Desde el punto de vista psicoanalítico, femenino y masculino suponen dos campos que no se restringen a los parámetros que indica la anatomía, sino a la posición subjetiva frente a la inconsistencia esencial que distingue al ser hablante, eso que los psicoanalistas llamamos castración y cuya consecuencia más inmediata es la angustia que distingue al ser hablante del resto de los seres vivos: quién soy, qué hago acá, y sobre todo: ¿qué quiere el Otro de mí?
Ahora bien, la excepción a la castración encarnada por el padre de la horda freudiano no es más que la plasmación ‑con forma de mito‑ de una fantasía común a los seres hablantes: a saber: ella/él puede, en cambio yo no. Se trata de la archisabida impotencia que padece el neurótico, motivo de infinidad de consultas que la singularidad de cada sujeto actualiza a su manera en ese conflicto con la ley que, sin embargo, nos brinda una identidad y un lugar bajo la tutela del padre imaginario que todo lo puede. Por algo, "Dios es inconciente", decía Lacan. Inconciente y necesario para conformar un mundo y una realidad posibles. Este campo, en el que habitan hombres y mujeres, es sin embargo, dominio del campo macho en virtud de que la bipartición freudiana fálico/castrado deja a la mujer sin universal que la represente. Hay El Hombre, luego hay mujeres, cada una única en su singularidad.
¿Cómo distinguir el campo de lo femenino, entonces? Lacan señala la vía del No Todo fálico, ese rasgo propiamente femenino que hace de la mujer un enigma al que los poetas le cantan por encarnar, en un mismo acorde, la muerte y la belleza, la vida y el dolor, el deseo y el goce. No por nada, Gelman decía: "y tu cuerpo era el único país en el que me derrotaban". Así, el advenimiento de lo propiamente femenino es contingente, tal como suele presentarse el amor entre dos personas. Basta que el cálculo, el miedo, o el ansia de seguridad asomen su nariz en la escena, para que esa Una mujer ‑fugaz e inaprensible‑ se retire. Para decirlo todo: lo propiamente femenino es la contingencia.
Ahora bien, la conjunción de la ciencia con el empuje de la última etapa del capitalismo alimenta la dimensión de lo imposible, es decir: el sujeto dueño de sí satisfecho con sus goces y que no necesita a nadie. No en vano, algunos como Peter Sloterdijk o Eric Laurent mentan un "individualismo de masas" y otros ‑como Alain Ehrenberg‑ hablan de "La Fatiga de ser uno mismo" para describir los efectos de este orden que amenaza el lazo social. Si el neurótico padece de impotencia, el in‑dividuo del consumo transita la locura ‑que no es psicosis‑ de estar sujeto a sus caprichos. No hay excepción ni norma que limite su demanda: puro goce fálico. Mi conjetura es que la actual violencia machista es el resultado de este desvarío individualista. ¿Será verdad que ‑tal como anticipaba Alexander Kojéve‑ estamos en "un mundo que es nuevo porque está completa y definitivamente privado de hombres"? Por lo pronto, hoy que los varoncitos ya no son necesarios para concebir un hijo, convendría indagar sobre "los atributos de la masculinidad ‑aún por determinar‑".
* Psicoanalista