Eran entonces los atardeceres en un pueblo de llanura, lejano y mezquino como lo son todos y tal vez no haya un sentimiento que lo vuelva generoso.
Vagábamos por los dos clubes (al otro lo negábamos porque era un desprendimiento del nuestro) y todo resultaba excesivamente íntimo, en la rutina insidiosa y sin horizontes. Lo único efectivamente cierto era que para los que disponían de una familia que les costeara los estudios ese sería el último verano que vagarían sin compromiso por esas calles tan quietas, donde las niñas se paseaban con sus vestidos livianos y soleados, exhibiendo sus labios que yo jamás besaría, las palabras numerosas de amor que no serían para mí ni el abrazo que nunca se cerraría en mi cuerpo.
La incerteza a secas amilana, arredra y se pone inmóvil sobre uno como una piedra inmensa. Dentro de ese espacio cerrado al vacío que implicaba el accionar un poco espontáneo, pero con proyectos personales más o menos definidos a voluntad o dirigidos por padres que orientaban sistemáticamente a ordenar o moldear una vida futura, había un abismo. Lo concreto y lo cierto era que fueron las primeras promociones que se aventuraron a vivir fuera del pueblo y se trató de nuestra generación. En verdad, solo los varones se atrevían entonces, estaba mal visto que una niña de buena familia saliera a buscar su futuro. ¿Acaso no lo tenían como futuras esposas de los futuros profesionales?
Mi condición de descendiente de analfabetos me tornaba en un elemento ilegítimo por mi origen. Todos los míos habían sido obreros y estudiar fuera de la primaria, un desatino, si a veces ni eso tuvieron ni mis abuelos ni mis tíos.
Algo sin embargo se revolvía dentro mío con más rebeldía y convicción, como un camino hecho a los tumbos, a los manotazos, pero que se afirmaba cada vez más como un destino.
Los atardeceres llenos de imágenes ponían un acontecimiento más triste, si yo me volvía bajo esos plátanos añosos, pisando sus hojas en los otoños procelosos de nostalgia y mis primeros reveses amorosos que me recordaban a cada rato que yo me tenía que ir, que no era bien querido allí y ‑extremaba‑ tal vez en ninguna parte, salvo las dos o tres personas que confiaban en mí.
Cada trabajo que emprendía lo tomaba como momentáneo, aunque es casi seguro que aprendido de ese oficio yo podría mantenerme e incluso progresar. Pero yo, oscuramente, buscaba otra cosa, otro horizonte, y los libros que furiosamente leía en la biblioteca de mi club me dirían alguna vez la verdad. Al menos la mía, mi pequeña verdad relativa.
Había empezado a escribir casi sin quererlo y con un fin catártico, sin pensar ni en un momento que publicaría alguna vez y que me dedicaría "a ese arte de bajo precio", según escribió Pedroni, y lo cito de nuevo, "al que finalmente me aficioné".
Alguna vez pensé que aquella niña no supo nunca que su negativa, su decisión de retirarme su liviano amor en ese atardecer donde la luz del crepúsculo nos protegía de todo, menos de las inclemencias que a mí me esperaron y se ensañaron conmigo como el otoño desnudando sus árboles, hizo que yo me alejara para siempre pisando esas hojas cobrizas como una imparable pasión de los tiempos.