No hace tanto, un hombre con patillas gobernó este país. Hubo una crisis tremenda, que duró una década y pico, y algunos pibes se juntaban en las esquinas a tomar birra y soñar su banda de rocanrol con una idea bastante binaria del mundo: lo bueno eran el barrio, las minas, el fútbol, el aguante y la cerveza; lo malo los chetos, la yuta y todo lo demás. Esos valores forjaron una identidad que fue bandera de un montón de bandas (algunas buenas, otras malísimas, como pasa siempre y con todo). Hay quienes dicen que ese colectivo terminó de estrellarse con lo de República Cromañón, masacre de la que mañana se cumplirán 12 años.

En una nota publicada el 24/1/2002 en el NO, Iván Noble, recién separado de Los Caballeros de la Quema, decía: “Una pregunta distinta es si estéticamente el rock barrial fue interesante. Esa es la autocrítica que nos debemos los que estamos o estuvimos en esa línea. El modelo de ‘banda de cancha’ quizás no se agota rápido en lo comercial, pero sí en lo creativo”. Lo que opinaba Noble tiene mucho que ver con lo que pasa hoy con grupos como La Beriso, que terminó tocando en la cancha más grande de todas, la de River: el sábado pasado casi agotó localidades, en lo que tal vez haya sido el evento musical (¿cultural?) más convocante del año, junto a los shows platenses de los Stones (de quienes fueron teloneros) o al de Guns n’ Roses en el Monumental. Y otro grupo claramente identificado con el rock chabón, La 25, reventó Atlanta hace unas semanas.

Los megashows de La Beriso y La 25 hacen pensar en un revival del barrio y sus viejos valores, como un cacho de los ‘90 descongelado en el tiempo: guitarras peladas, tres acordes, un cantante promedio, una supuesta superioridad moral del barrio sobre el mainstream y, sin asomos de sofisticación o riesgo artístico, la ilusión de que el público está en la misma jerarquía que los del escenario. Nadie podrá asegurar que el rock barrial volvió con toda su fuerza, aunque hay señales inequívocas de su convocatoria.