“Sé que muchos años atrás, cuando veía los restos de su primera edición extinguiéndose lentamente en un par de cenicientas mesas de saldos de la calle Corrientes, sentía una especie de tristeza. Tal vez porque la tapa del libro era eso, un angelito de un monumento de arquitectura funeraria. No me pasaba con otras novelas”, dice Daniel Guebel cuando la pregunta deriva hacia el motivo que lo llevó a aceptar el proyecto de reeditar Matilde. Por su parte, el editor Gonzalo Garcés, señaló que el tono obsesivo de Guebel, su manera de dar vueltas a la experiencia como para arrancarle un valor del que carece –o ese valor que consiste, justamente, en frustrar al narrador hasta obligarlo a tejer un valor a partir del fracaso de la experiencia–, su ironía vestida de formalidad, siempre lo fascinaron. “Creo que Matilde inaugura esa manera de abordar la escritura, por eso quise reeditarla. Espero seguir con otras maravillas de esa época temprana de Guebel, como Nina y El Terrorista”, en opinión de Garcés.
Lo cierto es que Matilde es una obra clave para comprender el universo estético y metafísico de quien resulta ya un escritor fundamental en la actual narrativa argentina. A poco tiempo de haber recibido el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras por su novela El absoluto; y como en el medio de un puente tendido entre la reciente Tres versiones de las mil y una noches y la inminente aparición de El hijo judío, la reedición de Matilde, lejos de un rescate, surge con la impronta de un despliegue para un mapa literario que pone nuevamente en diálogo algunos de los temas centrales de su obra, ya sea la realidad como construcción del lenguaje donde el absurdo se impone como consecuencia de un realismo llevado al límite, la muerte como expectativa de una promesa cargada de conocimientos, el tiempo como una experiencia netamente subjetiva encerrada en ese universo literario que, en Guebel, puede resultar tan exasperante como humorístico, y la idea del amor, temática central en una mujer como Matilde que irrumpe en la vida de Emilio para invertir el orden natural de las cosas donde caben el amor físico-posesivo y la ausencia-presente en la construcción del amado abandonado. Todo tejido por esa red de incomunicación que Guebel maneja con maestría hasta llevarlo a niveles filosóficos. Porque de eso se trata Matilde en última instancia, y justamente por eso también resulta tan contemporánea: la universalidad del amor y sus imponderables se rigen por un universo narrativo cerrado, ligeramente kafkiano por momentos. ¿Cuánto hay de muerte en el olvido de una persona que se ama? ¿Es el amor un concepto que abarca a dos por igual? ¿Por qué se separan las parejas? ¿Perdurará como arquetipo algo de aquel primer amor que nos hace buscarlo en otras personas?
Resulta interesante pensar cómo Matilde entra en un dialogo nuevo con la obra que fuiste construyendo a lo largo de estos 25 años, pienso concretamente en Las mujeres que amé.
—Hace unos meses, o quizá más, en el Varela Varelita se hizo un homenaje a Héctor Libertella. Alguien entregó a cada uno de los presentes la fotocopia de una especie de mapa-guía donde Héctor había dibujado la constelación de su obra, una especie de entramado familiar donde los últimos libros remitían a los primeros y se enroscaban con los del medio. Cuando vi ese mapa, sentí que Libertella había hecho lo que yo estaba empezando a trazar para mis propios libros, quizá citando a otros autores que ya lo hicieron a su propio tiempo. Los sistemas de conexión interna. Cada cuál su propio cosmos, con galaxias que se van abriendo camino propio pero a la vez dejando los rastros de su propia luz, emitiendo señales que las conectan a billones de kilómetros de distancia. Yendo a la pregunta, y más allá de que cada libro verdadero es autobiográfico, no en la elección del tema, sino en el asunto que convoca a la forma que le da cuerpo, sí puedo reconocer que Matilde nace de mi cuento El ser querido y pare a Nina que después espejea en El absoluto del cual se desprenden libros como Ella y Derrumbe y Las mujeres que amé.
Hay escritores que experimentan una gran distancia, ya sea estilística o de temática, cuando releen una obra publicada hace muchos años y la corrigen, a veces tanto que se convierte en un libro nuevo. Con respecto a Matilde, ¿tomaste algún tipo de decisión estética antes de publicar su reedición?
—Ninguna. Me dispuse a corregirlo pero creo que como mucho le saqué un par de adjetivos. Desde el comienzo mismo tuve la impresión de que estaba trabajando una lengua extraña, no fechada, fuera por completo de las jergas actuales, altas o bajas, si es que eso existe. Por supuesto, las impresiones de los autores no necesariamente coinciden con la naturaleza del texto. Cuando Matilde fue publicada, una periodista cultural de un medio que ya no recuerdo demolió el libro (el título de su comentario era “La condena”) asegurando que yo había ignorado olímpicamente las enseñanzas de las vanguardias estéticas del siglo XX. Por supuesto, en su momento me llené de odio, pero pronto lo sustituyó una cierta felicidad programática. La crítica había acertado: mi literatura ignora olímpicamente esas enseñanzas y ella se había dado cuenta antes que yo, así que le estoy agradecido. Quiero decir: ¿qué había en Matilde, qué hay, si es que hay algo? Una estructura de folletín romántico y sobrenatural tramado sobre la especulación psicológica acerca de las posibilidades de un más allá donde el amor se mezcla con la incomunicación, la celebración del horror, el dolor y la culpa, la sobrevivencia del remordimiento y de la incomprensión sobre las operaciones del destino, que usa a los personajes como marionetas. Ninguna modernidad retro, surrealista o dadaísta. ¿O habré sido expresionista sin darme cuenta?
Hay libros que son esenciales para pensar en su conjunto la obra de un escritor. En tu caso, y con la perspectiva de los años, ¿qué lugar ocupa una novela como Matilde?
—Es parte de mi ciclo inicial, el período en que imaginaba que iba a poder escribir todos los libros y todos los géneros bajo todas las formas posibles, anterior al momento en que empecé a descubrir que, como cualquier otro escritor, estaba marcado por la repetición y la reescritura, por la variación en la repetición. Eso lo advertí años más tarde, cuando escribí Nina, una novela que expande ciertos núcleos de Matilde. Ahora, sobre todo a partir de El absoluto, tengo la impresión de trabajar por serie y por expansión, cada libro nace de uno anterior y deriva en otro. Por supuesto, también sueño con el regreso al inicio, a la fantasía de ser un escritor distinto cada vez.