Cuando Donald Trump prometió construir un muro en la frontera con México, no hizo más que repetir una vieja estrategia de la política: configurar un enemigo externo para lograr adhesión interna. El ejemplo más aberrante lo encarnó el nazismo con los judíos, aunque al otro lado de la cuerda de la historia también aparece el Estado de Israel levantando murallas para arrinconar a los palestinos en una Jerusalén tapiada con paredes horribles y torres de control. Conocidos los resultados de la elección en Estados Unidos, no fue casualidad que Magal Security le haya propuesto sus servicios al magnate billonario: fue la empresa israelí que construyó esos vergonzosos murallones en la otrora tierra sagrada de Cristo.

La promesa de Trump logró fuerte apoyo en el electorado gringo, quien acuñó la frase “Build The Wall” como leitmotiv de una campaña arrastrada por la misma xenofobia que parece expandirse como pandemia en todo el globo. Primero en Noruega, en 2013; dos años después en su vecino Dinamarca, este septiembre en Alemania y probablemente en 2017 en Francia, donde el socialismo de cotillón que gobierna sacó todos los números para comerse una paliza histórica ante los dos candidatos de extrema derecha que puntean en los sondeos.

En los hechos, la idea del muro no es más grave que el escenario actual, donde un tercio de los 3000 kilómetros de frontera ya habían sido tapiados por Bill Clinton, esposo de la candidata que el progresismo miope consagró como reservorio moral del país del norte. Más allá de eso, asoma en el terreno de los símbolos un mensaje tanto más aterrador: el de la imposición de un nuevo orden mundial que vuelva a quebrar al planeta en dos por odios raciales. Algo que pareció quedar atrás cuando fue derribado el último ladrillo de otro muro, el de Berlín, ciudad gobernada desde hace meses por xenófobos alimentados en una islamofobia que amenaza con convertir al mundo en un polvorín de fronteras cada vez más difíciles de cruzar.