El documental debe ser el género cinematográfico que más prejuicios soporta. Es cierto que antes habría que discutir si se trata o no de un género, pero si se acepta la idea generalizada de que lo es, difícilmente haya otro sobre el que existan tantos, y por lo general falsos, preconceptos. De ellos se dice que son aburridos, esquemáticos, técnicamente pobres, poco imaginativos, fáciles de realizar y otras falacias que quizá tengan su origen en la forma y el uso que la televisión les ha dado. Al contrario, se trata de un universo tan rico y extenso como su contraparte, la ficción, con similar amplitud y complejidad. Y una peculiaridad que representa su gran rasgo de identidad: el afán de retratar de algún modo la realidad. Las herramientas para hacerlo son innumerables e incluso puede ser que, como ocurre con Los Corroboradores, ópera prima del argentino Luis Bernardez, un documental pueda filmarse contaminado de ficción sin que eso lo invalide como abordaje de lo real.
Lo que Los Corroboradores se propone es registrar la influencia que la arquitectura de Paris tuvo sobre quienes realizaron la planificación urbana de la emergente Buenos Aires, a finales del siglo XIX. Pero lo hace recurriendo a elementos que son propios del thriller, el policial negro o la farsa. Para ello inventa un mito: los Corroboradores del título, una sociedad secreta fundada por el presidente Carlos Pellegrini. Su intención era ya no levantar una réplica de París a orillas del Río de la Plata, sino importar ladrillo por ladrillo y mueble por mueble los edificios más emblemáticos de la capital francesa, dejando en su lugar meras copias. Dicho movimiento tenía como fin último anexar Buenos Aires a Francia, renegando del indeseable vínculo con el resto de las provincias, y convertirla en la sede de una restaurada monarquía.
La premisa suena disparatada. Sin embargo, Bernardez la vuelve creíble. Una pieza vital para que Los Corroboradores funcione como relato de ficción es la inclusión de una protagonista, una periodista francesa que viene a Buenos Aires a investigar esta absurda pero probable conspiración y se ve envuelta en un peligroso juego de intrigas. Al mismo tiempo, un elemento fundamental para que la película no fracase como documental es la habilidad del director para introducir en la trama, como claves de un policial, una serie de elementos que dan cuenta de la aspiración política de hacer de Buenos Aires una ciudad europea, pero fuera de Europa.
Los detalles de lo que Bernardez cuenta acerca de esa lógia son a todas luces falsos, porque no hay pruebas de que los Corroboradores hayan existido más allá de su documental. Pero la realidad es que bien podrían haberlo hecho, en tanto cada una de las conclusiones a las que arriba el guión encajan a la perfección entre los huecos que dejan los hechos históricos. Los Corroboradores no son reales pero sí verosímiles y eso alcanza para imaginarlos como mito. Y como dice alguien en la película, “la memoria se nutre más de los mitos que de la Historia”. Un mito que acá sirve para hablar de la idea de país que planeaba construir la generación del ‘80. Y que el director utiliza para afirmar que lo que se estaba buscando al imitar a París no era solo una ciudad, sino también una identidad. Lo que se planificaba era la forma en que a ese país le gustaría ser percibido: la idea de que mejor que ser es parecer. La tilinguería de una aristocracia nacional que aspiraba a convertirse en la realeza de un país plebeyo.
En la tensión entre ficción y realidad que sostiene a Los Corroboradores es posible reconocer además el linaje de lo borgeano. Hay algo en esa intención de llegar a lo real por la vía de lo apócrifo que, de algún modo, recuerda la forma en que el maestro ciego construía algunos de sus relatos. Como si el objetivo de aquellos Corroboradores fuera el de trazar en el Río de la Plata un mapa de París a escala natural, capaz de calzar baldosa por baldosa dentro de la Ciudad Luz. Curiosamente Borges, que siempre se enorgulleció de su sangre británica, nunca fue demasiado francófilo ni tenía la fascinación por París que habitaba en muchos de sus contemporáneos, aunque por supuesto la conocía bien. Después de todo era argentino y, como dice con enorme gracia uno de los personajes del documental de Bernardez, “un argentino que nunca fue a París es como un uruguayo”.