Isabel Conde tiene 69 años y es la primera vez que lo va a contar. Isabel no se llama Isabel, pero no quiere lastimar a nadie con la historia que la lastimó y le mutiló la vida. Ella tenía 20 años, trabajaba como aeronáutica y salía con un hombre que la doblaba en edad. Su papá era policía y muy machista. Se quedó embarazada la primera vez que tuvo sexo en su vida. No se animó a tenerlo por miedo a su papá. “Decidimos hacer un aborto”, dice en un plural que incluye al hombre que fue su marido hasta que falleció. “Él me consiguió un médico y fuimos. Yo al otro día sentía muchísimo dolor pero no podía decir nada ni en mi casa, ni en el trabajo. El médico que me había realizado el aborto en su consultorio trabajaba en la clínica B. y cuando fuimos me internaron por una infección derivada en peritonitis de ovarios. Durante diez días no reaccioné y al final salí. Tuve pérdidas durante cuatro años y las trompas de Falopio quedaron tapadas. En la biopsia del legrado vieron que me habían dejado placenta adentro. Por ese motivo nunca pude tener hijos”, dice Isabel. Y dice: “Me arruinaron la vida”. La infertilidad es una de las consecuencias de la clandestinidad. No el deseo de no ser madre nunca, sino no poder ser madre en algún momento y no poder serlo por una mutilación que no se corresponde a los riesgos de la intervención, sino a los riesgos de la clandestinidad en la que son llevadas las intervenciones. “Nosotros pensábamos tener cinco chicos y no tuvimos ninguno”, dice, por primera vez, en voz alta, con los ojos claros casi transparentes, como las lágrimas que la recorren, casi no reconociendo las palabras que son dichas mientras el Congreso nacional debate el aborto legal, seguro y gratuito. “Tantos años callamos”, dice, ya en pasado Isabel. Y recrudece su voz, acostumbrada a ser templada para no desentonar, como el gris que la viste, con los días de lluvia encapotada: “A mí me abrieron como un chancho”. Dice y decide decirlo con su nombre, aunque duela o anoticie a los que, hasta ahora no sabían nada. Isabel se llama Diana Campos. Y después de terminar la nota, ella dice que quiere decirlo con su nombre. Y nombrarse también es una forma de hacer historia.
Desde periodistas conservadores, curas o sectores ligados a la Iglesia se quiere minimizar la marea verde que pide por el aborto legal, seguro y gratuito como un problema o un interés de sectores medios o, en la brutalidad VIP de la muñeca de Pablo Sirvén, editor de La Nación, “Excitación burguesa por el aborto legal”, como tituló una burla símil retrato de mujeres desesperadas, ardientes o descontroladas frente a una oferta, una liquidación o frenar la mortalidad materna por la que murieron 46 mujeres en el 2016 como efecto de la clandestinidad del aborto (aunque en la nota se desconocen las cifras oficiales del Ministerio de Salud de la Nación).
El embarazo, el aborto y la maternidad no son ni deseos ni decisiones neutras, ni fuera de la clase, la familia, el barrio, la casa, las relaciones amorosas o violentas, ni los proyectos de vida posibles o imaginables en cada mundo según la clase, el género, la etnia y el territorio. A veces, donde se arrinconan las posibilidades, la maternidad se agranda como mundo posible y propio frente a otros mundos imposibles. Pero, arrinconada por la necesidad o la muralla de otras posibilidades, autónoma o extorsionada por el ajuste de las cuentas, la maternidad sí tiene diferencias de clase, en sus formas, en sus edades, en sus multiplicidades y en sus deseos.
Ni la maternidad, ni el aborto atraviesan a todas las mujeres por igual (que nunca son todos iguales). Pero la realidad sobre el aborto le toca a todas, a las más chicas, las más grandes, las que tienen muchos hijxs y no pueden o quieren tener más o las que quisieron tener (como Diana) y sintieron que el filo de la clandestinidad sin la mirada estatal ni las garantías de un sanatorio habilitado o un hospital público le cortaron las posibilidades solamente por la impunidad de no poder hablar, ni denunciar. La pelea por el aborto legal, seguro y gratuito no es producto del hipo de la excitación burguesa ni el color de un pañuelo que solo se ve en centros urbanos. El verde es parte del agite conurbano.
