Hay una compulsión que heredé de las mujeres de mi familia: guardar envases descartables. Hasta hace cinco minutos pensaba que había sido producto del desarrollo de cierta sensibilidad ecológica. Que los envases de crema, dulce de leche, las bandejitas de rotisería, las cucharitas reforzadas de los helados, las botellas de shampoo , todo eso permanecía en los rincones imposibles de los modestos treinta metros cuadrados ‑mi fortaleza inmueble‑ respondiendo al mandato del reciclado."Guardame el envase que puede servir para algo" suele decir mi madre. Ahora que camino por Avenida Pellegrini, después de una visita a mi única abuela viviente, en este otoño tropical que no comienza nunca, comprendo que hay en el gesto mucho de herencia.
Miro con algo de compasión los árboles desorientados de la plaza. Por biorritmo comienzan a deshojarse, aunque el clima les indique lo contrario. Algunas copas se amarronan de a lapsos, queriendo permanecer verdes, y no logro discernir si hay hojas que aún no caen por capricho de las ramas en no dejarlas ir o por propio temperamento, en un último intento de aferrarse a la vida estival. Saben que no hay ciclo posible, que una vez que caigan formaran parte, un rato, de la alfombra parda de la vereda, hasta que la escoba del barrendero las empate, en su destino botánico, con todas las hojas del mundo.
Mi abuela tiene noventa y cinco años y enviudó hace más de quince. Al comienzo no podía moverse nada en su casa, todo permanecía como en los días del abuelo. Con cierto fastidio transitábamos los ambientes de la casa‑mausoleo, pensando que la etapa retentiva se extendía demasiado. Sin embargo, nos revestía cierto alivio al reconocer cierta presencia fantasmal en el orden de las cosas. Nos distanciábamos de la práctica neurótica a la vez que nos beneficiábamos con su efecto nostálgico. Con el tiempo, a la abuela se le fue gastando la cabeza y por cansancio o por olvido fue cediendo. Solíamos ponerla a prueba: cambiábamos de lugar las tazas, poníamos los cuchillos en el compartimento de los tenedores y mezclábamos las cucharas grandes con las bombillas. Nuestros operativos eran exitosos, y nuestros movimientos fabricaban un nuevo criterio ordenador.
Fue entonces que descubrimos las alacenas repletas de descartables, más tarde los placares. Sin criterio cromático o encastrable, se amontonaban bandejas, potes, papeles. La vieja nos seguía por toda la casa custodiando sus acopios. Nunca eran reutilizados, sólo se guardaban. Nos preguntamos entonces si en un nuevo intento de oculta resistencia, no era ese el modo de reciclar la imposibilidad del olvido. Preconsciente. Prelinguistico. Sus días se obsesionaron en adquirir víveres envueltos en contenedores plásticos. Muchas veces expiraban, y entonces el momento ceremonial: la abuela tiraba el queso untable vencido o el fiambre en mal estado, lavaba los envases y los ponía junto al resto.
Sin embargo, de esa rama genealógica, la que guarda más recuerdos en tarros vacíos es mi madre. Durante un almuerzo dominical, hace algunos meses, mi hermano abrió el bajomesada de nuestra casa materna y le preguntó a mamá para qué quería tantos potes de helado. La mujer desorbitó sus ojos y corrió a cerrar la puerta del mueble, incluso antes de que mi hermano sacara la mano del marco. Reconocí en mi vieja a mi abuela, aunque no estuve segura del orden y supe que, a veces, la herencia no es lineal o del mayor al menor. Y también vi la puerta de mi heladera, los vasitos plásticos (los potes por un lado, las tapas por el otro) que amontonaba por si llegaban a servir alguna vez para alguna cosa. Me hundí en esa imagen, en el árbol familiar, y me pasé el resto del rato intentando develar si había algo que yo también retenía junto con los envases.
En esta caminata de regreso por la calle de dos manos, algún tiempo después, me encuentro con la respuesta a aquél interrogante como si hubiera tropezado con una piedra inesperada. La anagnórisis me obliga a sentarme en un banco. Me duele un poco la boca del estómago. Mientras la masajeo al ritmo de la respiración profunda viene el rostro de mi último desencanto y ahí, recién ahí, me percato de la fuerza que hago para que no se caiga del árbol, para que no se vaya (hago, hice, vengo haciendo). Entonces lloro, con la esperanza de disipar la molestia abdominal. Lloro para que se lave la imagen que se me acaba de mostrar, para dejar de pensar que en estos tiempos las mujeres debemos arriesgar, esperar, conceder, desdoblarnos, retener, recordar, hacer fuerza para que las cosas se transformen. Me pliego hacia adelante, apoyando el vientre en los muslos, que permanecen paralelos al suelo mientras sigo sentada, y reparo en el tiempo, que se ha plegado en estos últimos meses: un ojal hacia adentro del continuum temporal, con puerta de entrada y de salida, que es la misma. Un sendero cronotópico que se bifurca y engaña, como jugar toda la tarde en la casita del árbol y creer que vas a vivir ahí para siempre. Los pliegues, como la vida en la copa de un árbol, son ilusorios: se redoblan sobre sí y nos devuelven a un punto en nuestra historia cercano al instante cero del accidente temporal. Tal vez guardar cosas inútiles sea la forma de resistir en el pliegue, de ignorar tercamente el paso del tiempo. Cierro los ojos con fuerza, a ver si en esa fuerza habita el coraje de retomar los días cerquita del punto cero, como si el tiempo plegado hubiese sido el cálido sueño de una noche de verano o los juegos de la infancia en la casita del árbol, que se interrumpen por la llegada del otoño. O porque crecimos.
Me paro y retomo la marcha. La plaza se termina en la esquina. Me agacho y recojo una hoja rojiza. La guardo adentro de un libro que traigo en la mochila. Mientras me alejo pienso en la estrategia caprichosa de otorgarle sobrevida a un objeto destinado al olvido silencioso. En algún momento, más tarde, abriré ese libro y caerá la hoja seca, probablemente pulverizada. Sin recordar por qué está ahí la llevaré hasta el cesto de la basura. Ese será el fin. Y también pienso en el tiempo que transcurrirá entre ese momento y este, en lo aleatorio de los días que los separen: en el sentido de demorar y retener algo que tarde o temprano debe y va a suceder.
Me acuerdo de la puerta de mi heladera y apuro el paso. Tengo que acelerar las cosas para romper el ciclo, para distanciarme de la especie, para salir del pliegue y arrojarme del árbol.
Con suerte llego a tirar la basura antes de que pase el camión.