Tito

Argentina, 2018

Dirección: Esteban Trivisonno.

Guión: Esteban Trivisonno, con la colaboración de Ana Berard y Julia Bastanzo Paximada.

Producción general: Pamela Carlino.

Fotografía: Martin De Paoli.

Música: Pablo Crespo.

Montaje: Lucas Ponce Tesido.

Reparto: Tito Gómez, Santiago D'Agostino, Martina Liguori, Manuel Melgar, Nicolás Méndez, Kevin Trumper.

Duración: 85 minutos.

Sala: El Cairo.

8 (ocho) puntos.

 

"¡Larralde!", le gritan al actor Tito Gómez por la calle. No está claro si es parte pretendida de la misma imagen fracturada que propone Tito, la película, o si se trata de un episodio fortuito. No importa la respuesta, antes bien, lo notable es cómo el film de Esteban Trivisonno hace de su personaje un aleph esquizoide, que enmarca en una propuesta lúdica en donde todos juegan a hacer -más o menos‑ de sí mismos.

Al respecto, el comienzo es ejemplar. La cámara retrata el diálogo entre el equipo de rodaje -un grupo de la carrera Comunicación Social‑ y el actor, a quien se trata de convencer para participar de la propuesta. (Situación tal vez nada lejana a la que Trivisonno y compañía debieron experimentar al convencer a Tito Gómez para realizar este mismo film.) La cámara registra el plano/contraplano en el patio, entre bizcochitos y ropa colgada, de manera pretendidamente amateur. Una impresión rara, que tendrá correlato apropiado cuando la productora mire a cámara y haga una observación: "¡filmalo a él!". Allí es donde comienza verdaderamente el juego, el reflejo espejado que pone en evidencia al artificio mientras sumerge al espectador y al grupo de rodaje en una vorágine hacia dentro, en donde Tito Gómez interpreta un maelstrom de nombre Tito Gómez, es decir, a alguien que bien podría ser él y, por eso, ser capaz de llevarse puesto al cine todo.

 

Será el espectador el que deba decidir entre lo cierto y lo verosímil, realidad y ficción.

 

Con miradas quietas y sonrisa torva, Tito urde un plan que incluye, parece, un acto de venganza de raíces históricas. Shakespeareanamente, el actor habrá de socavar las bases mismas del contrato social siempre difícil que significa el terreno cinematográfico. Una suerte de rey depuesto e impuesto, al que todos conocen, temen, rehúyen, pero al que sin embargo recurren. Un imán que atrae, por ejemplo, a estos chicos sin experiencia, devenidos grupo de cine por imposición académica. Ellos eligen a Tito Gómez como efigie y síntesis del cine de la ciudad. La elección -ficticia o no‑ no es descabellada, sino atinada, perfecta. Tito Gómez es uno de los grandes del medio, en él se cifra el recorrido audiovisual rosarino, se trata de alguien a quien se aprecia y reconoce desde un cúmulo de virtudes que le han vuelto, con justicia, un actor de referencia.

Evidentemente, el acento de la película Tito es el de flirtear -con la adhesión magnífica de su gran actor‑ con este mismo bronce para descascararlo. Al hacerlo, lo que se erige, justamente, es la imagen de ese gran actor que Tito Gómez es. La operación no es nada simple sino compleja y perspicaz, atenta con los modos estéticos del mockumentary, los pasos de comedia, la grabación casera, las entrevistas a personalidades (intérpretes, directores), y una espiral metalingüística que culmina por barrer límites cuando el personaje interprete a otro personaje. Es decir, Tito no sólo propone la recreación de una situación en donde quienes aparecen son, justamente, quienes dicen ser; sino que también incluye una deriva de cuño teatral, en donde Ricardo III oficia como corazón convulso, que devuelve flechas envenenadas cuando ocupa las tablas de ensayo que el grupo de rodaje debe, ya sonámbulo -cual víctimas de un moderno Caligari‑ registrar. Allí conviven otras miserias, en un espectáculo decadente que se vuelve magistral cuando la letra de origen se pierda para que emerja y prevalezca lo que entre todos anida. Será el momento de la ebullición mayor -con Andrea Fiorino como la luz fugaz que ilumina todo, tan potente es‑, para llegar al techo de la propuesta y tensar la situación para, luego de eso, preguntar: ¿cómo seguir?

Lo que queda, inevitablemente, es el grotesco, el disparate, que tocará con guiños a la misma escena del espectáculo, ya no sólo rosarina, sino mediática y, ahora sí, de veras cursi. La película Tito se convierte en una especie de delirante manual de autoayuda, con el destino malogrado o gris de muchos -con sorna, con incorrección, lo que es bienvenido, ya que se trata de una mirada urticante sobre el medio cinematográfico y sus veleidades, de aristas complicadas y egos por doquier‑, afectados por esa experiencia límite que ha sido (intentar) filmar con Tito Gómez. Pero todo esto sin moralina ni efecto enfático alguno, sino a partir de una puesta en escena en donde la elección formal de Trivisonno se sostiene y devuelve lo visto hacia la escena inicial, ya comentada, capaz de repercutir sobre la misma autenticidad de la imagen: ¿cuándo registra el grupo de estudiantes y cuándo no lo hace? Porque el aviso de la productora, al comienzo del film, es sólo uno. Tal vez, se trate de un aviso suficiente. A partir de allí, lo visto será responsabilidad del espectador, será él quien deba decidir entre lo cierto y lo verosímil, realidad y ficción, verdad y mentira. Mismo planteo que Orson Welles esgrimiera en F for Fake: la promesa de decir una verdad descansa en procurar esa verdad misma que se llama cine.

En otras palabras, cuando a Tito Gómez se le escuche decir: "¡Pre‑puntual, como siempre!", quienes saben de frases como ésta (algo que evidencia un vínculo de broncas cariñosas entre Esteban Trivisonno y su actor, porque difícilmente podría haberse hecho este film sin un afecto tácito), seguramente entiendan que lo que se ve y escucha tal vez sea una de las mejores películas sobre el nudo que significa hacer cine en Rosario (y en cualquier parte): esa frase le pertenece, por derecho propio, al actor y la mitología que supo construir. Constatarlo como línea de diálogo es un homenaje nada suntuario, sino axioma de que gracias a gente como Tito Gómez el cine de la ciudad continúa posible y, con ejemplos como éste, mejor que nunca.