Rocío Cabrera tiene 16 años. Entre ella y Diana hay más de medio siglo de diferencia. Pero las dos tienen pañuelo verde. Rocío lo lleva atado a la mochila con la que recorre las vías de la estación “El Jaguel” y esquiva las selfies que tapa con sus manos. Su pelo es rojizo y no la deja pasar indiferente y su voz se alza cuando sus compañeros de escuela religiosa tiran el latiguillo: “Si te abriste de piernas bancatela” con la que el cielo parece derrumbarse contra los talones de las mujeres empecinadas en un deseo sin precios que pagar. A ella le dicen feminazi y le cuestionan que no puede pertenecer a un grupo de exploradores y estar a favor del aborto legal. El pañuelo de la Campaña por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito excede su demanda y se vuelve una bandera por la libertad. “Un profesor me dijo si podía guardar el pañuelo en clase porque al colegio no le gusta meterse en temas políticos. Pero yo no lo guardé. Lo dejé en el escritorio”, se planta. ¿El debate sirve? “Para algo sirve. Yo antes no sabía nada del tema. Y ahora sé. Me encantó cuando Verónica Lozano dijo que nos pongamos en el lugar de la mujer. Me encanta escuchar los debates”, valoriza Rocío. Vuelve de inglés un sábado, donde los negocios van más allá de las rejas, se envuelven morrones rojos antes de la estación y si el tren llega tarde las paredes se trepan como caminos verticales para ganarle tiempo a la vida suburbana, siempre con más tiempo que pagar por llegar al mismo lugar desde donde todo emana: Constitución.
Gabriela Velázquez tiene 35 años y cuatro hijos, también como Rocío, chicos y grandes, es acompañante terapéutica y solía acostarse cuando toda su familia se levantaba, pero ahora está desocupada. Ella vive en Luis Guillón. Y pasó por dos abortos. Después de tres no podía tener más hijos. A ella le ponían inyecciones en la salita del barrio, pero, por un desequilibrio hormonal, se quedaba embarazada igual. Y se negaban a ligarle las trompas. Hasta que la ley que quitó las trabas a la anticoncepción quirúrgica le dio su derecho a una forma de cuidado segura. “Es el mismo sentimiento cuando no querés tener que cuando querés. La vida cambia por completo”, explica. Y también que le duele. Es, todavía, una experiencia que la lastima. Y por la que decidió tener a su último hijo. “No es algo lindo, ni es algo fácil”, sintetiza. Su marido, que trabaja como custodia, pagó casi un sueldo para que haya un médico. “Es algo de la pareja, no lo hice yo sola”, engloba. Y también pone a muchos de los argumentos anti derechos que se ven desfilar por el Congreso como puñales que todavía la lastiman con las condenas sobre su decisión. “Lo que te enseñan de chica te queda. Todo lo que me dijeron en contra todavía me hace sufrir”, comparte. Y pide no frivolizar el acceso al aborto, pero no condenar a las mujeres a una hoguera.
La imagen de las mujeres quemadas como brujas en la Inquisición parece una metáfora para traer al siglo XXI los pecados eclesiásticos de la Edad Media contra la sabiduría e independencia femenina ridiculizada en viajes en escobas y narices granudas con tinta de pieles verdes. Pero la Edad Media es una muralla que aparece como una literalidad conurbana en la historia de Ileana Groppa, de 51 años, sobreviviente de violencia de género y hacedora de suculentas en las ferias de Monte Grande, en la que las hojas se escapan también de la falta de tierra. Trabaja como niñera y también con sus plantas, en el barrio Malvinas Argentinas, de Monte Grande. Pero nadie más la vuelve a encerrar.
–Yo hice aborto con inyecciones –comienza a contar Ileana. Y eso es la parte que más la alivia de toda su historia.
–Yo tenía una pareja con la que no quería tener hijos –y eso, precisamente, no fue el problema, sino escapar de la maternidad forzada, de una vida forzada, de una vida encerrada. Con candado. Literal. Como en la Edad Media. En el barrio Malvinas Argentinas, en Monte Grande, el conurbano donde las mujeres hablan y aun así no se las escuchaba. Porque el problema es el mismo en la penalización del aborto y en la violencia: que la palabra de las mujeres no valga.
–Yo no quería y él sí. Tenía 25 años y un nene de tres años. El padre de mi primer hijo se emborrachaba y me pegaba. Pero lo hizo tres veces nomás y me fui a la casa de mi mamá. El problema es que también me quería ir. Y cuando lo conocí me fui a vivir a la semana de conocerlo. Yo les decía en la salita que no me den pastillas porque me hinchaba como un sapo, pero me daban igual y no otra cosa. Y si él me las encontraba me las tiraba. Yo no trabajaba y solo tenía plata para comprar la comida. Pero le pedí a mi mamá porque si él se enteraba me iba a obligar a tenerlo. Fui a la farmacia y me di siete inyecciones a la tarde cuando él se iba a trabajar como albañil –relata.
