexo bien cogido puede ser fugaz, irrepetible, desconocido o perpetuo, pero se deja llevar hasta el rincón más recóndito de la felicité aullada sin francés, ni regulada entre tabulaciones calóricas y distancias prefabricadas.
A Putita Golosa le va el sexo con postre: la fiesta de las golosidades servidas como un banquete donde el mantel de las tentaciones esté dispuesto a las manchas de la copa morada sobre la mesa abierta o de la lengua que sana y salva el goteo de chocolate relamido como precuela de los cuerpos vueltos comensales a sus cartas.
Putita Golosa puede fingir su pelo domado en un racimo prepotente docilizado en una cola de caballo o ensortijado como quien da una sortija en la mano para que la vuelta de la calesita sea un pacto de suerte. No puede, quiere, que le indiquen un camino que conoce (sí, no es que sea Caperucita perdida en el bosque), como un pedido donde la cabeza se vuelve cuero y se arrodilla para erguirse.
Putita Golosa gira la lengua como una carrera sin metas y se apura, en cambio, a deslizarse por el cuerpo dado vuelta sin que la espalda termine con la boca abierta. Se vuelve perpetradora del placer que se asienta cuesta abajo, se hunde entre los dedos vueltos sexo y se deja llevar hacía una profundidad que no esquirla dominios.
Putita Golosa no desprecia los clásicos. Al pan, pan y al vino, vino se pide siempre, como los ritos que permiten a los cuerpos galopados por su propia historia saberse de memoria y relamerse entre los poros erizados de las tetas entronadas en lo alto como cerezas glaceadas de los jugos que hacen cliché con los sorbos de pajitas para las selfies. Pero también se deja llevar por soplidos que barren lo sabido y la reaprenden nueva sin atisbos de defensa ante el sí fácil de los muslos dispuestos a naufragar entre su propia tormenta.
-Escribime -dijo. Y el exotismo de los dedos libres de escribir y lamer su propio recuerdo la desclavó del visto como crucifijo moderno.
Putita Golosa no está lista cuando todo acaba: el sexo sin postre no es sexo.
Al menos, no es sexo libre.
La piel relame la verdad: acabar nunca es acabar si no se acaba dulce.
Acá tenes a las pibas para la liberación
A mi abuela Tita le vi dos cuadernos: el de poesías de estudiante nocturna que conservaba como una alhaja del paso por el estudio y el de las recetas que anotaba frente a las apariciones de Doña Petrona. En letras cursivas y líneas rayadas hacía apología de no besar por frivolidad y que a Garrik le cambien la receta porque no siempre ríen los que hacen reír. Ese tesoro lo tengo. Las recetas no.
Mi abuela se sentaba a ver la televisión con lápiz y papel. La comida poblaba su mesa amarilla de ñoquis de bienvenida, sus tardes de tele, sus hojas de desafíos y su nombre endiosado por un sabor que no muere. La cocina, sin embargo, no era una lección con la que adoctrinara. Igual que los vaivenes de Doña Petrona entre la vergüenza de ser cocinera y el orgullo de adoctrinar en la economía del hogar, mi abuela sabía que su talento era tan claro como el peceto que no necesitaba cuchillo para enfilar la ternura y la esperanza que -todavía- resplandece en su copa color verde.
Pero también sabía –muy sabia– que saber era mejor y que la cocina de conversaciones en jeringoso, de tangos recitados y de cabellos de ángel no podía ni debía ser el destino de sus nietas con más alas que su cucharón que, gracias a algún cielo, conservo -contra muchos desfalcos- para que la sopa no se escurra y permanezca inoxidable como una armadura humeante.
La batalla de los besos por frivolidad la perdió a medias. Sigo saboreando cada beso azaroso, fugaz o empedernido como un paladar enamorado del dulce suave que no tiene receta para el olvido.
Pero hay algo inexplicable. Nunca me sentí tan a salvo de los hechiceros de besos que escatiman, como en la cocina de mesa amarilla de Tita.
El feminismo vehemente en el que creo con el alma, las manos y la boca me alza los pies, pero no logra despejarme el deseo de besos que traigan postre después del apetito apenas cubierto por los platos voraces. En cambio, siento en su receta la escudería para creerme libre de la dependencia más feroz: la del deseo.
En su casa, en la cocina recetada por Doña Petrona, no había cena sin postre, como hoy sí hay sexo sin libertad de deseo. La boca esperaba sin refreno posible el arroz con leche espolvoreado de canela, abocado a mixturarse con el dulce de leche, tiritante con los granos al dente y desafiante de cualquier placer oral de los que dejan sin aliento ni olvido.
Hoy las nuevas Petronas son sexólogas que decoran las vaginas en bragas diminutas y apuntan recetas para llegar adonde no se sabe cómo encontrar, ni cómo volver. “¿Sabías que una cucharadita de semen contiene solo siete calorías? Ya no tienen excusas”, dicta la sexóloga Alessandra Rampolla en una frase repetida como loop en Youtube, tal vez lo más parecido a la simil Petrona moderna que receta a las mujeres como tragar sin escupir y sin engordar, como si el sexo oral fuera un jarabe a embuchar para que tu marido no te deje o la modernidad no te condene por seca o por gorda.
No todo tiempo pasado fue mejor. Con la liberación sexual –y con toda la libertad desenredada que falta– estamos mejor. Pero a la libertad sexual le queremos poner todos los huevos que le ponía Petrona y tirar manteca al techo. El placer desmedido no mide calorías y frunce los labios para que las caderas no defalquen el paraíso delgado de las selfies más fáciles que los orgasmos.
Por eso, queremos comer con la boca abierta, sentir el power de una cocina amorosa, descontar pecados y contar con papel y lápiz besos y ollas y que el amor, la comida y la vida, siempre, pero siempre, tengan postre.
Putita golosa. Por un feminismo del goce (Galerna)
se presenta el 13 de mayo a las 20 en la Feria del Libro. Sala Alfonsina Storni, Pabellón Blanco, La Rural.