Todo comenzó con Fred Astaire y las ollas de la abuela. El niño Néstor volvía de Barracas Central, allí donde su padre enseñaba a tirar y esquivar trompadas y su madre instruía en el por entonces muy femenino juego de pelota al cesto. Al llegar a su casa, lo primero que hizo, embrujado por la música que salía de la radio, fue saltar a la mesa de la cocina y ponerse a zapatear “americano”. Unos días más tarde se produjo otra revelación: de los pies a las manos; del descubrimiento del Dios del baile a caer en la cuenta de que, al fin y al cabo, quien baila hace música con los pies, y los pies son parte inalienable de todo baterista. Con las tapas onduladas como platillos, las ollas dispuestas en hilera de tom-toms y las agujas de tejer en plan de percusión, el niño Astarita comenzó así su vida de músico argentino de jazz.
Desde entonces no ha parado. Hoy lo recuerda todo, pero sin fechas. Su memoria es prodigiosa pero plana, vive en eterno presente. “Para mí todo sucedió en el 60”, dice sonriente, para que no lo molesten con preguntas sobre fechas. Afirmar que tocó con todo el mundo puede resultar exagerado, una hipérbole o un lugar común: el jazz genera un estado de sociabilidad incesante. ¿Qué no puede dejar de contarse? Que fue baterista del trío de Baby López Furst. Que acompañó a Gato Barbieri en los albores de los años 60 y en el último disco que el genial saxofonista grabó en Nueva York. Que formó parte del trío de Litto Nebbia durante varios años y en sus mejores discos, por caso Muerte en la catedral, Melopea y Bazar de los milagros. Que en 1974 descolló en Italia junto al trompetista Enrico Rava, el saxofonista Massimo Urbani y el contrabajista Calvin Hill. Que fundó con Jorge “Negro” González y Gustavo Alessio el boliche musical Jazz & Pop en plena dictadura militar. En fin, que en el inolvidable colectivo Buenos Aires Jazz Fusión amalgamó milonga, candombe, rock –asegura odiarlo, aunque no es tan así– y jazz. Obviamente, Astarita hizo muchas cosas más. Y no lo hizo todo “en el 60”, como asegura, aunque tal vez en la década rebelde esté la cifra de su arte.
Cerca de cumplir 80 años, recién distinguido por la Legislatura de la ciudad de Buenos Aires como Personalidad Destacada de la Cultura y con un cronograma de festejos que empezará en mayo con recitales en Notorious –recientemente allí estuvo con su cuarteto haciendo “Aires de Piazzolla y Davis”–, Néstor Astarita tiene planes. No los tenía cuando un par de años atrás un infarto y una operación a corazón abierto pusieron en riesgo su vida, pero parece haberlo superado todo. Orgulloso de su ascendencia napolitana, bravo para las peleas –cuenta con detalles agarradas a piñas en sus años mozos, acaso como salvaje homenaje a la memoria de su padre juez de box–, tiene a mano dos informes médicos que certifican su buen estado de salud. Con ellos pretende convencer a su hija y a su yerno de que lo dejen subirse a un avión rumbo a Nueva York antes de fin de año. “Quiero grabar algo con Carlos Franzetti”, desliza como quien planea una cervecita al atardecer sin salir del barrio.
Viendo las fotos y posters que adornan tu casa, uno podría decir que tenés espíritu de fan. ¿Es errado afirmar que tus grandes amores musicales son Miles Davis, Astor Piazzolla y Gato Barbieri?
–Sí, pero agreguemos a esa lista a Baby López Furst. Fue un pianista extraordinario. Muy “Furst” por su rigor. Y su madre era tremenda. Baby nunca equivocó una nota. Jamás tocó mal. Ni el piano, ni la guitarra ni el contrabajo. Era perfecto, y quizá por eso un día le explotó la cabeza. Cuando aparecí en Jamaica, el gran club de jazz de la Buenos Aires “del 60”, me aceptó en su trío pero con la condición de que abandonara los palillos por las escobillas. Yo no le hice caso, quería tocar fuerte. Si no me echó, fue porque Gato intercedió a mi favor: “El pibe tiene condiciones, Rubén”.
