La tía vino sola, su amiga se fue a Corrientes donde tiene una tía que también vive sola. Que raro, una familia de mujeres solas y correntinas, no me imagino que tipo de navidad pueda ser ésa.
Y el menor se quedó llorando en un rincón, lo tratamos de consolar pero no podía cortar el chorro. No quería un autito como el de los hermanos sino un muñequito de Disney de los que vienen en una cajita como de fósforos, los colecciona desde hace un año. Dejó el autito relegado, ni lo miró. Ningún interés tendrá por los motores y las carreras varias.
La nena no se quiso poner vestido, de pura renegada, quiere chivatear con los varones. No tiene calma, no hay forma de que se vista como princesa ni siquiera una vez al año.
Mariela trajo pollo arrollado y Claudia un peceto mechado que compró el marido, ya preparado, medio desabrido. De las ensaladas me ocupé yo que tengo mano para las cosas frescas. Las condimento bien, en la medida justa.
Me ayuda Marcos, mi marido, a decorar la casa. Unos días antes, va preparando los centros de mesa. Pinta unas piñas que traemos en el otoño del bosque de Claromecó. Las tiene guardadas por meses para darse con el gusto de pintarlas de dorado a fin de año, con un pincel finito, quedan una maravilla, relucientes, de no creer. Las piñas doradas las entremezcla con unas hojas de muérdago que compra en un bazar chino. Una pena que acá no se dé el muérdago natural, que no sea zona de muérdago y pinos invernales, una pena la navidad con estos calores sofocantes y todos transpirados. Allá cuando pasan bajo un dintel donde cuelgan las hojas de muérdago se dan un beso, sea quien sea, con la persona que cruces, te das un beso en la boca, cortito, pero en la boca al fin. Sea hombre, mujer o rana, te besás igual, bajo el muérdago y te deseás lo mejor. Que vengan buenos tiempos y todo eso. Esa costumbre de besar por besar acá no pasa.
A cambio de besos acá comés como loca, tomás un poco de más, hablás a los gritos. Antes íbamos a misa de gallo pero ahora ni eso, están todos famélicos dispuestos como indios al ataque de la mesa calórica. Y después la ensalada de fruta, que con esmero hiciste antenoche hasta la madrugada, se la bajan en tres minutos. Y algunos aprovechan la ocasión para pelarse un poco. No falta quien traiga discordia, en vez de hablar de pavadas como debe hacerse cuando hay tanta familia involuntaria reunida.
Y está el tío Mariano, que le pusieron así en honor a la Inmaculada. Que se mantiene más bien callado y después, en la sobremesa, prefiere jugar con los chicos, preguntarles qué regalos ligaron y no compartir nuestros temas navideños. Mariano es de los hombres solos para las fiestas; no se le conoció novia y es nuestro tema preferido cuando se ausenta por viaje. Mariano que no tendrá hijos y el buen dios le dio un ramillete de sobrinos preciosos para que postee en Facebook. A veces charlan de cosas de solteros con la tía. Ellos se quedan en el rincón, apartados del festejo, murmurando. Nosotros los llamamos para brindar. Los incluimos en el choque de las copas. Y después mascamos garrapiñadas, peladillas, turrones. Y seguimos tomando. Y miro los restos en la mesa unos minutos antes de levantar los platos y lavarlos. Miro los restos de la guerra mientras se oye de lejos el estampido tardío de las últimas bengalas. Miro y me pregunto por el buen dios desnudo en el pesebre. Cuando hicimos el pesebre viviente en tiempos de la escuela un compañero padeció el papel del niño. Le pusieron pañales y se tuvo que quedar ahí quieto, desnudo a la burla de todos. No entendía el privilegio. El cuerpo del niño que nace promete. Claro que no tiene el atractivo del hombre fibroso y crucificado, pero es una promesa de dios. Un dios latente. Con José, su padre provisorio, que no hizo contacto femenino. Con una madre que no conoció los placeres de un hombre. Con tres reyes que lo vienen a visitar desde Oriente, cruzando desiertos, sudados, durmiendo a la intemperie sobre el lomo de los camellos. Hombres siguiendo una estrella plateada, escuchando la respiración del otro en el aire transparente de las dunas. Los tíos solitarios del niño de la noche buena. Los que le llevarán el mejor regalo. Los generosos. Los tres chiflados, los acalorados reyes del Sahara, los alucinados del porvenir, los que llegan al final de todas las fiestas. Después del olvido. Cuando ya no queda nada que festejar. Los reyes y las reinas, los dioses desnudos, el papá Noel viril, oso barbudo y blanco, sus duendes con zapatos de punta y brilloso verde, las hadas de la nieve de algodón, la purpurina, toda esta felicidad precaria, pasajera. Todo esto será olvido.
Pasado mañana, cuando abran los negocios, lo primero que hago es comprarle al menor su muñequito de colección de Disney. Lo despierto con esa sorpresa, le digo que es el regalo que la navidad no supo darle. Así no llora más a escondidas.
Y con este pensamiento me doy fuerzas y, antes de que se termine la noche me pongo de pie, brindo por todos, por mí, por los ausentes. Brindo por lo bueno que pueda venir. Brindo por brindar, total es gratis y puede que traiga buena suerte.