Las inyecciones fueron una forma de decidir en la clandestinidad, pero de decidir sobre su vida. Una posibilidad que se fue extinguiendo como el fuego en sus ojos.
–El estaba encaprichado que quería tener un hijo. Me descubrió anticonceptivos y me encerró. Me dijo “Ahora vas a quedar embarazada”. Me obligaba a tener relaciones todos los días. No me dejaba salir a la calle. Yo tenía desesperación por separarme y mis papás no me creían. El cerraba la puerta de calle y ponía un candado que solo se podía abrir del lado de afuera. Tuvo un hijo y él solo lo venía a abrir para que fuera a buscarlo al jardín –cuenta como si fuera posible contar la esclavitud sin heridas.
–¿Qué iba a hacer si mis propios padres no me creían? –se pregunta en el látigo que más le duele, todavía, el que repite y la hace sollozar: la desconfianza. El día que su mamá descubrió que el candado era real le dijo que se vaya a su casa y ella empezó a limpiar casas. El les hizo un reproche a sus padres. “¿Dónde voy a conseguir ahora una mujer como ella?” y se refería a dos características: joven (16 años menor que él) y hacendosa (una empleada doméstica sin derecho a pago ni a aire libre). Y ella tuvo que soportar la violencia sexual en forma de extorsión: “No te voy a dar plata para el nene si no te seguís acostando conmigo”, le dijo. Ella hizo la denuncia, con un hijo de 11 y otro de 3. Otra vez no la escucharon.
–Hace veinte años era así. No te escuchaba nadie –dice Ileana–. Pero también dice que eso tiene que cambiar: “Hay que escuchar más a las mujeres y creerles”.
Y escuchar también implica cambiar. “¿Cómo pudieron hacerlo?”, decía Andrea Velázquez, que ahora tiene 34 años y dos hijas de 15 y 9 años, cuando se enteraba que sus compañeras de secundario decidían interrumpir un embarazo. “Una va evolucionando en sus pensamientos”, compara. Y valoriza: “Me sirvió el debate y los que dicen que es un asesinato tendrían que ayudar más a las madres adolescentes”.
–¿Qué vas a hacer? –le preguntó su mamá y le dejó las opciones a las claras. “Yo decidí tenerla y estaba orgullosa de mi decisión. Ahora también. Pero antes juzgaba y ahora no. No hay que condenarlas porque las que quedamos expuestas somos las mujeres”, diferencia.
Andrea se define como parte de una clase trabajadora y de un barrio humilde, Santa Catalina, en Luis Guillón. Su mamá es enfermera y crió sola a sus tres hijas. Ella se quedó embarazada en la mitad de la cursada y atravesó el colegio con la panza imponente de orgullo. Pero no fue tratada ni como una heroína, ni con el sostén imprescindible, en los tiempos, materias y respaldos para que la maternidad, sea como sea, no sea una barrera a seguir estudiando. “Todavía juzgan a las chicas que abortan, pero cuando lo tenés no te ayudan. Ni el papá, ni en el colegio. A mí la directora me dijo que me vaya a mi casa. Yo me quedé y tuvieron que bajar el curso para que yo no suba escaleras con la panza y el último año estaba con la lactancia y mi mamá me llevaba a la nena para que le de la teta. Pero solo te ayudan para estudiar porque si querés ir a depilarte o ir a tomar mate con una amiga parece que no tenés derecho aunque seas adolescente. Me hubiera gustado estudiar medicina, pero no tuve apoyo. Empecé a trabajar de limpieza y para empresas de cuidado de personas mayores para salir adelante y todos los trabajos son en casas de familia en Capital. Es imposible movilizarte con una hija para estudiar y trabajar. Ahora yo a mi hija la llevo a la ginecóloga porque un embarazo adolescente te cambia para siempre la vida. No podés estudiar ni proyectar y siempre la responsabilidad es cien por ciento de la mujer, aunque te ayude el padre o la abuela. Y eso también está mal. Y encima las adolescentes somos muy juzgadas cuando vamos con una criatura a la salita”, dice como si todos los círculos que juzgan a las mujeres se entronizaran sobre sí mismos. Dice y pide: una cancha de handball para su hija y sus compañeras que se quedaron expulsadas de los tres pasos con la mano levantada que separan a la pelota del arco y del que se volvieron nómades conurbanas por falta de cancha. “Las chicas no solo quieren bailar”, protesta Andrea.