Pero en esos años vos tocabas jazz tradicional con The Georgians Jazz Band. ¿Cambiaste o te mantuviste en los dos estilos al mismo tiempo?
–En realidad, yo descubrí realmente el jazz cuando fui al club Leales y Pampeanos de Avellaneda y escuché a los Georgians, dirigidos por el clarinetista Carlos Acosta. Inmediatamente quise tocar con ellos, tenían un fuego tremendo. Hacían dixieland y todo el jazz tradicional, que en esa época se bailaba a la par del tango. Pero yo no tenía idea de cómo se tocaba la batería, más allá de las ollas de mi abuela. Además, para tocar jazz tenés que saber acentuar bien el segundo y cuarto tiempo del compás. Es todo un proceso, lleva tiempo agarrarlo. Por eso comencé haciendo el trabajo de plomo. Era el pibe que les llevaba los instrumentos a los bailes. Cuando dos años después me sumé a la banda, empecé también a ir por mi cuenta a otros sitios: Jamaica, Le Roi o Mogador. En esos lugares descubrí el jazz moderno. Hasta ese momento yo era del palo del jazz tradicional. ¡Pensar que no fui a escuchar a Dizzy Gillespie cuando vino por primera vez porque me parecía demasiado moderno! Pero pronto entendí que no había grandes diferencias. La vez que escuché a Miles Davis, me dije: “Este es el Armstrong del jazz moderno”.
Del free jazz a la milonguita
Pocos bateristas argentinos, si acaso alguno, ha sabido desarrollar un sentido musical pleno desde un instrumento al que siempre se le asigna un rol arquitectural. Astarita suele dividir a los bateristas entre los que tocan la batería y los que tocan la música. Pues bien, él integra ese segundo lote, históricamente presidido, según su propia apreciación, por Elvin Jones, Tony Williams y Jack DeJohnette. En realidad, Astarita toca la música partiendo siempre del dibujo melódico. “Hay que dialogar con la melodía; lo que pasa es que, a veces, la hija de puta me lleva al carajo”, explica con sinceridad. Pero esa deriva que él parece indicar como falla –una especie de perversión melódica inaceptable en un instrumento gutural–, ha terminado siendo su sello personal.
No sería justo sostener que Néstor Astarita es el mejor de los bateristas argentinos, pero es fácil demostrar que su toque es único en términos de tímbrica y espacio. Tal vez eso le venga de sus años de estudio de tambor clásico con Antonio Yepes, o de las clases del gran percusionista León Jacobson y el pedagogo de batería número uno de la Argentina Alberto Alcalá. Pero sin desmerecer estas influencias, lo más probable es que la sangre napolitana –“mis abuelos eran del pueblito de Il Postino”, resalta con orgullo atávico–, su ethos porteño y un refinado paladar melódico lo hayan determinado musicalmente.
Cuando en 1973 ingresaste al trío de Litto Nebbia ya eras un baterista muy solicitado, incluso habías tocado free jazz en cuarteto con Gustavo Bergalli, Bernardo Baraj y Adalberto Cevasco. A diferencia de otros músicos de jazz que han tenido con el rock argentino una relación episódica y generalmente de tipo profesional, te integraste muy bien a la música de Nebbia.
–Las canciones de Litto tienen un gran vuelo melódico. Él ensayaba con Jorge “Negro” González en el Sindicato de Músicos de la calle Paraguay. Allí el Negro tenía un negocio de instrumentos musicales. Alguien les dijo que yo era la persona indicaba, por mi apertura y la manera de tocar, para sumarme a un trío y hacer las nuevas canciones de Litto. Canciones a las que en vivo les agregábamos unas largas introducciones que no estaban en los discos, lógicamente. Fue una experiencia fantástica. Debo decir que Litto jamás me indicó cómo tenía que tocar. Me dio mucha libertad. Por ejemplo, en “Vals de mi hogar” se me ocurrió sumarle una pandereta al bombo, y quedó muy bien. Luego hice algo diferente con el ritmo de la milonga. A eso que inventé, en parte inspirado en Piazzolla, con Litto lo llamamos “la milonguita”. Lo tocaba mucho con los platillos para que sonara más liviano, sin tanta marcación.
