Para cuando uno de sus tantos discípulos, Irwin Shaw, reconoció sin esfuerzo y hasta con cierto orgullo que “su fantasma cuelga sobre todas nuestras máquinas de escribir”, estaba ya más que claro que el espectro de Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) gozaba de mucha mejor salud y mayor fortuna que la que había gozado en vida y durante su paso por este valle de lágrimas on the rocks. Ya se sabe: éxito temprano, escritor generacional, pasar de moda y largo calvario junto a su esposa Zelda por psiquiátricos y a solas y no tanto por enloquecedores estudios de Hollywood, el crack-up, la “autoridad del fracaso”, un postrero cheque de royalties cubriendo la totalidad de su obra casi descatalogada por 13,13 dólares, una casi última entrevista donde tambaleándose con vaso lleno de scotch gimió ante el joven y casi aterrorizado periodista un “¿Por qué debería preocuparme por mi generación? ¿Acaso no tengo suficiente con mis problemas? Autores de éxito, Dios mío, autores de éxito...” y, poco después, caer para ya no levantarse con el corazón hecho pedazos. Antes Fitzgerald había dictaminado aquello acerca de que no habían segundos actos en las vidas norteamericanas (y no estaba del todo en lo cierto pero sí tenía razón: porque su milagroso éxitos y ascenso a los altares de los grandes clásicos de su país recién se produjo en modo post-mortem con la recopilación de su ensayos casi suicidas y la inconclusa El último magnate). Hoy es best-seller eterno, El Gran Gatsby factura como mínimo medio millón de dólares al año en regalías, su rostro enaltece un sello de correos, y Bob Dylan invoca su nombre y le roba frases en algunas de sus mejores canciones.
Y acaso lo más importante y lo mejor de todo: Fitzgerald nunca parece agotarse y siempre regresa a dar tres golpes sobre la mesa. Y en Moriría por ti –en dieciocho “cuentos perdidos”, la mayoría escritos durante los deprimidos años ‘30 luego de los excitados años ‘20, cuando ya todo comenzaba a venirse abajo; ahora atractiva y cuidadosamente editados y fijados en su época pública y contexto privado por Anne Margaret Daniel– Fitzgerald vuelve a volver.
Y sí: pensábamos que con El precio era alto (1989) se había acabado el champagne; pero aquí está de nuevo Scott para proponernos otra vez aquello de “acerca tu silla al borde del precipicio y te contaré una historia” con esa cara de muñeco fatal que siempre tuvo. Más de lo mismo que nunca nos parece suficiente porque –como precisó con sabiduría de alumno aventajado John Cheever– “Los mejores de sus cuentos fueron tan vividos como escritos (...) Los grandes escritores están siempre profundamente inmersos en su época y Fitzgerald fue un historiador sin par. En él descubrimos el emocionante sentido de saber exactamente en dónde estamos: la ciudad, el hotel, la década y la hora de un día en particular. Su gran innovación fue la de utilizar las costumbres sociales, la moda de la ropa, la música oída al pasar, no como historia sino como una expresión de su aguda capacidad para comprehender el significado de su tiempo. Todas las chicas con faldas cortas y esos tangos alemanes y esas noches calientes ahora son parte del pasado, pero su más fina capacidad es la de seguir comunicándonos, todavía hoy, la felicidad de estar vivo. Fitzgerald nos obsequia la certeza de que la Era del jazz y el Crash fueron momentos sin precedentes pero que, sin embargo, existieron para ser parte inseparable de su arte”.
Todo esto vuelve a bailar frenéticamente y a desfallecer de agotamiento en los textos que componen Moriría por tí y que –entre la risa y el aullido– fueron archivados por, en su momento, ser considerados poco fitzgeraldianos en algunos casos, en otros desconcertantes y, en unos que son los mejores, muy pero muy tristes incluyendo ya la materia oscura desesperada que distinguiría la en su momento poco valorada Suave es la noche. A saber: sanatorios lunáticos bajo la luna, intentos de suicidio, matrimonios náufragos, barras libres para desbarrancarse, y un frenesí que va de la comedia loca a la tragedia demente en cuestión de líneas. Pero también hay aquí rarezas como un par de estampas ubicadas durante la Guerra Civil, variaciones sobre una idea con distintos finales (que permiten estudiar el modus operandi de Fitzgerald), escenarios para posibles películas jamás filmadas, o sátiras del mundo editorial como “El pagaré”, con un fraseo que adelanta al mejor Woody Allen por escrito y que arranca con un “Soy editor. Acepto novelas interminables sobre amores juveniles escritas por viejas solteronas de Dakota del Sur, cuentos policíacos sobre millonarios con clase y chicas de vida apache y ‘grandes ojos negros’, ensayos sobre amenazas varias y el color de la luna en Tahití, obra de catedráticos de universidad y desempleados por el estilo. No acepto novelas de autores de menos de quince años”.
Y, de acuerdo, no hay “Babilonia revisitada”, “La tarde de un escritor”, “Sueños de invierno”, “Absolución”, “El niño bien” o “La última belleza sureña”. Pero sí están maravillas como la que da título a la colección o “Las mujeres de la casa (Fiebre)”, el juvenil “Fuera de juego”, y esa melancólica y milagrosa estampa que es “Gracias por la luz”, rechazada en 1936 por The New Yorker pero presentada con honores el año pasado como adelanto de este Moriría por ti. Y abundan aquí y allá y en todas partes, destellos de aquella luz verde que fascinaba a aquel gángster millonario desde la orilla de enfrente y chispas que alumbran más que tantos de esos arrasadores pero pasajeros incendios de hoy en día que sólo acaban dejando olor a humo. Así, chicas incandescentes que lloran “por la inevitable tristeza del mundo” y hombres súbitamente iluminados que de pronto se sorprenden diciendo “cosas que no pueden ser puestas por escrito”. Afortunadamente y más allá de sus blues, Fitzgerald sí las puso por escrito. Y aquí retorna, una vez más, reviviendo por y para nosotros –colgados por él– como sólo los verdaderos e inmortales fantasmas saben y pueden hacerlo.