Corría 1992 cuando la por entonces y todavía hoy jueza María Romilda Servini de Cubría se indignó con un sketch de Tato Bores, en el cual un antropólogo buscaba en las ruinas de la Argentina extinguida rastros de nuestra civilización. Entre ellas aparecía la distinguida magistrada. Una humorada que en tribunales fue descalificada por ludibria y eutrapelia.
Ya hemos olvidado esos términos destrabalenguas, pero no el hit de aquel otoño, que rebautizó a Su Señoría y reafirmó que es lo más grande que hay, alabanza a sus muchas virtudes que cantaron a coro decenas de personalidades de la cultura y el periodismo.
Días atrás el juez de la Cámara Federal de Casación Penal Eduardo Riggi, usó como un argumento para mandar a prisión nuevamente a Cristóbal López que éste al salir de la cárcel declaró a la prensa que no estuvo detenido, sino secuestrado por el juez.
Dijo Riggi que estas manifestaciones importaban “un irrespetuoso desconocimiento de las atribuciones legales del magistrado que lleva adelante la causa, pues (…) secuestrado sólo puede estar quien es privado de su libertad por alguien que no tiene facultades para hacerlo. No se trató de un mero disenso con relación a una decisión que pudo considerar errónea de parte del juez, sino directamente de la negación de la legitimidad de la autoridad judicial competente y, en definitiva, del funcionamiento mismo del Estado de Derecho del que goza nuestro país”. Y que “esta actitud concreta del imputado, constituye un elemento más para presumir su desapego a la ley y su actitud evasiva y entorpecedora de la justicia, extremos que evidencian también en casos como el presente –de extrema sensibilidad y afectación social– y por su gravedad, la pertinencia de disponer una medida de cautela personal destinada a evitar la frustración de los fines del proceso.”
Parece que reverencia y sumisión es lo que se le exige al buen ciudadano.
Como quien invita a una crítica fallida y por eso de más fácil refutación, Riggi abre el paraguas con sol y aclara que su “doctrina ¡chito o va preso!” en nada afecta al derecho de defensa ni al de peticionar a las autoridades.
Se equivoca. López más que pedir se quejaba; y no se defendía –salvo de los picotazos de los agudos movileros–, sino que acusaba.
Lo que sí está en peligro es la libertad de expresión, ventana de la libertad del pensamiento, ambas columnas de la democracia.
Y no solo porque López sea el dueño de un grupo de medios de comunicación exitoso y opositor (lo que agrega gravedad al asunto), sino especialmente porque no puede jugarse la libertad del encausado por su crítica a una sentencia que lo perjudicó, por más destemplada o injusta que fuese la crítica y juez que sea el criticado.
Hasta 1993, cuando fue derogado, existió en nuestro Código Penal el delito de desacato, que incluía injuriar a un funcionario. En la misma tendencia de protección a la libertad de expresión, luego se acotó la injuria y la calumnia, que ahora nunca puede alcanzar a los asuntos públicos ni a su reproducción de buena fe por la prensa.
Los funcionarios no tienen mayor ni igual protección frente a la ofensa de la palabra ajena. Todo lo contrario, como servidores públicos –los jueces lo son– tal protección es menor, para garantizar la libre crítica de sus actos como parte del control de los actos de gobierno, inherente al tan meneado republicanismo.
Un 27 de diciembre de 1998 Vicente Muleiro escribió en Clarín, recordando el affaire Buru Budú Budía: “La pobreza vital de los censores acaso resucite en cualquier esquina del aparato estatal dominado por un gobierno de cualquier signo. Así que, como diría Tato, a seguir laburando, vermouth con papas fritas y Good show!”. Tenía razón. Y se quedó corto.
* Miembro de Justicia Legítima. @felixcrous