La conexión entre el trabajo junto a Nebbia y González y la gran producción Buenos Aires Jazz Fusión de 1981 es inocultable. Habla de la permeabilidad estilística de Astarita, pero también de un momento de fuerte predisposición a la experimentación, a mezclar cosas que muchos pensaban no convenía que estuvieran juntas. Rubén Rada, Dino Saluzzi, Litto Nebbia, Bernardo Baraj, Norberto Minichilo, Horacio “Chivo” Borraro, Rubén “Baby” López Furst, Norberto Machline, Roberto “Fats” Fernández y Jorge “Negro” González: aun emociona recordar ese mestizaje de talentos haciendo tan bella música en medio de un país siniestrado. En alguna medida, aquello fue una utopía musical en tiempos de oscuridad. La de Néstor Astarita fue una figura clave en la creación de condiciones para imaginar a través de la música otros mundos posibles. Y el lugar de aquellas fusiones fue Jazz & Pop, en San Telmo.
En cierto modo, el centro geográfico y temporal de tu vida fue Jazz & Pop.
–Fue una experiencia hermosa, en un momento terrible. Para que te des una idea: el día de la inauguración mataron al músico y periodista Eduardo Blasco. Lo asesinó un policía de la Federal, que había ido con un compañero a Jazz & Pop. El cana estaba completamente borracho. Quería que tocara Nebbia, y Blasco pedía por Villegas. Salieron a pelearse a la calle y ahí mismo lo ultimó con su 45. Terminamos todos en la segunda. Esa fue la primera noche de Jazz & Pop. Mi vieja me ayudó a baldear la sangre de la vereda y a poner un poco en orden el bar. Y me dijo: “Si no seguimos, mañana tenemos que cerrar definitivamente.” Y seguimos, como pudimos, dejándole una coima de 200 o 300 peso todos los meses al comisario de la seccional. Aun así, de vez en cuando caía la policía y volcaba todas las carteras sobre el escenario. Nunca encontraron droga. Lo único que yo encontré una vez una madrugada fue una jeringa escondida en el depósito de agua del baño.
Jazz & Pop fue cita obligada de todo músico internacional de paso por Buenos Aires. ¿Cuál de todos ellos te impresionó más?
–Hermeto Pascoal. El boliche abría a las 22.30, y esa noche estaban Hermeto, su hermano y su papá en la puerta desde las 22. Se fueron a la hora del cierre, los últimos en salir. Hermeto tocó saxo y piano de un modo increíble, yo lo acompañe desde la batería. Yo lo defino así: “Hermeto es la música.”
Néstor apura anécdotas –su favorita es la que protagonizó con Jorge Cutello en Austria, disfrazados ambos de gauchos con sendos bombos legüeros para ganarse la vida–, va y viene con el mate y adelanta que, tras una siesta tardía, irá esta noche a bailar tango, como lo hace habitualmente. Su lugar es la milonga de Canning. Y su frase de cabecera: “todo cierra”. Es cierto, en la vida todo cierra, pero quizá por eso su música siempre abre, fluyendo entre Piazzolla y Miles Davis, a los que suele homenajear con su grupo. “Yo toco a Piazzolla con el lenguaje de Miles”, sintetiza de un modo simple y perfecto el baterista que no toca la batería sino la música.
El Ciclo Astarita se inicia este jueves con la actuación de The Georgians Jazz Band en Notorious, y continuará con diferentes formaciones hasta septiembre. Celebrando sus 80 años, el sello Melopea lanzará una edición discográfica con algunos de sus mejores registros históricos.