Rosario, abril de 2018

Es viernes por la noche y la carpa circense está a pleno. El mago con ojos de avestruz y acento de Las Vegas camina por el escenario pavoneándose, abriendo los brazos y moviendo las caderas con una gracia que no tiene. El público celebra tímidamente sus trucos vistos hasta el cansancio: hace desaparecer a una modelo sueca dentro de una caja y en su lugar sale un sujeto morrudo con un enterito rosa que corre a esconderse dando saltitos junto al telón de fondo. Aplausos. Antes y durante cada prueba el mago da órdenes tajantes a sus ayudantes que se mueven de un lado a otro. Menean las pálidas lentejuelas amontonadas en sus caderas y repiten "abracadabra, abracadabra" ante un público que empieza a aburrirse.

Luego el hombre resopla, sacude su traje dorado y pide que una nena y un varoncito suban al escenario. Desacatado, un malón de chicos corre por los pasillos. Se tropiezan entre ellos para llegar primero. Dos lo consiguen.

Una vez arriba, el mago coloca al varoncito de pelo crespo frente a una de sus ayudantes que menea frente a él su escote frondoso y turgente: "Mirala Yan ¿te gusta?", le pregunta. El nene asiente con la cabeza hipnotizado y el artista le anticipa socarronamente: "Tu serás un gran mago". Ahora la gente estalla en una risa incontenible y aplaude con fuerzas. Suenan tambores rimbombantes de fondo.

El mago logra que el chico haga algunos trucos y lo premia una y otra vez mostrándole el contoneo de la voluptuosa ayudante ante la ovación de la mayoría. Recién después de un largo rato, repara en la nena, que permanece parada sobre una tarima y cuya única función ha sido sostener una galera con aburrimiento. "Bueno, lo conseguiste Valentina. Ya eres una ayudante", le dice. "Pero yo quiero ser maga", grita la nena. "No, no no. Tu crecerás y te volverás una bruja, pero que Yan no se entere", grita el mago muerto de risa viéndola de reojo con su mirada de avestruz. Carcajada generalizada. Música estridente. Fin del número.

Me pregunto por qué seguimos yendo al circo en la era de las pantallas táctiles, los amoríos virtuales y las películas 5D. Tal vez porque el circo es una perfecta sátira del mundo. Recuerdo que a mi pueblo, perdido en el olvido pampeano, una vez llegó uno. Tan pobre era que fuimos al espectáculo más por curiosidad de sus miserias que por expectativas de sus hazañas.  Y no le erramos. El payaso era malabarista, trapecista, mago y vendedor de pochoclo. Recuerdo también a un niño que paseaba a una jirafa sujetándola de una larguísima soga y a una mujer que iba danzando junto al animal, la más valiosa posesión de la familia.

Lo que jamás olvide es la dignidad con la que el hombre fingía dar un espectáculo fantástico y la impotencia con la que vio a la gente irse del circo mojada por una lluvia repentina que su carpa llena de remiendos no podía contener. Había algo de nosotros mismos en la tozudez con la que él siguió balanceándose en la altura aun cuando las burlas eran un murmullo de abeja imposible de ignorar y en la gratitud con que miró a los últimos niños empapados que nos resistíamos a irnos. Siguió con su show hasta el final, con la integridad de quienes se saben derrotados pero están resueltos a seguir dando pelea, poseídos por la misma rabia con que se pelea contra el viento, contra el mar, contra el ¿dolor? Y tal vez por eso, y porque en una sola función ya todos los habitantes del pueblo habían cabido en su pequeña carpa, esa misma noche la desarmó y se fueron los tres despuntando el amanecer a fracasar a otros sitios.

Siempre tuve la impresión de que el péndulo sobre el que se balanceaba ese inusual artista oscilaba desde mucho antes de ese día y desde mucho antes de ese hombre. Como si las piezas invisibles de la dignidad humana se hubiesen dado cita para jugar allí una partida nueva, con un juego de naipes tan viejo como el tiempo.

Los circos existen porque sigue habiendo algo de nosotros en ellos. En el payaso vestido de colores estridentes que provoca carcajadas y se sabe anclado para siempre en la infinita soledad de la parranda. En la trapecista que peina canas y se obstina en seguir arrojándose desde la altura, controlando cada vez con más dificultad pese a su rigurosa disciplina, un cuerpo que no le responde. En el minucioso show de los ilusionistas, artífices del engaño y la manipulación. En el deslumbramiento que provocan los trajes incandescentes en la noche tupida, escondiendo en serpenteos a los seres que habitan en ellos.

Visto de ese modo el circo es una deliciosa sátira universal. Donde a la niña que quería ser maga hace siglos la quemaban viva por hereje y hoy se le burlan desdeñosamente, resignándola a un lugar soso y aburrido. Pero  el mismo asco en las tripas que la impulsó a gritar, en breve la motivara a crear su propio circo, donde los magos con ojos de avestruz, que seguirán existiendo, ya no tendrán cabida en un escenario. Y las bailarinas montaran su propio show de ingenio, hartas de ser objeto de decoración, y los niños como Yan sabrán desde antes de nacer que todos los espacios verdaderamente felices son compartidos. Y el público aplaudirá solo cuando deba hacerlo.

Mientras tanto, en este manicomio sin patente, las miserias, las rivalidades, la carcajada burlona, los saltos al vacío, los malabares desesperados, los que ostentan su poder de mando, los relegados esperando un lugar en un show que se termina, seguirán en algún circo de gira, provocando risotadas de hiena tan viejas como el mundo mismo.