Y para las que quieren bailar -pero no solo bailar- está Débora Masturini que hace clases de zumba feminista y convoca a actos, junto a la Secretaria de Desarrollo de la Municipalidad de Estebán Echeverria, contra el acoso callejero, con la consigna clarita de “Sí, es para tanto”. Ella misma cuenta que le robaron ayer arriba del 165 y que corrió en la calle entre el colectivo y el tren pero que decidió no dejar de ir a un cumpleaños porque salir es una convicción política. Y la amistad también. El viaje ahora es en el tiempo. Débora tiene 29 años y cuando tenía 16 años su mejor amiga del colegio de Adrogué abortó dos veces, a los 16 y a los 17. “Las dos veces la mamá le dio la pastilla. Pero la dejó sola para que la pase mal como castigo, sin contenerla ni decirle nada. Yo estaba con ella y lloraba y lloraba. Ninguna de las dos sabíamos nada. Pero lo traumático fue la clandestinidad de estar en una pieza sin saber ni qué preguntar. Ella dice que está a favor del aborto legal porque si hubiera sido legal hubiera tenido asesoramiento. El trauma es por la soledad, la falta de información y la idea de castigo”, subraya. Débora fue pro vida, según sus propias palabras. “Para mí fue un golpe horrible acompañar a mi amiga y sentía que estaba mal el aborto. El debate en el Congreso y estar en el territorio, donde pasan las cosas, me hizo cambiar de idea, como dice Darío Sztajnszajber “es política, no metafísica”. ¿Qué hacemos con la realidad? Tenemos derecho a la salud.
“La despenalización social ya está ganada”, suma Romina Spitaleri, docente, de 36 años, de Almirante Brown. “Hace diez años te tenías que cuidar mucho en un barrio de usar la palabra aborto porque había mucho rechazo y hoy son las chicas las que te piden hablar de aborto y te preguntan donde se venden los pañuelos verdes”, compara. Una de las chicas que se lo pide es Dalila Duarte, que tiene 17 años y sale, con fiebre, de su casa, custodiada por su mamá Mariela que la sigue a todas partes, porque la temperatura no le baja las ganas de hablar, aunque la lluvia finita se sienta como parte del cuerpo y las miradas la atraviesen en cada paso que da por las veredas que dan a la vía. Y ella le hace frentes con su flequillo que la resguarda de no mirar a todos la que la miran y sus pestañas negras que la vuelven todavía de mirada más potente. Ella se queja de la falta de información en el colegio y que los debates solos no alcanzan. “Yo quisiera que viniera a alguien a informar de los abortos clandestinos y de las muertes. Yo estoy re a favor del aborto legal. Dicen que si no lo quieren tener lo den en adopción y no es tan fácil. Ayer un chico fue a buscar preservativos y no había. Si no es fácil todavía conseguir preservativos es fácil echarle la culpa a las mujeres y decir que abren las piernas”.
Romina pone como ejemplo a su mama en una maternidad compañera. “Mi mamá me lleva a la salita y se pone hasta la alarma para que no me olvide de tomar las pastillas. Pero otras le dicen “no tengas novio” a las hijas y se creen que con eso lo arreglan. Pero en el colegio no me hablan ni de como poner preservativos, ni de como usar las pastillas. Si no es por mi mamá no sabía nada. Una amiga pensaba que acabar afuera es un método anticonceptivo y se quedo embarazada. El chico se fue a San Luis y la dejó sola. Nosotras juntamos para los pañales”, describe. Romina tiene tatuajes en su brazo pero también tiene tatuajes indelebles: los que no se hizo para darle la plata ahorrada a su amiga. Y eso también la marca. La mamá le anuda el pañuelo verde. Se lo acomoda, como se acomodan tantas cosas en las veredas donde se camina. “A ella el tema del feminismo la ayudó un montón”, dice y rescata “por suerte”. Los cortes de dolor y los noviazgos violentos no se alejan con fe ciega, sino con abrazos y con palabras para que el futuro valga la pena. “Yo le hago pata en todo”, dice Mariela. Y hacerse pata es una forma conurbana de feminismo. Se alejan, pero se quedan varadas en el puesto donde la ropa interior, se acomoda en la vereda. Miran un conjuntito. Rojo. Se alejan de la mano. El futuro es de ellas. Y está grabado en la piel aunque todavía falta para que el tatuaje llegue.