Ocho hijos tuvo y su cara y su cuerpo los reflejan en cada gesto y en cada envoltura de la piel sobre los músculos. Supo, cuando empezó a tenerlos, que iba a criarlos sola. No porque su hombre no estuviera en la casa sino porque no iba a estar en su vida. Porque así era en aquellos tiempos cuando la mujer era el envase necesario para el muestrario del vigor masculino. Después ella se fue admirando de ver el recorrido hacia arriba que hacían sus hijas para zafar de ese destino. Las veía fuertes, trabajando, tomando decisiones, reconociendo el lugar que sus cuerpos elegían. Se daba cuenta de que el mundo estaba cambiando y aunque se quejara de ese cambio, lo hacía solo para afuera. Para adentro festejaba y decía era hora. Cinco hijas tuvo y tres hijos. Y estuvo contenta de tener más mujeres que hombres, porque sabía que sus hijas le darían, a esa altura, la cantidad de nietos justa. No la excedencia sin sentido que ponían los hombres con sus deseos inmanejables. Intuyó que, de acuerdo a los tiempos que corrían, no podía esperar que sus días terminaran atendidos en su vejez por sus hijas, hijos, nietas o nietos.

También quiso asegurarse de que el sentido no desapareciera. Dedujo que tendría una viudez pronta reconociendo los estragos que el trabajo y el alcohol estaban haciendo en el cuerpo de ese hombre que compartía su casa, y que todavía compartía su útero. Y también se preparó para ese momento. Desde varios años atrás cuando comenzaba a atardecer usaba una hora ‑que llamaba la hora de los mandados‑ para dedicar a sus pensamientos, y como para su cuerpo era imposible detenerse, descubrió que la mejor manera de pensar era caminando. Dedicaba ese tiempo de cada uno de sus días a caminar treinta cuadras. Las usaba para pensar ‑deducir, imaginar, organizar‑ pero volvía siempre con alguna bolsa de supermercado en las manos. Aunque fuera algo mínimo, pero llevaba a su casa una compra. Hacía los mandados. Usó esa estrategia para que nadie pudiera, ni siquiera ella misma, acusarla de disponer de tiempo sin utilidad. Y en ese paréntesis fue como se le ocurrió lo de su último hijo.

Fue un varón y ella supo que sería el último. Estaba segura de que su cuerpo ya iba a negarse a seguir pariendo y eso la ponía contenta pero también la preocupaba. En sus caminatas se preguntaba cosas que en otro momento, y que tal vez otra gente, no se preguntaba. Buscó y rebuscó el motivo y sentido que había tenido y que tenía su vida, y estuvo mucho tiempo sin tener respuestas, hasta el nacimiento de su último hijo, al intuir que sería el último de pronto se sintió vacía, como si el piso que la sostenía desapareciera, como si sus pies empezaran a fundirse en el aire y el tiempo, sin dejar ni siquiera una huella de ella misma. Y ahí supo que el sentido de su vida, el sentido que había tenido sin desearlo siquiera, el único, era haber sido madre. Haber parido vida. Sin saber por qué ni para qué pero así había sido. También supo que cuando envejeciera ese sentido se iría diluyendo con la materia de su cuerpo y que estaría encarcelada en la soledad y el olvido.

Así fue que puso en funcionamiento el mecanismo que podría asegurarle seguir viviendo con un propósito, una utilidad. Ella no había elegido el sentido de su vida, así había sido y lo aceptó como se acepta el nombre: sin chistar. Ahora, después de haber parido, criado y donado al mundo lo que se necesita para que siga andando. Ahora. Ella podía elegir. Y eligió. Mientras criaba al último varón, y desde el inicio, aplicó la rutina que iba a sostener esa elección. Hizo todo lo que se esperaba de ella como madre. Todo lo que había hecho hasta ese momento. Respetó la rutina y la reprodujo, haciéndole un agregado necesario para el cumplimiento de su deseo. Estableció la práctica de la higienización. Y no se trataba de lavar el cuerpo de ese último hijo. Eso ya lo hacía cada mañana. La hora de la higienización era la última hora del día, la de antes de dormir.

Se fabricó una pequeña bolsa de tela de algodón con piedras de canto rodado en su interior. Treinta piedritas para ser exactos. Y cada noche sentaba a su hijo, el último, en el inodoro del único baño de la casa y golpeaba en su cabeza también treinta veces, siempre en el mismo lugar, en la parte superior, y siempre con la misma intensidad. Lo hizo desde el principio y él aprendió a tomarlo como una forma más de educación. De higienización.

Se los puede ver hoy caminando juntos aquellas treinta cuadras. Donde, a su vejez, ella cuenta con ese hijo para que la acompañe. Aunque no se distingue con claridad quién cuida a quién, quién es el sentido de quién. A él se lo ve arrastrando un pie. Con un prognatismo evidente acentuado por el grosor de su labio inferior. Debajo de su cabello encanecido su cara parece aún la de un niño aunque con ojeras demasiado azules. Va vestido también como un niño. Y habla a media lengua, atropella las palabras entre sí, lo que hace imposible descifrarlas. Aunque ella le contesta, ella lo entiende, y cada día le pide que sea él quien le cargue la bolsa del supermercado con casi nada, esas treinta cuadras que hay que recorrer.

 

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