Desde Cannes
En la historia del cine documental vinculado a los derechos humanos, hay algunos films esenciales, como Shoah (1985), de Claude Lanzmann, sobre el exterminio sistemático del pueblo judío a manos de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, o S-21: la máquina de la muerte (2003), del camboyano Rithy Panh, sobre el genocidio perpetrado por los jemeres rojos de Pol Pot de 1975 a 1979, entre quienes murió toda la familia del realizador. A esa lista corta ahora debe sumarse Las almas muertas, del notable documentalista chino Wang Bing, que con ocho horas y quince minutos de duración acaba de convertirse en uno de los auténticos acontecimientos de esta nueva edición del Festival de Cannes que acaba de comenzar.
Conocido en Argentina gracias al DocBuenosAires, que comenzó a difundir su obra desde su primer, inmenso documental Al oeste de las vías (2003), el de Wang Bing es un caso ciertamente único, fuera de norma. Realizador verdaderamente independiente, al margen tanto del sistema político-institucional de su país como de los modos de producción convencionales, Bing (nacido en 1967) es –como hubiera querido Dziga Vertov– el hombre con la cámara: casi toda su obra la ha hecho en soledad, casi sin equipo técnico, viajando a donde tuviera que viajar para dar cuenta de la realidad de su país. Y Las almas muertas, iniciada hace trece años, no es la excepción. Desde 2005, cuando comenzó un trabajo de campo para el que sería su único film de ficción, Jiabiangou (La fosa, 2010), que en su momento pasó injustamente inadvertido, Bing fue registrando entrevistas con los sobrevivientes de los campos de “reeducación” del maoísmo, previos incluso a la Revolución Cultural, y donde se calcula que murieron más de un millón de personas, en su inmensa mayoría hombres, de las más distintas profesiones y extracciones sociales, desde ex miembros del Kuomintang, el Partido Nacionalista Chino enfrentado al maoísmo, hasta maestros y profesores, artistas o simples trabajadores, que habían tenido alguna disidencia menor con la jerarquía o se convertían en meras cifras de un porcentaje a “reeducar”. Gracias a la colaboración en la postproducción de Serge Lalou para la emblemática compañía francesa Les Films d’Ici, Wang Bing consiguió completar este film extraordinario, que se asemeja a un fragmento de Historia esculpido en piedra, tal es su solidez y dimensión simbólica.
Octogenarios e incluso nonagenarios, estos protagonistas van dando cuenta lúcida, apasionada, verborrágicamente –como si hubieran tenido que esperar más de medio siglo para poder contar sus experiencias– de la ordalía que atravesaron entre 1957 y 1961 en el desierto de Gobi, en los campos de Jiabiangou y Mingshui, donde fueron enviados discrecionalmente por el supuesto delito de ser “derechistas” y donde la gran mayoría moría a causa del frío y la desnutrición. No es casualidad que varios de los sobrevivientes que registra Wang Bing hayan sido cocineros en esos campos: esa situación privilegiada les permitía robar algo de comida.
Si hay algo que asemeja a Las almas muertas con Shoah no es solamente su duración, dictada por la necesidad de abordar un tema semejante con el rigor y el detalle que exige su tema, ajeno a toda banalidad televisiva. Como decía Lanzmann de Shoah, Las almas muertas también es “un sol negro”, una película que no habla de los vivos sino de los muertos. O mejor aún, donde los vivos le prestan la palabra a quienes no lograron sobrevivir, que fueron mayoría absoluta.
No sólo eso: si hay un empeño en la veintena de testimoniantes que pasan por la cámara de Wang Bing es el de recordar los nombres de aquellos que morían a su lado y que ni siquiera podían ser enterrados, porque no había quién tuviera la energía o los medios para hacerlo. Tal como registran las imágenes de Wang Bing, hasta el 2005 todavía se podían encontrar a cielo abierto huesos y calaveras, que el viento seguía esparciendo por la arena. En ese momento, Las almas muertas recuerda también a otro gran documental, Nostalgia de la luz (2010), de Patricio Guzmán, cuando las mujeres de los desaparecidos chilenos buscaban en el desierto de Atacama los restos de sus seres queridos, con la bóveda celeste como único techo de sus tumbas.
En Las almas muertas, además de algunos huesos, Wang Bing encuentra pequeñas piedras con ideogramas tallados en ellas, con los nombres de algunas de las víctimas. No deja de ser significativo que un cineasta que proviene de un país que por sus dimensiones, su superpoblación y por su cultura política ha tendido siempre a abolir la singularidad, hace un cine dedicado a los individuos, a destacar personajes dentro de la masa. Ya lo había hecho en Una mujer china (2007), donde la señora He Feming contaba a cámara, mientras languidecía el día, treinta años de su azarosa vida. Y ahora, sin cortes de montaje y sin rendirse jamás a la tentación de hacer “dialogar” televisivamente sus distintos testimonios, para no traicionar sus particularidades, Las almas muertas multiplica ese procedimiento y consigue una obra de una rarísima cualidad: íntima y épica a la vez.